Despecho

Era el beso más dulce de su vida. Dulce y apasionado. Correspondido por Rosalía con la misma entrega. Que quisiera hacer el amor con ella allí mismo y en ese mismo instante, entre los arbustos de un rincón oscuro del parque, era lo más natural. Se estrujaba la mente en busca de la forma de decírselo, cuando del bolso de la muchacha brotó el pitido impertinente de un mensaje en su teléfono móvil.

—Mi padre.

«¡Me cago en él!», refunfuñó el cerebro de Jaime al ver interrumpida la declaración devota y jadeada en que estaba empeñado.

—Dice que me dé prisa, que me espera en la glorieta. ¡Uy, claro! Son las diez. Ni cuenta me había dado. Bueno, cielo, ¿hablamos después de cenar?

La gloria del beso más dulce y apasionado, etcétera, se hizo derrota de un apresurado pico de despedida.

Derrotado el amante, ofendido el hombre, Jaime siguió a Rosalía para verla montarse en el coche de su padre, un Volkswagen gris oscuro metalizado, con matrícula…

La dislexia no le permitió fijar la matrícula en su memoria. Pero aquello no se repetiría, se juró con ánimo sombrío mientras palpaba las cachas de la navaja escondida en un bolsillo de sus tejanos.

Pocos días después, la Policía Local iniciaba una investigación motivada por las numerosas denuncias de propietarios de Volkswagens que se habían encontrado sus coches con las cuatro ruedas rajadas. Todos eran de color gris oscuro metalizado.

A la deriva

El sol, como fuego llovido del cielo, le abrasaba la piel mientras Robinson, poco a poco, reparaba en su situación. Se sentía venir de un agujero profundo y oscuro, con regusto ácido de vómito en la garganta. De un viaje que parecía no haber tenido fin ni sentido. No era timorato, pero el miedo y la aprensión lo invadían.

La incertidumbre había sido lo peor, decidió con los primeros retazos de un entendimiento que empezaba a ordenarse. Eso, y el desvanecimiento. Haber flotado por aguas desconocidas al albur de los elementos. Sin nada que lo orientase en la oscuridad de la noche de su conciencia ausente. A la deriva entre amenazas de alimañas reales o imaginarias —recordó las imágenes de monstruos marinos de los grabados antiguos— y graznidos de gaviotas que se abalanzarían sobre él para devorar su cuerpo exánime.

¡Gaviotas! Un momento… Si había gaviotas alrededor, no debía de estar lejos de tierra firme. Lo había leído una vez. En un libro. Las aves marinas eran señal de que la costa estaba cerca. La idea le dio la fuerza necesaria para bracear su embarcación rumbo a la salvación. Manoteaba el agua desmañadamente, cuando una ola lo hizo volcar, lo sumergió y revolcó. Robinson se desorientó y tragó abundante agua.

A pique de ahogarse, un par de brazos robustos lo rescataron del mar y, lo llevaron en volandas hasta tumbarlo sobre la arena de la playa. Mientras manos firmes comprimían su pecho para ayudarlo a expulsar el agua de sus pulmones, pudo escuchar a su salvador rezongar en una lengua que no entendía:

—¡Jodidos, guiris! Se privan por la noche, se meten al agua con la colchoneta, se duermen, les da el golpe de calor. Y, ¡hala! A sacarlos. ¡Me cago en…!

Un salvavidas, sí. Como en “Los vigilantes de la playa”.

Sucedió en la playa de Levante, en Benidorm, un día cualquiera de verano.

Parpadeos de cordura. Eugenio, en su isla


—Los días de lluvia son los peores. De largo. Me da por acordarme de mi isla, y el mundo se me viene encima.

—¿Llueve mucho en tu isla? Yo pensé que no…

—No, no doctora. Apenas llueve. Aquello es casi un desierto. Uno o dos días de temporal en invierno, y pare de contar.

»El resto del tiempo, sol y calor. Temperaturas mínimas de veinte grados, y máximas en torno a los treinta. En verano, claro. Cosa de los vientos de África, ¿sabe? Es un viento que viene del Sáhara, el Siroco, que cuando sopla calienta el aire, y lo seca. Se come la humedad del ambiente, ¿sabe? Como una puta esponja. Cuesta respirar. Y en la piel… ¡Uf! En la piel es como papel de lija.

»Por culpa de la arena. Viene cargado de la jodida arena del puto desierto. Que lo pone todo perdido de polvo. Hace que llueva barro, los pocos días que llueve… La puta arena…».

—Bueno, Eugenio, bueno… Tampoco es necesario que te pongas a decir tacos.

—¡Ay, lo de los tacos, y el autocontrol! Voy jodido, ¿verdad? ¡Uy! Ya se me ha escapado otro. Cuesta, cuesta con esta puta cabeza que tengo.

»Para usted será muy fácil, doctora Arribas. Llega por la mañana, se pone la minga de bata blanca esa y, ¡magia! Ya está protegida. Contra las bacterias, contra los gérmenes de nuestra locura.

»Debe de dar mucho aplomo, eso de llevar una coraza. Pero los que vamos a pecho descubierto… Los que vamos a pecho… ¿De qué estábamos hablando?».

¿De qué estaban hablando? O, más bien, ¿de qué estaba hablando Eugenio Aroca? De su isla, de África, del desierto. De un viento que lija la piel y seca el aire.

—¡Ah, ya! De mi manía de decir tacos a todas horas —recapituló el interno, a su manera.

