Del cielo a Madrid: las precuelas. 1

No, las cosas no suceden porque sí. Ni los pesonajes de pronto aparecen en una historia como caídos del cielo. Bueno, Pocho-late un poco sí, la verdad…

El caso es que ya habían pasado cosas antes de que Barbara y el extraterrestre se conociesen en la Plaza Mayor de Madrid en vísperas de San Isidro. En algún lugar del centro de Estados Unidos, por ejemplo…

FRENTE AL MAIZAL

Un cincuentón George Martin, conduciendo por el verano polvoriento de Nebraska,  parpadeó varias veces. Un sueño forjado en la calentura de la adolescencia parecía hacerse realidad, de pronto, en las afueras de una pequeña población, a unas dos horas de Lincoln, su destino. Tres jovencitas de aspecto virginal, a cual más bella, prendas escuetas y cargadas con mochilas, se le ponían a tiro mientras hacían autostop a la puerta de un café de carretera.

Verlas y que en su mente empezase a representarse una fantasía sexual de alto voltaje, fue todo uno. Una rubia, una pelirroja, una morena. ¡Toda la gama!

Detuvo el coche a su lado, sin pensárselo dos veces, y, bajando el cristal de la ventanilla del acompañante, les preguntó a dónde iban.

—A Lincoln —le respondió la rubia, rostro angelical y cuerpo voluptuoso enfundado en una camiseta escotada y unos ceñidos pantalones cortos de tela vaquera.

Sus compañeras —los mismos cuerpos bien modelados, la misma incitante escasez de ropa—, asintieron en silencio.

—Yo también. Dejad las mochilas en el maletero, y subid.

—¿Vienes de Wyoming? —preguntó la pelirroja al ver la matrícula del coche—. Mis abuelos eran de Wyoming. Los padres de mi mami. De Cheyenne.

—Yo vengo de Laramie. ¿Conoces Wyoming? —la chica negó con la cabeza—. Bueno, ¿nos ponemos en marcha? —La ansiedad por la inminencia de lo que pudiera pasar se lo comía por los pies.

Las tres se montaron en el coche. La rubia angelical se sentó a su lado. La morena y la pelirroja ocuparon el asiento trasero. La atención de George iba de la carretera a las piernas de la chica rubia. De ahí, a las caras de las pasajeras en el retrovisor interior, y vuelta a empezar. Una y otra vez. Ideas tórridas bullían en su mente.

Durante un tiempo reinó un silencio espeso y recalentado en el interior del auto, hasta que en la emisora de música country sintonizada en la radio, empezó a sonar Tammy Wynette cantando Stand by your man, un clásico. Las tres empezaron a corear:

Stand by your man / Give him two arms to cling to / And somethin’ warm to come to / When nights are cold and lonely

(Quédate con tu hombre / Dale dos brazos a los que aferrarse / Y algo cálido a donde dirigirse / Cuando las noches sean frías y solitarias…)

Mientras cantaban, la mano izquierda de la chica rubia, de pronto posada sobre el  muslo de George, recorría, curiosa, el camino que llevaba a su entrepierna. Por el retrovisor interior veía a las otras dos muchachas cantar enfrentadas, como si compartiesen un micrófono, mientras se acariciaban los pechos mutuamente. Su temperatura corporal no fue lo único que creció de golpe.

Una oportuna señal informaba de la existencia de un motel a una milla de distancia. Su propuesta para hacer una paradita fue recibida por un estallido de risitas cómplices.

George detuvo el auto a la puerta de la recepción, y alquiló una habitación. Discreta, alejada de la carretera… Le dieron una en el extremo de un ala desocupada del edificio, enfrente de un extenso y solitario maizal.

Al apearse, la chica morena se dejó caer sobre su cuerpo, y le plantó un besazo —su lengua buscando la de un George, desmayado en éxtasis—, para pedirle:

—¿Me abres el maletero para coger mi mochila, cielo? Llevo bourbon. Y juguetitos

¡Priva y juguetes sexuales en compañía de tres pibones! Si aquello no era el paraíso…

Nada más cerrarse la puerta de la  habitación tras ellos cuatro, la botella, recién desprecintada, empezó a circular con prodigalidad. Mientras bebían, las chicas se alternaban para besarlo y desvestirlo, y quitarse la ropa ellas mismas, un tórrido estriptís casero, amenizado con los escarceos lésbicos que se prodigaban de dos en dos, mientras la tercera se ocupaba de él. Su corazón amenazaba con saltar fuera de su pecho con cada latido.

—¿Qué echas ahí? —preguntó a la muchacha morena mientras esta volcaba el contenido de un sobrecito en la menguada  botella.

—Unas vitaminas para… —con el mentón señaló su verga erecta, mientras le guiñaba un ojo cómplice.

—¡Vamos, machote! ¿A que te animas con el culito que queda? —le retó zalamera una pelirroja con curvas de vértigo que solo conservaba encima un sucinto sujetador y un tanga.

—¡Venga!

El culito eran casi dos dedos de licor vitaminado. Las chicas empezaron a jalearle según acercaba la botella a los labios:

—¡Bebe, bebe, bebe…!

Rompieron a aplaudir y se echaron encima de él cuando la última gota pasó de la botella a su garganta.

Entre un torbellino de bocas que besar y que lo besaban a él, caricias dadas y recibidas, y últimas prendas arrancadas, George creyó desvanecerse de placer. Se dejó ir, cerrando los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, lo primero que vio fue que en el plafón de tres focos insertado en un ventilador de cuatro aspas de madera colgado del techo faltaba una bombilla. Estaba completamente desnudo,  tumbado boca arriba, brazos y piernas estirados y atados a la cama. Sentía un sabor amargo en la boca. Las tres autoestopistas, igualmente desnudas, lo miraban desde los pies del lecho. Su erección no había remitido ni un milímetro.

—¡Qué tontería! ¿Pues no me he quedado traspuesto?

»¿Ya hemos empezado a jugar?».

—Sí. Puede decirse que sí… —le dijo la chica rubia, mientras se acercaba al cabecero con una tira de tela en la mano. Le gustaban todas, pero esta era su favorita. Tenía debilidad por las rubias.

—Y yo, ¿cómo juego? No puedo moverme.

—Tú déjanos a nosotras, —le murmuró al oído, mientras con la tela improvisaba una mordaza. El balanceo de sus pechos tenía a George hipnotizado.

De su mochila, la morena sacó un estuche, y lo abrió con un «¡tachán!» triunfal. Las hojas de acero de un juego de enormes cuchillos de carnicero relucieron  amenazantes a la luz del mediodía que se colaba desde el maizal.

—Tú déjanos a nosotras, querido, —repitió la rubia en la que George fijaba unos ojos desorbitados por el terror, al ver que cogía un cuchillo, al igual que sus compañeras. Sus ojos azules eran ahora puro hielo—. ¿Qué pasa, que en Wyoming no veis la tele, ni leéis periódicos?

»¿No estáis informados de las terroríficas andanzas  del caníbal de Nebraska? Pues…».

Y dirigiéndose a las otras dos:

—¡Hermanas! El almuerzo está servido…

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: