Del cielo a Madrid. Dos.

Resumen del capítulo Uno.

Anochecer de la víspera de San Isidro, Madrid. Una pareja de forasteros se encuentra en la Plaza Mayor. Cada uno con una misión que cumplir. Cerveza y bocadillo de calamares,  chocolate con churros en San Ginés. Él se echa su taza por encima; ella le compra una camiseta en una tienda de souvenirs para que se cambie. Cuando se quita la sucia, hace un descubrimiento turbador: el fulano no tiene ombligo…

Hasta aquí puedo leer, amigos. Si queréis saber más, bienvenidos al capítulo DOS. (Por Carmen Villarejo y Miguel Gómez).

 Caminamos entre la muchedumbre enmascarada, a contracorriente, de la mano. Recepción, «869» —repaso mentalmente—, ascensor…

—Oh, my! Look at you!

Los focos LED del ascensor revelan que no es la bizarra camiseta de mi partner lo único manchado de chocolate. Vaqueros y zapatillas están moteados de marrón. Y por su pelo, tras las orejas, más restos a medio solidificar.

Ya en la puerta de la habitación, deslizo la tarjeta en su ranura, y con un clic, se abre. Entramos.

Le pido que me dé la ropa sucia para poder limpiarla en el lavabo mientras él se ducha para quitarse la suciedad de encima.

—¿Du-cha?

Abro la puerta del baño y señalo la cabina de ducha, repitiendo mi oferta. 

—Ducha. Shower, you know?

No parece entender nada, pobre.

—Fuera esa ropa, anda, y lávate. ¿Agua, jabón?

Lo de quitarse la ropa es lo único que el tipo parece entender de lo que le digo. Todas las prendas, menos una especie de taparrabos, han caído al suelo.

Recojo pantalones y calzado, y los limpio al chorro del grifo, mientras sin remedio, no puedo evitar una mirada apreciativa a este macho, de la especie de la que demonios se trate. 

—¡Ducha, vamos!

Finalmente accede a mi petición, para mi regocijo. Si el trasero me parece digno de admiración, la vista de su falo, envuelto en un suspensorio, despierta mi más lasciva curiosidad, y en consecuencia, le pido que se lo quite todo y… «Jesuschrist!» Ante mis ojos un torpedo de diez o doce pulgadas de largo, y un grosor en proporción. 

Me digo que si necesita ayuda para ducharse, yo estoy encantada de colaborar.

Con rapidez me desprendo de las botas y de los jeans y procedo a desabrochar los botones de la blusa, uno a uno, con parsimonia, mientras noto que una sonrisa se dibuja en mi cara, mitad dulce, mitad golosa, viendo tan magnífico ejemplar. Es divertido ver la expresión que pone Pocho-late, los ojos como platos y pinta de que le cuesta tragar saliva, a medida que voy quitándome la ropa. A ese chico le falta un hervor, si lo sabré yo…

—Espero que te guste lo que ves… —le digo con picardía mientras me quito el sujetador y el tanga de encaje, las dos últimas prendas que me quedan encima

¿Qué si me gusta? ¡Pues claro! Terrícola no soy, pero tonto, tampoco. Las hembras de Pochol-O no tienen esas curvas, esos relieves. Ni ese triángulo de pelo cortito entre las piernas. ¡Qué curioso! Es del mismo color que el de la cabeza.

¡Qué diferente resulta el cuerpo de una mujer humana visto así, con los propios ojos! No tiene nada que ver con las imágenes que nos enseñaban en la formación de anatomía comparada interespecies. Además, puedo comprobar qué tacto tienen sus partes. A ver de cuántos nombres me acuerdo…

Labios… Los toco con mis dedos. Son carnosos y suaves.

Cuello… ¡qué fino! ¡Anda! Barbara se estremece cuando le paso la palma de la mano por encima.

¡Fíjate los pechos! Cómo bailan según Barbara se mueve, qué gracia… y qué gusto da sentirlos en las manos. Casi parece que flotan…

Y seguiría tocando, porque todo me parece muy llamativo, y me da mucho gusto hacerlo. Esa piel que tiene una textura cálida y un poco rugosa, no como las proyecciones de clase, que todo parecía liso como una hoja de papel. Pero Barbara se ríe, y tira de mí hacia la ducha, que es una cabina similar a mi transustanciador. Más ancha, porque cabemos los dos. Bien pegados, el uno al otro. Eso me permite, gracias a mi olfato, muy bien entrenado, darme cuenta de que, además de a una fragancia parecida a un bosque caducifolio al amanecer, con gotas de rocío y rosa silvestre —rosa canina—, el cuerpo de la humana huele a… No sé, es un aroma nuevo. Diré que es olor a mujer hasta que encuentre un registro más preciso.