«Las palabrotas». Sí, mejor empezar por lo más reciente antes de que empezase a desvariar. «No lo olvides, Patricia. Lo más reciente, primero». Reciente y concreto, que, si no, se perdía por las ramas…

—De tacos, Eugenio, sí. De tu costumbre de decir palabrotas cuando…

—Sí, sí. Claro. Palabrotas… Si pudiese fumar, tomar una copa de vez en cuando. Ya no digamos echar un polvo. Un buen polvo, quiero decir. De los de antes de estar medicado hasta las patas. Ahora, con tanta pastilla, el sexo…

—Tacos, Eugenio, tacos… —La doctora Arribas exhaló un sonoro suspiro. ¡Cómo costaba mantener a este hombre centrado en un tema! Si al menos el discurso de Eugenio no fuese tan lógico, tan bien hilado…

—Tacos, sí. Son un desahogo, ya sabe. Pero es que en días como este, de lluvia, me acuerdo de mi isla, y…

La doctora miró por la ventana. Un sol de primavera brillaba en lo alto del cielo alcarreño. «A ver quién convence a este tipo de que no ha salido de Guadalajara en toda su puñetera vida», pensó por un instante, para, a continuación volver al plan que venía fraguando desde hacía un rato: en la hora libre que tenía a continuación, iba a salir corriendo hacia el primer chiringo de playa y tomarse un mojito como Dios manda. Frente al mar. Y que le diesen por ahí al siroco.

Parpadeos de Cordura. ¡Grande, Catalina!

Humanidad de armario de dos cuerpos, sumatorio de centímetros de estatura y perímetro abdominal, de kilos y cosas suyas. Catalina Grande. A Patricia Arribas, psicoterapeuta, todavía le maravilla su capacidad para encajarse en un rincón y decirse mesilla.

—Una telefonera. ¡No te enteras, Arriberas! —responde indignada su paciente.

Vale, sí. Ya se lo había dicho. Telefonera. Pero no estaba la mente de la doctora Arribas para esas delicadezas. Mesilla, o telefonera. ¿A quién coño le importa la diferencia?

A Catalina Grande, claro. Ella lo convierte todo en una cuestión capital, una forma de clamar por atención. Su atención. Atención exigida y rápida. La volubilidad y agilidad del pensamiento divergente de Catalina convierten cada sesión en un ejercicio de adaptación, de supervivencia de la propia cordura. Un esprint permanente desde que ella deja brotar su primera ocurrencia, su primera impresión. Una carrera de fondo corrida a ritmo de velocista que acaba con Patricia exhausta al final del tiempo disponible, boqueando por unos minutos de descanso.

Que hoy no tendrá. A la habitual justeza del tiempo de atención a los pacientes, se suma la baja de su colega de turno Santiago Bermúdez —¡vaya momento ha elegido para partirse una pierna por tres sitios haciendo barranquismo!—, que ha doblado de golpe la cantidad de casos que atender y reducido a prácticamente la mitad el plazo para hacerlo.

 Con la agenda recalentada, Patricia lleva fatal cualquier contratiempo en aquellos que requieren un trato más delicado. Como Catalina. Por seguir pensando en términos de mobiliario, una gestión inapropiada de su demanda de atención puede, literalmente, dejarla hecha astillas.

Catalina es un punto y aparte en la relación de sus pacientes. Imaginativa, soñadora, vacilona. En condiciones normales, sería una excelente compañía para ir de copas y hacerse unas risas. Pero está muy lejos de esa estabilidad aséptica y deseable. Puede estar eufórica y lúcida, hasta que le sale el lado frágil, por cualquier nimiedad, y su enormidad tiembla como gelatina entre hipidos y sollozos. «¡Menos mal que le da por ahí!», se dice la doctora. Si se pusiese iracunda, no sería cosa fácil bregar con esos noventa kilos que declara —en su ficha pone ciento doce— en un arranque de fiereza.

Se frustra Catalina con cierta facilidad, y las frustraciones sacan a la luz una mente que se niega a madurar, inocencia y urgencias de niña en sus ojos brillantes y en su voz temblorosa. Que le hacen refugiarse en la encarnación de objetos inanimados que ni sufren, ni padecen. Objetos que se cierran sobre sí mismos, y no traslucen al exterior más dimensión que la que ella tenga a bien mostrar. Tomado el caso de los muebles a través de los que se manifiesta hoy, abrir sus puertas y cajones puede ser una tarea que requiera mucho tiempo y paciencia. Patrimonio impensable hoy para la doctora Arribas.

«Y la puta intervención que no suelta un chavo para suplencias… En fin, mejor me lo tomo con calma».

—Tú verás, Cata. No nos queda mucho tiempo. ¿Hablamos, o me dedico a quitarle el polvo a la telefonera?

Catalina se pone en pie, y se estira todo lo larga que es. Pasos de dinosaurio —¡bum, bum!—, se llega hasta el escritorio de la psiquiatra desde el rincón en que se agazapaba.

—¡Jo, Pati! No aguantas una broma… —se ríe, con ganas y carcajadas de resonancia pueril: caca, culo, pedo, pis—. ¿De qué voy a ser yo una telefonera con este cuerpo serrano? Mírame bien, anda. Mucho estudio, y mucha palabrería, pero no sabes distinguir un taquillón de una telefonera.

»Lo que quieras. Tú mandas».

Muy ingeniosa, sí. Pero no es momento de jueguecitos, ni adivinanzas. ¿Qué carajo es un taquillón? Apenas quince minutos por delante. Patricia Arribas decide tomar el mando de la situación.

—¿Hablamos de cosas importantes, entonces?

—Sí, doctora. Para eso estás aquí, ¿no?

—A ver, Cata. Explícame entonces qué es un taquillón. Pero bien explicado, ¿eh? Que yo pueda verlo con los ojos de la imaginación y saber cómo actuar —le dice a su paciente, mientras su mano derecha busca el espray de Pronto y la bayeta que guarda en un cajón de su mesa.

