Resumen del Capítulo Dos.
Tras compartir cervezas, tapas y chocolate con churros / porras, dos extraños, que ya no los son tanto, han compartido una cabina de ducha y una nochecita animada en un hotel del centro de Madrid. Era la víspera de San Isidro.
Hoy es el día del Santo, y la acción continúa.

Con una taza de café contemplaba a Pocho-late y su ávida forma de comer durante nuestro desayuno. La noche había sido intensa. Mi cara lo delataba todo. Sonrisa y brillo en los ojos, luz en mi piel. Sí, un buen intercambio se nota. Se nota. Mi compañero de juegos era la criatura más inocente y desconcertante que había conocido hasta ahora. Sus ojos claros, casi transparentes, me miraban sin expresión, a pesar de todo lo que había ocurrido la jornada anterior.
Hoy, segunda jornada en Madrid, con una agenda algo saturada de tareas. Antes del disfrute verbenero debíamos pasar por una tienda para comprar el typical spanish dressing code para la ocasión: una gorra, una camisa blanca con nombre raro, un chaleco con nombre de arcángel y una flor roja, con pétalos de bordes dentados y desbaratá -todavía sigo buscando en Google qué significa- todo esto, para ir a la verbena… Para mi compré una especie de pañuelo gigante con flecos, para echarse sobre los hombros —que decían que era… ¡de China!—, y otro más pequeño para la cabeza, y dos flores blancas, en mi caso, por ser soltera. Menos mal que esta mañana llevaba un shopping bag amplio para la ocasión.
Ataviados al uso, llegamos a un recinto en medio de la nada, como tantos de Omaha, con múltiples pabellones y espacios abiertos. En una zona estaban las atracciones en la otra, puestos de comida que generaban un aroma mezclado a frito, cocido, dulce, salado… a pesar de nuestro desayuno todavía teníamos espacio para experimentar. En el primero de ellos tomamos algo que servían en vasos de plástico que ya no eran de un solo uso, conteniendo un líquido amarillo dulce que los lugareños llamaban ‘limonada», riquísima por cierto. Pocho no se contentó con una única ronda y se tomó varios. Su sonrisa cada vez era más amplia y me era más fácil llevarle de un puesto a otro probando las distintas delicatesen que me encantaron: gallinejas, entresijos, oreja, embutido de sangre, mmmm. Tengo que buscar la receta, es delicioso. Y de postre unos Donuts pero de difícil ingesta, nada tiernos, que llamaban tontas y listas. Busqué en el diccionario pero tonto… tonto es el que hace tonterías, como decía la madre de Forrest, y no algo comestible. No entiendo nada, mi español es como de otra galaxia. Mi profesor me dijo que podría defenderme in situ pero a estas alturas empezaba a dudarlo.
Pocho tropezó varias veces, y se enganchaba a mí con ganas. El calor ya se hacía evidente y en el taxi de vuelta al hotel tuve que sujetar a mi compañero de aventuras varias veces porque se desplomaba sobre mi regazo a cada curva.
Ya en la 869, desnudos en nuestra King size, contemplé a mi particular David, que casi se salía de la cama, con su longitud apolínea y marmórea. Estaba caliente y mareado, pero aún comestible. Me pegue a su cuerpo buscando algo más de diversión. Parecía que no todo estaba dormido, pero tras algún intento oí unos ronquidos siderales que me hicieron desistir de mi intención. Me fui dejando llevar por el silencio y Morfeo fue mi dueño, durante al menos dos horas, de siesta. En mi pueblo se llama nap, y es un sueñecito rápido en cualquier sitio. Pero aquí… ¡se meten en la cama!
—-ΟΟΟΟΟΟ—-
Despertamos al atardecer. Miré el reloj y apremié a Pocho para que se vistiera y saliéramos a toda prisa antes de que cerraran la iglesia. Comenzaba la misión que tenía encomendada. Nos dirigimos a la calle Toledo, a una iglesia donde según mi abuela, estaba la prueba de que mi familia tenía una larga historia en el arte que nos hacía especiales y diferentes.