Una vez dentro de la cabina, la humana mueve una palanca en la pared, y, desde lo alto, empiezan a caernos encima hilillos de agua templada. Es como la «lluvia» en la naturaleza, solo que esta parece que puede manejarse como se desee, y hacer que caiga más o menos cantidad, según se maneja la palanca.

—A ver, jaboncito para este niño…

¿Jabón? Sé qué es, pero nunca lo he usado. ¡A ver si va a dañarme la piel…!

Pues no, no la daña en absoluto. Al contrario, a medida que Barbara lo extiende por mi cuerpo, formando una espuma blanca, siento un gran bienestar. Un calorcillo tan agradable que…

Al contemplar el efecto del agua en Pocho, casi no puedo creer lo que está sucediendo. Aquello supera mis cálculos con creces, y a pesar de no tener ombligo, casi llega hasta esa altura en estos momentos.

Como me parece divertido, yo también aprieto el botón del depósito del líquido verde de la pared, cojo un poco en la mano, y empiezo a extenderlo sobre el cuerpo de Bárbara. Es un gustazo sentir sus formas redondeadas, que ahora se notan deslizantes por efecto de la espuma viscosa.  

»Marcar el contorno de sus músculos, la sensación esférica de sus senos —sorprendentemente placentero frotar sus pezones y ver cómo estos responden al tacto, endureciéndose—, recorrer su vientre y aventurarme por la cavidad húmeda y cálida que se abre bajo el triángulo de vello. De ese lugar solo conocía un nombre, tan aséptico como cualquier otro: vulva. Sin embargo, algo importante debe de cocerse en su interior, visto cómo reacciona Barbara a mis caricias en esa hoquedad».

«Un poco torpe y desmañado, pero voluntarioso… y eficaz». Me digo a mi misma mientras lo recorro con mis manos y lo guío hacia las zonas que para mí tienen más interés en momentos como este. A cada minuto lo noto más confiado, sin perder el entusiasmo del neófito. Y, cuando ha llegado ahí… he podido abrirme mentalmente al universo… A todo el jodido universo. ¡Dios mío, qué maravilla!

«Control clínico de emergencia. Situación de estrés físico. Pulso acelerado. Se sugieren ejercicios respiratorios según adiestramiento para mantener la respiración en parámetros tolerables. Presión sanguínea…»

¿Qué va a decirme el monitor médico implantado en una axila que no sepa? ¿Que mi sangre corre a lo loco camino de …?

¿Cómo se llamará esto que tengo entre las piernas en alguna lengua humana? Preguntaré a Barbara.

—¿Y a quién le importa el maldito nombre, ahora?

Cierro el grifo de la ducha, y arrastro a Pocho hacia el dormitorio. Sin miramientos. Con un tirón, arrojo colchas y sábana al suelo, y con una disimulada zancadilla dejo caer a mi presa sobre el colchón, conmigo encima.

—Ha llegado el momento de la verdad, marcianito… 

«Dos horitas bien aprovechadas con este chavalote, sí señor.

»Míralo, que majo. Qué plácido duerme el angelito. En eso, no se diferencia mucho de otros tíos. Termina el tema, y a sobar. Claro que con este no se puede hablar de mucho, no nos entendemos. Tampoco con los que tienen ombligo, es cierto.

»Se ha portado el muchacho. ¡Qué máquina! ¡Vaya macho!  Vamos, para que yo misma le dijera que se tomase un descansito después de tres ochomiles en un cuarto de hora…

»Es curioso, creo que no he notado su semen ni lo he paladeado… Me ha recordado a aquella vez que hace años en Nebraska me crucé con otro sin ombliguito. Tan rico y tierno como él y qué mal fin le di… pobrecillo. A lo mejor se conocían, y todo. ¡Qué cosas! 

»En fin, Pocho, descansa, que mañana también nos espera un día animado». 

Carmen Villarejo y Miguel Gómez. Junio de 2021.

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