«Telefonera o taquillón, de aquí hoy sales niquelá, mona».

Cada vez que pienso en ti

Soy ese chico del barrio al que miras sin ver. Ese tío de pinta tan normal que viaja contigo en el metro cada mañana. A las siete, de lunes a viernes. El que lleva un libro de Bécquer que nunca abre. El que se pasa de estación para seguirte hasta la tuya, y luego coge otro tren de vuelta para llegar a su destino echando el bofe.

Cuando te me vienes a la cabeza ya solo existes tú. Mi madre se desespera —«¡No me comes nada, hijo! Te me vas a quedar en los huesos»—. En el curro, el jefe me llama la atención cada dos por tres —«¡Despierta chaval, que estás en Babia!». Cualquier día me echa—. Hasta Susi, mi novia de toda la vida, me lo dice en nuestros momentos de intimidad: «Vuelve, Paco, y aplícate a lo que estamos».

Es pensar en ti, y el mundo desaparece. ¿Te creerás que el viernes, cuando salgo de trabajar, empiezo a contar las horas que faltan para verte en el andén el lunes a las siete de la mañana? Ni que esté de cañas con los colegas, ni haciendo cositas con la Susi, en una pensión del centro, nuestro nidito de amor. Solo quiero encontrarme contigo en un vagón de metro, bien petado de gente, y ponerme a tu lado sin que te des cuenta.

Soy este, en este vagón, ahora mismo. Muy cerca de ti. Sintiendo cómo me entras por los ojos y las narices. 

Por las narices, sí. Es lo primero que hago: olerte. Como un perro de caza. Abro las narices, bien abiertas, y respiro hondo. La colonia que llevas, que me recuerda a los limones de los gin-tonics. El gel de ducha que usas, que será de esos de brisa marina, o cualquier gilipollez así, para disimular otros olores que imagino y me ponen a mil.

Ahí empieza el lío, con el gel. Te imagino en la ducha, desnudita, poniéndotelo con la mano por todo el cuerpo. Me siento como si fuera yo, te lo juro. Yo soy tu mano. La que frota esas tetas rotundas que me vuelven loco. Los dedos jugando con los pezones, hasta ponerlos bien, bien tiesos mientras sueltas una risita.

Dos estaciones llevamos. Me acerco un poco más, y ya te rozo. Primero, con una rodilla, tentando el camino, como si aquí no pasase nada. Aún nos quedan ocho paradas.

A ver, estábamos en la ducha…

Sigo por acariciar tu vientre. Me entretengo en curiosear en tu ombligo, a ver qué pasa. De agujero en agujero, continúo bajando y me meto en tu coño. Qué gustito, ¿verdad? Calentito, húmedo, suave. ¿A que te apetece que los dedos se queden ahí un ratito, hurgando en todo lo que hay dentro? Los de una mano para eso, y los de la otra… ¡Uf! No sé. Hay tanto apetecible en ese cuerpazo tuyo, lleno de curvas.

Ese culo prieto, por ejemplo. Es para cogerlo a dos manos y apretar fuerte, clavando dedos.

O los muslos. Llenos, largos. Ahí, tiraría de boca. Labios, lengua, dientes. Entretenimiento no les iba a faltar. Me imagino ir subiendo desde la rodilla, a poquitos, arrancándote gemidos, hasta darme un homenaje con tu conejito.

Cuatro estaciones todavía. Momento de arrimar la cebolleta. ¡Uf! ¡Cómo es esto!

¿Sabes que cuando me bajo del vagón me tiemblan las piernas? Sí, sí. Tengo que sentarme un rato para recuperar el resuello y la compostura. ¡Cómo me gustaría fumarme un piti! El famoso cigarrito de después. Pena que la Susi me hizo dejar el tabaco hace ya un año. Por ti, volvería.

Un día me pillarás, lo sé. Se me vendrán de golpe las ganas de montarte por las bravas, y haré cualquier tontería. Se armará un pollo. Chillarás, me insultarás. Hasta puede que me sueltes una hostia. Que venga un segurata, y acabe en comisaría. Que pierda el curro y a Susi, y mi madre se lleve un disgusto de muerte.

¿Y qué?

Ya me ocuparé de eso cuando llegue. Si llega. 

De momento, me preocuparé de encontrar un váter. Para cascármela y aliviarme, mientras leo rimas de Bécquer. Como cada vez que pienso en ti.

Marcel

MARCEL

El reloj y mi ansiedad me decían que Marcel se retrasaba, cosa rara en él. Por fin lo vi acercarse por el sendero del parque, con su característico y garboso estilo de caminar, sombra que marcaba pasos de baile en un teatro de sombras. Por lo que le conocía, imaginaba su sonrisa  un poco torcida, de canallita de bajos fondos. La pulcra esfericidad de su cabeza me revelaba que había optado por engominarse el cabello para nuestra cita, como hacía cuando no quería que sus rizos endemoniadamente rojos nimbasen su rostro con aire de santo bolchevique.

Se acercaba. Ya casi había llegado a mi altura, cuando las luces del parque reventaron de golpe la penumbra a su paso. Se hizo de día de nuevo, como por arte de magia, en los jardines de Luxemburgo mientras la noche besaba los tejados de París.

La claridad me permitió ver que no había sonrisa en su rostro, sino un gesto que tensaba sus músculos y desdibujaba sus atractivas facciones. Que su pecho se movía en espasmos al ritmo  de una respiración agitada.

No hubo tampoco calor en su abrazo, ni atención en los besos con que rozó mis labios, entre giro y giro de la cabeza, ojos de miedo escudriñando el camino por el que había venido.