Atravesando el frontispicio de una iglesia muy vieja, no como las de mi pueblo que parecen mobil homes, el olor a cera y la oscuridad húmeda nos caló hasta los huesos. Pocho-late temblaba un poco, nunca antes había estado en un templo a juzgar por su gesto de asombro y descubrimiento.
En el fondo, rodeado de velas, un sepulcro cubierto por una urna de cristal y un cadáver seco, una momia, al que le faltaba uno de los dedos de un pie ¡Exacto, ahí estaba! Según me dijo mi abuela, se lo arrancó de un mordisco un ancestro. Una mujer de mi familia, que servía de personal assistant de una reina, Isabel, me dijo. La tradición había quebrado nuestra reputación atentando contra un santo de la fe católica. Pero esto iba a solucionarse.
En mi bolso llevaba, en una caja minúscula de joyería, una réplica en 3D de tejido conjuntivo del dedo perdido, que añadido de forma hábil al muñón, haría que pareciera que nunca hubiera ocurrido tal acto brutal de antropofagia o ira incontrolada. Pedí a mi acompañante que me ayudara con la urna y en una rápida maniobra, el dedo perdido había regresado a su lugar de origen. Me sentí tan satisfecha con la reparación que quise celebrarlo. Algo en mí me arrastraba a otro tipo de instintos que florecían con la atmósfera claustrofóbica del templo. Y allí, a oscuras, en ese silencio, se me hizo la boca agua. No pude evitarlo. Chocolate con churros… mmm
Tomé de la mano a mi criatura y lo llevé hasta una especie de cabina de madera oscura, con ventana de celosía y cortinilla púrpura. Con un gesto de mi índice en la boca le pedí silencio y con esa misma mano, mientras con la izquierda le asía de la cintura, me deslicé hasta la línea divisoria entre la cinturilla del pantalón y su vientre, mullido y caliente, palpitante: a dos centímetros de la gloria, a veinte milímetros de mi, Pocho hecho una flor caliente y acerada. Le vi cerrar los ojos mientras yo descendía y de rodillas, desabrochaba la cremallera de su pantalón. De nuevo ¡chist! Y allí estaba… Ante mis ojos y mi boca, ofreciéndose, su miembro aupado hasta el cielo, delicioso, y… despacio primero, mmmm, como un helado de Pocho-late, entre algodón de saliva, lasciva y glotona… me lo comí. Pocho apartó los mechones rojos de mi cabello enredado en el juego amoroso, con urgencia para contemplar mejor la escena. «Este espécimen no tiene fin» me dije, porque después de este asalto aún seguía de la misma guisa, retador.
Le indique que se sentará en el abatible de la cabina —confesionario se llama, creo—, y, despojándome de los vaqueros, me quite las braguitas y le acaricie el rostro con ellas mientras le montaba como en los rodeos de mi pueblo, a pelo, con fuerza en el primer embiste, profundo, para cabalgarle hasta casi romper el arco de mi espalda en el afán de aprisionar más su verga con mi hueso púbico y así hacer gemir de nuevo a este ser maravilloso. Desabroché mi blusa y liberé mis pechos del sujetador dejándolos sobre el mismo. Saltaban a ritmo y él los atrapó para succionarlos juntos, con fruición. No pude más. Pocho late me tapó la boca para poner silenciador a mi garganta que emitía unos gemidos de fiera herida de muerte. Le empapé las piernas con mis fluidos, y me rompí en un estallido negro y brillante en el silencio del templo.
Ya no quedaba tiempo para más. Mensaje de mis amigas;
- Waiting 4u outside San Miguel’s market.
¡Vamos, ricura, empieza la fiesta! Recompuse a mi Pocho en su indumentaria y salimos en busca de mis amigas. Era una cita muy esperada, tras el largo tiempo de aislamiento debido a la pandemia.
Carmen Villarejo y Miguel Gómez. Junio 2021.