Lo convencí para que nos sentásemos en un banco y pudiese serenarse. Cogí sus manos entre las mías y murmuré palabras amables en sus oídos. Llevó un tiempo, pero al final conseguí que remitiese la zozobra que lo embargaba. Lo suficiente para que me contase el por qué de su excitación.

—Es Madame Adèle. Mi casera. Me hace la vida imposible porque está empeñada en echarme del piso. Sabe que podría sacar el doble por el alquiler, y me quiere fuera a toda costa.

»Me atosiga, me acosa. Me pregunta que si no me parece que es un piso muy grande para un hombre solo. Insiste en hablarme de un familiar suyo que alquila otro más pequeño, muy céntrico también, y más barato. Me repite una y otra vez que, si lo deseo, me pone en contacto con él. Pero me habla como si me diese órdenes, Christine. Me agobia mucho, porque yo no quiero moverme de mi piso. Estoy muy a gusto en él. Puedo pagarlo, y me gusta vivir en un sitio espacioso.

»Me desespera cuando me dice que tengo unos horarios raros, que mis horas de entrar y salir molestan a los vecinos —no es verdad; les he preguntado, y nadie se queja—. Que vaya pintas tienen las amistades que me visitan… 

»Me sobresalta cuando llama a la puerta cada dos por tres, con cualquier excusa. Por ejemplo, como vive en el piso de arriba, viene y me pide que le deje entrar para recoger un calcetín o unas bragas que se le han caído mientras tendía. Yo creo que tira la ropa a posta. Además, aprovecha cada vez que entra para fisgonearlo todo, la muy descarada.

»Pero todavía no te he contado lo peor. Tiene tratos con los alemanes, ¿sabes? Me lo imaginaba, pero ahora lo sé de buena tinta.

»A menudo oigo sus botas de clavos por las escaleras, me asomo por la mirilla, y veo sus uniformes o sus abrigos de cuero negro. No vayas a creer que son unos soldados cualesquiera, no. SS y Gestapo, y presume de que los invita a tomar café en su casa. Como lo oyes. Para mí, que me ha denunciado. Les habrá dicho que soy de la Resistencia, o algo así. 

»Mira, hay un oficial que ya ha venido dos veces a mi casa. Con soldados armados hasta los dientes. Con muy buenos modales, me pregunta que si puede pasar, que están haciendo una inspección rutinaria en todo el edificio. ¡A ver quién no lo deja pasar, cuando tienes dos metralletas apuntándote a la tripa! Yo creo que ese es el tipo del que el marido de Madame Adèle, con quien me llevo un poco mejor, me ha confesado que está encaprichado con mi piso. Que se deja caer para verlo de vez en cuando para comprobar si se ajusta a sus necesidades. Pero en vez de venir con la familia —si es que tiene familia— se trae a la escolta para amedrentar.

»Él mismo, el marido, me ha dicho en plan confidencial que seguro que el interesado por mi apartamento me hace una buena oferta para compensarme por la mudanza. Que yo debería aceptarla.

»No sé. Yo creo que está haciéndome la pinza con su mujer, y que si el alemán es el interesado, lo mismo quiere ahorrase los francos, y que para eso viene buscando armas, o propaganda de la Francia Libre. ¡Yo qué sé! Lo mismo un día me ponen algo ilegal en algún rincón para incriminarme, y me llevan con ellos. Y la Madame, feliz. Así mataría varios pájaros de un tiro.

»Tengo miedo, Christine. Mucho miedo. Yo creo que los boches me han seguido hasta la entrada de los jardines, y en cualquier momento vienen por mí…».

Suspiré y afirmé varias veces con la cabeza. ¡Mi pobre, Marcel! Por mucho cariño y consuelo que quisiese darle, hay cosas a las que una novia no llega. Aunque sea parisina.

Encendí dos cigarrillos y le pasé uno. Fumar lo tranquiliza. Me separé unos metros de él con la excusa de comprobar que nadie lo hubiese seguido hasta ahí. Tenía que hacer una llamada. Busqué el contacto en la agenda del móvil, y pulsé la tecla de llamada.

Allô? Adèle? Soy Christine. Christine Dubois. Le llamo por Marcel…

La ambulancia llegó con toda discreción, como si flotase por los senderos de tierra del parque. Los sanitarios fueron toda amabilidad con Marcel, a pesar de que este se resistiese a montarse en ella, forcejease con ellos y protestase en un alemán rudimentario que él era un buen francés, amante de la paz y el orden, y admirador de la cultura alemana, Beethoven y Schiller. Fue necesaria la intervención de una pareja de gendarmes que andaban de patrulla para finalmente reducirlo y subirlo a la ambulancia sujeto por correas.

No pude contener las lágrimas mientras se alejaba, ahora con toda la parafernalia de luces y sirena rompiendo la paz del lugar. «¡Pobre Adèle! ¡Qué cruz tiene con su hijo!», me compadecí con toda sinceridad de ella. Sabía que eso le rompía el corazón. Yo también estaba fastidiada, claro. Estaría una temporada sin verlo.

Fastidiada, y arrepentida. No debería haber insistido en que viésemos la reposición de “Casablanca” sabiendo que Marcel es fácilmente sugestionable y propenso a sufrir brotes psicóticos.

Frente al espejo

Sentada frente al tocador, se buscaba en el espejo. Se veía como era, como fue, quien fue. El amor y el desprecio, el dolor. ¡Tanto dolor!

«Me desmaquillo, y ya. Mañana será otro día», se dijo impostando una decisión más deseada que real.

La mano derecha sostenía el disco desmaquillador impregnado de crema limpiadora. Recorría la geografía de su rostro. Frente, pómulos, barbilla. La izquierda, entre tanto, manejaba una brocha para desandar el camino, y volvía a cubrir de maquillaje la piel recién limpiada.

En el espejo danzaban espectros y recuerdos. Sombras más reales que la vida.

La madrugada volvería a encontrar su almohada manchada de lágrimas y productos cosméticos. 

DAVID Y GOLIAT (O ALGO ASÍN). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA VIII

—¡Esto no se sostiene! El guión hace aguas por todas partes. —El doctor  James Irving, catedrático de Historia Antigua de Oriente Medio en la Universidad de Cambridge, agitaba un manuscrito en una mano, mientras se pasaba la otra por los escasos cabellos rojizos que aún revoloteaban por una calva blanca como la leche—. Está lleno de inexactitudes, de anacronismos intolerables.

—Eso cuénteselo al guionista, que aún está durmiendo la mona que se agarró anoche. O al señor Goldstein, aquí presente —gruñó un Cecil B. de Mille que por enésima vez se preguntaba qué demonio se le había perdido a él en esos secarrales de Palestina, con lo a gusto que se vivía en Malibú—. Yo soy un mandao.

No le faltaba razón al provecto director. Si había abandonado su retiro dorado había sido por un motivo de color verde: la cascada de dólares que alguien con apellido Rothschild le había prometido por su colaboración en el proyecto. La carta estaba escrita con una cuidada caligrafía y se acompañaba de un ábrete, Sésamo infalible: un cheque nominativo a su favor de un millón de pavos como adelanto. Eso, y halagos que encendieron su vanidad, un poco alicaída en los últimos tiempos.

—¡Señores! —volvió a la carga Irving golpeando el libreto con indignación—. Que me pinten a los filisteos como si fuesen árabes palestinos, con su kufiyas a cuadros y uniformes verde oliva ya me parece bastante licencia. Pero que se los presente armados de una mezcla de cimitarras y Kalashnikovs ya es excesivo. 

»Por esa regla de tres, ¿cómo irá armado David? ¿Con un Colt Magnum, en vez de la honda?» 

En el silencio espeso y violento que siguió a la interpelación del historiador, los ojos fatigados de De Mille fijaron una mirada de comprensión en los del profesor Irving. Una especie de «Si yo te contase…», para acto seguido volverse, interrogativos, a las otras dos personas presentes. El padre Benito Lacalle, jesuita español doctor en Teología y Filología Semítica, contratado como asesor bíblico, pasaba nerviosamente las hojas de un ejemplar muy antiguo y ajado del Antiguo Testamento. Jeremiah Goldstein, representante de los inversores que financiaban la película, terminó de consultar unas notas, y carraspeó antes de hablar:

—Bueno, doctor Irving, es que usted plantea no es una cosa nueva. Inexactitud y anacronismos abundan en las producciones cinematográficas. Piense por ejemplo en «Jesucristo Superstar».

Puso los ojos en blanco el profesor al recordar la escena de la película basada en la ópera rock en que un Judas negro como la noche corría acosado por un carro de combate israelita. Se le abrían las carnes de pensar que aquel había sido el primer contacto de muchos de sus alumnos con los textos evangélicos.

—Lo que quiero decir —continuó Goldstein— es que en el caso que nos ocupa es plenamente aplicable esa máxima literaria de suspensión voluntaria de la incredulidad. Los inversores y yo mismo creemos firmemente que una trama bien elaborada, una historia bien contada —y esta, permítame que lo diga, lo es— resultará aceptable para el espectador medio.

—Ya. Si lo miramos en términos de narración, de cuento… —El doctor británico resopló sonoramente y pareció rendirse a la evidencia: el rigor histórico no sería el fuerte de esa producción—. Sobre eso, quizá podría decir algo el experto bíblico. ¿Qué opina usted, padre?

El interpelado alzó unos ojos acuosos y cándidos tras unas gafas de muchas dioptrías, y se encogió de hombros:

—Pues, ¿qué quiere que le diga? Aquí no aclara mucho sobre eso. —Cerró el libro—. Solo que los israelitas estaban muertos de miedo ante el imponente Goliat, y que ninguno aceptaba su desafío. Hasta que llegó David con la honda y las piedras, y…

—Sí, ya sabemos el resto —terció De Mille—. Lo mata, le corta la cabeza y…

—¡Eh, eh! Un momento. ¿Qué eso de «lo mata y le corta la cabeza»? ¿Qué coño quieren hacerle a mi representado? —El representante de John Wayne, actor contratado para hacer el papel de Goliat acaba de incorporarse a la reunión.

»Bastante es ya que no le dejen usar un Winchester, ni andar matando indios, para que encima lo quieran matar. ¡A ver qué va a ser esto!».

Por si eran pocos, también se sumó el representante de otro actor implicado en la escena.

—El señor Dean se niega a vestir ese ridículo faldellín del vestuario. —Sí, James Dean había sido elegido para hacer de David—. Dice que bastantes rumores hay sobre su sexualidad como para alimentarlos con prendas equívocas. Que no quiere ser un nuevo Monty Clift.

—No es un faldellín —replicó el doctor Irving—. Es una túnica corta, una vestimenta común en el Israel de la época.

—Nada, paparruchas. Que dice que o sale vestido como un hombre, o no hay trato.

»¡Ah! Y que de matar, nada de nada. Una pelea, bueno. Pero que él no mata a nadie, que luego lo encasillan en papeles de malo».

—Hombre, la Biblia dice… —intentó argumentar el padre Lacalle.

—La Biblia dice, la Biblia dice… —se mofó el representante de James Dean—. Una antigualla, la Biblia. A ver, ¿qué hacemos aquí? Una película, ¿no? Una cosa moderna. Hay que estar al día, ¡joder!

—¡Eso, eso, di que sí! —se sumó el representante de Wayne—. A John no lo mata ni Dios. O Yahvé, como dicen por aquí. Él solo acepta morir con honores, como un héroe americano. Igual que en «El Álamo».

Los dos asesores volvieron unas miradas desesperadas hacia Cecil B. de Mille. Con un ruego: «Usted es el director. ¡Haga algo!». Pero Cecil acababa de encender un puro, y estaba entretenido en hacer anillos de humo. Tardó unos  segundos en hablar.

—Señor Goldstein, creo que tiene usted un problema…  

—A  ver señores. Siéntense, por favor, y negociemos —dijo a los representantes de los protagonistas—. Hablando se entiende la gente.

»Doctor Lacalle, doctor Irving. Muchas gracias por su inestimable colaboración. Ahora, si nos permiten…» —Goldstein despidió a los asesores.

Total, que al año siguiente se estrenaba la película. La escena cumbre de la cual era una pelea a trompazo limpio entre John Wayne —con armadura filistea y toda la pesca; a la estrella le había hecho gracia el atuendo— y James Dean, de camiseta blanca, cazadora de cuero negra y vaqueros. El guión daba a entender que habían tenido una relación laboral previa mal resuelta, aunque el detonante del conflicto eran sus amores comunes por una Esther interpretada por Elizabeth Taylor —esto les suena a otra peli, ¿verdad? A mí también— que al final tenía una secreta inclinación lésbica —jeje. Esto no. ¡Sorpresa!—. El film tuvo un aceptable éxito de crítica y taquilla, y bla, bla, bla.

En cuanto a los asesores, se cuenta que contrajeron la lepra, y acabaron sus días como mendigos en una puerta de las murallas de Jerusalén.

Ilustración: David y Goliath. Guillaume Courtois. 1650-60.

¿Fair Play? ¡Ja!

¿FAIR PLAY? ¡JA!

—Una cutrez de la hostia, te lo juro.

—Bueno, calma. ¿Por cuál van?

—Por el cuarto.

—Paciencia, corazón.

—Ya…

«¡Mira que hay sábados en el año, y han tenido que elegir este…!».

Cabreo. Esa fue la primera reacción de Jorge Rodero al recibir el correo electrónico que le comunicaba la fecha de entrega de premios del concurso literario «Voces del Campo».

El acto se había retrasado varias veces, hasta ese sábado de mayo. El sábado en que su Atleti estaría jugándose la liga en un agónico último partido, después de despilfarrar un puñado de puntos de ventaja —hay cosas que no cambia el tiempo—. Por supuesto, los horarios de fútbol y ceremonia de proclamación de ganadores del certamen se solapaban en parte, con el fatalismo olímpico que se asocia a una tragedia de la Grecia clásica.

—Pues no voy. Ya me comunicarán si he ganado algo —había dicho a Carol en un acceso de soberbia.

—¿Cómo no vas a ir? Con lo bueno que es tu relato… ¿Y si le dan el premio a otro por incomparecencia? —lo había reprendido su novia.

Y había dado en el blanco. Diana en su vanidad de escritor novel  a pesar de la edad: estaba Jorge crecido tras escuchar varias opiniones sobre su historia. «¡Qué trama tan original!» «¡Qué bien retratados los personajes!» «Las descripciones de los lugares, tremendas. Me veo allí…!».

Así que la suma de los halagos de sus amigos, lectores cero habituales, a su propia jactancia —¿cómo no estar presente cuando leyesen su nombre como ganador del certamen?—, lo habían llevado hasta el auditorio municipal. A buscarse un asiento solitario en una de las últimas filas para poder sufrir el asalto a la conquista del campeonato por su equipo vía satélite en su teléfono móvil, con un auricular en el oído izquierdo, mientras chateaba con Carol, retenida en Barcelona por asuntos de trabajo.

Al descanso, el Atleti perdía por uno a cero, y no estaba jugando bien.

—Pero no entiendo lo que me dices, Jorge. ¿Cómo puede ir tan lenta la cosa?

—Porque un grupo de teatro aficionado está representando dramatizaciones basados en los relatos finalistas. Y son diez.

—¡Jo, qué pasada! ¿Están bien por lo menos?

—¿Qué quieres que te diga, Carol? Yo estoy pendiente del partido, de nuestra charla y de mi historia. Lo otro me trae al fresco. 

—¿Y cómo va el Atleti?

—Acaba de empatar a uno. Necesita ganar si quiere asegurarse el título.

»Empieza el quinto montaje. El cuarto se me ha hecho eterno…»

—¡Va, cariño! Relájate, mira:

Un enlace a You Tube. Una balada tierna. John Denver. Annie’s song.

—Escúchala conmigo, anda.

—Voy.

Un desfile de paisajes de bosques pintados de mil colores por la primavera y el otoño. Lagos, montañas. «Llenas mis sentidos…», se lee en la traducción de la letra. ¡Oh, Carol!

Una señora mayor, del grupo de teatro, representa un monólogo sobre amores pasados, el partido en segundo plano mientras ve y escucha el vídeo de la balada que le ha pasado Carol, y la conversación con ella que continúa.

—Entonces, ¿hasta mañana no vuelves? —le pregunta Jorge queriendo agarrarse a una última esperanza de tenerla esa noche a su lado.

—No. La cosa terminará con una comida con los inversores —Carol disipa esa esperanza—. Pero vamos, en cuanto se sirvan los postres, me largo. Con un poco de suerte, cojo el AVE de las cinco.

»Te he echado mucho de menos esta semana. ¿Y tú a mí?»

—Mucho, mucho. Oye, la canción, preciosa. Me la voy a guardar para escucharla luego, en casa. Y pensar en ti…

—¡Qué rico, mi pocholín! Ahora te paso más.

—Las que quieras y cuando quieras, mi vida. 

Una incursión en el partido. ¡Vaya fallo de la defensa del Valladolid! Un delantero del Atleti, Luis Suarez, se queda solo con el balón. Se va hacia la portería. Remata con la izquierda. ¡Gol, gol, gol! ¡Campeones! ¡Y él sin poder gritar su júbilo…!

»¿Cuánto falta? Veintitrés minutos y el descuento. ¡Me da algo!

»Y esto va por el sexto finalista, y de lo mío, nada aún…».

—Mira, esta de Serrat, que siempre me ha encantado —Tu nombre me sabe a yerba.

—Maravillosa. «Porque te quiero a ti…» ¿Sabes cuántas cosas haría por ti porque te quiero? —Se enternece Jorge.

—Me encantará que me las digas. Pero por aquí no. Mañana, cuando vuelva. Cara a cara, como tú sabes. Con una cena rica y una copa de vino delante de la chimenea. ¿Quieres?

—¡Claro! ¿Te apetece a ti?

—Todo.

—Hecho.

—¿Cuántos faltan?

—Tres, aún.

—¡Uf! ¡Qué pesados!

»Seguro que se dejan el tuyo para el final. El mejor, el broche de oro…»

Pues no. Ni broche de oro, ni Cristo que lo fundó. Concluye el desfile de los diez finalistas, y el suyo no está en la relación.

—Son unos catetos, cielo. El tuyo es buenísimo. Seguro que en otro concurso…

»Oye, ¿y el partido?»

—Terminado. Campeones. ¡Aúpa, Atleti!

—¡Qué bien! ¿Lo vas a celebrar?

—Una cerveza o dos en casa. Si no estás tú…

—Mañana.

—Sí, mañana. Oye, Carol, voy a intentar pirarme. Aquí no pinto nada, y me da que aún queda show para un rato.

—Pues, claro, Jorge. ¿Seguimos hablando cuando hayas llegado a casa?

—En cuanto llegue te llamo.

—Vale. Besitos.

La pantalla del móvil se le llena a Jorge de una lluvia de emoticonos de una cara redonda que frunce los labios en un beso representado por un pequeño corazón rojo. Responde con lo mismo, y, tras ponerse la cazadora y guardar el teléfono en un bolsillo, baja por la escalera lateral camino de la puerta de salida.

—Lo siento, no se puede salir aún. Hasta que termine la ceremonia de entrega —le dice un miembro de la asociación que hace las veces de portero.

—Ya, pero es que yo soy participante, y ya he visto que no estoy entre los finalistas.

—Le repito que lo siento, Hay que quedarse hasta el final. Es la norma.

Con la sangre bullendo de pasión colchonera y de ganas de abrazar a su chica, la cabeza ofuscada por los nubarrones que se habían acumulado al no verse entre los competidores por el premio, la norma y su paladín lo hacen enfurecer. Su ánimo  empieza a tronar. «El gilipollas este…».

—Oiga, ¿y la norma qué dice que haga si me meo?

—¿Perdone? —Lo mira como si fuese un marciano.

—Sí, que me meo. Tengo problemas de próstata, y tengo que ir al baño con frecuencia.

»Y ahora estoy meándome. ¿Qué hago? ¿Me meo encima?»

Al portero accidental se le pone cara de alarma. Va contra lo que le han dicho, pero abre la puerta sigilosamente.

—Salga usted. Pero, cuando vuelva, espere a que suenen aplausos. Para no interrumpir…

—Sí, sí. Descuide. Muchas gracias.

«Como que voy a volver. ¡Panoli!».

Jorge camina por el pasillo hacia el vestíbulo y la puerta de salida. Los aseos están a mano izquierda. Pensándolo bien, no le vendría mal orinar.

Mientras lo hace, se representa la escena del día siguiente ante la chimenea. Carol, el fuego y una copa de vino. Anda por casa una botella de Finca Valpiedra reserva de 2012. Por la mañana podría pasar por el súper y comprar jamón del bueno, caña de lomo, un par de tipos de queso y alguna cosa rica más que se le  ocurra. Y una bolsa de picos camperos y regañás para ofrecer a Carol una cena informal pero apetitosa.

Y flores, claro. Le gusta regalar flores a Carol. ¡Es un romántico a la vieja usanza para estas cosas!

Al salir del lavabo se encuentra de frente con una mesa que nadie atiende, sobre la que hay una caja de cartón. Apoyado en esta, un librito de pequeño tamaño y pocas páginas. «Certamen Voces del Campo. Finalistas 2021». Es verdad, cada año se publica un libro con los diez relatos finalistas de cada edición.

Entre los cuales no está el suyo.

«O mía, o de nadie», se dice mientras se pone la caja bajo el brazo, sin olvidar el ejemplar de muestra. Con paso firme y ánimo alegre, sale del auditorio y camina hacia el coche, aparcado a pocos metros de distancia.

«Catetos, palurdos, mindundis…», desgrana Jorge una lista de epítetos destinados a regalar los oídos de los miembros del jurado, si hubiesen podido escucharlos, mientras conduce hacia su casa y escucha las entrevistas que hacen a los flamantes campeones en la radio. 

Se detiene al  pasar por delante de un grupo de contenedores para todo tipo de basura. Entre ellos, uno para papel y cartón. Una idea se ha cruzado por su mente, y ha alumbrado una sonrisa esquinada en su cara. Se apea, caja en mano, y mientras canta a pleno pulmón «Campeones, campeones, oé, oé, oé» —no hay un alma en la calle—, va tirando ejemplar a ejemplar de la edición del «Certamen Voces del Campo, etcétera»  al contenedor. Menos un par. Esos servirán para encender la chimenea a la noche siguiente, como había aprendido del  Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán..

Según llega a casa, saca una cerveza del frigorífico. Se sienta en el salón y vocea: «¡Catetos, palurdos, mindundis!», seguido de un «¡Campeones! ¡Aúpa Atleti!» sin solución de continuidad. Marca el número de teléfono de Carol.

—Hola, cariño. ¿A que no sabes qué he hecho?

LA DEL PULPO (DILUVIO BIS). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA VII

 El afán por reescribir la Historia es tan antiguo como las más arcaicas caligrafías. Arrimando el ascua a la sardina propia, huelga decir.

Tengamos el caso de Noé, por ejemplo. En un capítulo anterior, ya vimos que su peripecia no puede calificarse de gloriosa, precisamente. Cierto que es un buen ejemplo de cómo aprovechar segundas oportunidades y desarrollar una carrera de éxito a partir de un descalabro. Pero eso no resultaba satisfactorio  para ciertos grupos apegados a interpretaciones rigoristas de la tradición, cuyo concurso se había revelado necesario para la buena gobernanza del reino de Israel. Estos forzaron una nueva redacción del texto del Génesis que presentase al patriarca como un héroe salvador de las esencias de una humanidad resumida en lo más granado del pueblo elegido.

Del trabajo se encargó un equipo de amanuenses esmerados y piadosos, muy aplicados. En pocas semanas habían terminado su labor. Presentados los pergaminos a los sacerdotes del templo para su supervisión, estos dieron el plácet. Quedaba expedito el camino para la presentación oficial. El Diluvio Universal 2.0.

Todo estaba preparado para un acto fastuoso. Los invitados luciendo sus mejores mantos, las autoridades civiles y religiosas en sus palcos e innumerables antorchas iluminando cada rincón de la noche. Un nutrido coro de jóvenes sacerdotes elegidos por sus voces bien timbradas leerían los rollos de la nueva versión de la epopeya de Noé. Quien ocupaba un lugar preeminente a sus novecientos veinte años recién cumplidos y muy bien llevados.

Todo iba como la seda, hasta que a mitad de la lectura, un rumor empezó a crecer por un extremo de la plaza. Abriéndose paso a codazos entre la multitud, una columna formada por prestamistas, cortesanas e idólatras de varios cultos heréticos se plantaron ante las tribunas profiriendo gritos. Protestaban porque en la nueva versión del relato, al arca solo habían tenido acceso individuos de alta caradura ética y moral intachable, y ellos reclamaban el derecho de que al menos una muestra de sus colectivos estuviese representada en esa metáfora de salvación.

El rumor se hizo clamor cuando por otros accesos al foro se sumaron dos grupos más. Uno que se quejaba porque se había obviado la realidad plurinacional del reino, pues solo naturales de Judea componían el pasaje. El otro, de defensores de los derechos de los animales, que opinaban que un arca de fabricación artesanal no ofrecía las garantías de bienestar y salubridad necesarias para el bienestar de la fauna embarcada.

Como si las reivindicaciones voceadas por las tres columnas hubiesen tenido el efecto de un despertador, el sentimiento de orgullo y satisfacción de la masa hacia el nuevo redactado se trocó en renuencia, y empezaron movimientos de inquietud. Como a menudo ocurre, el bien de la colectividad no necesariamente coincide con el bien de los individuos tomados uno por uno, y por acá y por allá empezaron a elevarse voces de queja y disconformidad, como si el texto que se presentaba fuese más un proyecto de futuro que la reconstrucción idealizada de un hecho pasado. Entre los asistentes prendió la chispa de la rebeldía, y en nada se había liado una buena.

Tan intenso se hizo el tumulto, tan enconados estaban los ánimos que nadie se dio cuenta de que las cuatro gotas que habían empezado a caer un rato atrás se habían convertido en un aguacero. Como aún faltaba cacho para que llegasen los romanos con sus obras públicas —mal que le pesase al Frente Popular de Judea—, el agua se remansó en la plaza, y empezó a subir. Y cuanto más llovía, más subía el agua —lógico, ¿no?—, hasta llegar a las rodillas de los presentes. Aquello fue la señal para que las disputas cesasen, y cundiera una preocupación común; alguien tenía que hacer algo, o aquello pintaba feo. ¿Y en quién pensaron? ¡Premio! En Noé, claro.

Centenares de ojos se volvieron hacia el lugar donde estaba sentado el patriarca en el palco de honor. Para descubrir, estupefactos, que estaba vacío.

El lugar entero se volvió un frenesí en busca de Noé.

Bueno, pues a pesar de tantos efectivos para localizar a un solo individuo, aún les llevó un rato hasta dar con él… apalancado en la barra del puesto de bebidas del catering preparado para las autoridades, bebiendo con avidez copa de vino tras copa de vino, con una tajada como un piano de cola. La cabra siempre tira al monte, ya se sabe, y Alcohólicos Anónimos, en aquellos tiempos, ni estaban, ni se los esperaba.

A las numerosas voces que le pedían una solución que, conforme a las escrituras remozadas, permitiese la salvación del pueblo elegido, el anciano respondió con una pedorreta. Y añadió, con voz pastosa por el alcohol, que a él lo dejaran en paz. Que se fuesen a buscar a los coreanos, como la otra vez. 

Y es que hay ofensas que ni se olvidan ni se perdonan, por mucho que quieran maquillarse los hechos a balón pasado.