Del cielo a Madrid. Cameo

El sainete, las precuelas… y un cameo. ¡Estas chicas de Nebraska son un filón!

Mis excusas a las buenas gentes de Cádiz por tomarme la libertad de entrar a saco en su habla. He intentado asesorarme en internet; espero que el resultado no ofenda a nadie.

Y mi agradecimiento a los lectores cero que, además de su opinión, me han facilitado las fotos que ilustran esta travesía.

FENÓMENOS GLOBALES 

El despecho guía el Audi de Mabel Galiana por las rectas interminables de la llanura manchega, vacío de tierras rojas en barbecho. Vuela sobre el asfalto, a unos cuantos kilómetros por hora por encima del límite de velocidad establecido. Con la distancia que la aleja del asqueroso de su marido, crece la determinación para decorar su frente con una cuerna de muchas puntas. Cinco, siete… Todas las que le permitan los días que pasará en Marbella. 

Una nota de despedida —«No me busques. ¡Que te jodan!»—, y su alianza se habían quedado sobre la mesilla de noche de Gerardo. En su bolso, las llaves del apartamento que su amiga Verónica Salas le había prestado —«Muy cuco, ya verás. Y al ladito mismo de la milla de oro»—, dos cajas de condones compradas el día anterior —«mejor que sobren, que no que falten»—, y una libreta con direcciones de bares y discotecas en lo que se ligaba «sí, o sí, te lo juro». 

Playa de día; noches de copas y desparrame. Morreos de adolescente, magreos en la arena. Sexo, a poco que la ocasión lo propicie. Lo que le pida el cuerpo para tomarse la revancha del lío de Gerardo con su secretaria. «¿Cómo se llamaba la muy…?».

Lleva dos horas al volante. Aún falta para Valdepeñas, donde pensaba hacer una parada, pero acaba de pasar al lado de una señal que anunciaba hotel, cafetería y restaurante. A un kilómetro. 

Le ruge el estómago. Salió de casa a toda prisa. No desayunó nada sólido, solo café. De pronto, la tentación por un pincho de tortilla, una Coca-Cola y otro café se le hace irresistible. 

«A quinientos metros, en vía de servicio». ¡Estupendo! No le hace ninguna gracia abandonar una autovía para hacer paradas. «Ahí mismo». 

Se detiene ante una casona de tres plantas con pinta de ser de construcción reciente, con una explanada para aparcar delante. La cafetería, el restaurante y una tienda de productos típicos de La Mancha en la planta baja; las dos plantas superiores para el hotel. Espacio bien aprovechado.

Muchos transeúntes han debido de tener la misma idea, y casi abarrotan el salón de la cafetería. Mabel ocupa la única mesa que queda libre en el local. Es una mesa para cuatro personas; las de dos plazas están ocupadas todas. 

La tortilla no es gran cosa. Demasiado cuajada para su gusto, y sin cebolla. Pero la exigencia del hambre le hace ser más benevolente de lo que sería en otras circunstancias. Además, el camarero le ha puesto un puñado de torreznos caseros con la tortilla, que están muy ricos, y agradece el detalle.

«Bueno, bueno, Mabel. Aquí estás. Lanzada de cabeza a la aventura», se dice. «Echaba yo de menos una escapada como esta, sin el cabrón de Gerar, que, además, es un pesado. Desde que los chicos no viajan con nosotros…»

«¿Qué? Desde que los chicos no viajan con nosotros, ¿qué?».

Ha perdido el hilo de su pensamiento al ver a un maromo que tiene estampa de escultura griega. Cara guapa, con esa belleza alegre, un poco descarada y soñadora asociada al sur. Alto, abdomen plano y culito respingón, es el resultado de su primer juicio. Continúa la observación por unas piernas robustas ceñidas por unos vaqueros ajustados, un paquete prometedor y unos brazos musculosos que asoman de una camiseta roja sin mangas, con una hoja de maría estampada en negro. Un rostro simpático, un poco aniñado, moreno de soles bajo una mata de cabello negro rizado domado con gomina. Es muy joven, no debe de pasar de los veinticinco, y deambula por la sala, con aire de cachorrillo desubicado, y una bandeja en las manos, buscando un sitio para sentarse.

Un bollito tierno.

«¿Y si empezase mis correrías aquí mismo?», se reta Mabel.

Alza una mano para llamar la atención del muchacho cuando pasa al lado de su mesa.

—Si quieres, puedes sentarte aquí…

En lo que el hombre ventila una cerveza sin alcohol, un bocadillo de jamón y una bandejita con torreznos como los que le han puesto a ella, se ha enterado de que es camionero, que va de camino a su Cádiz natal —«¡ese gracejo en el habla, ese ceceo!»—, de vuelta de un viaje a Hungría con un cargamento de vino de Jerez —«guzta musho por allí»—, y que la semana siguiente llevará otro camión al Reino Unido, al que ya ha viajado varias veces.

Y de poco más, porque, la verdad, no tiene intención de escribir su biografía.

Lo que sí ha hecho Mabel ha sido escudriñar a su compañero de mesa con todo cuidado, hasta el último detalle, para decidir si esa campanilla que toca a asamblea desde algún lugar de su vulva es una llamada fiable. Que tiene un polvo el buen mozo, es cosa evidente. Puede que hasta dos, de contar con tiempo. Su investigación ha ido encaminada a determinar si le merece la pena intentar hacer realidad la fantasía que empezó a crecer en su imaginación al ver un destello cándido en sus ojos pardos.

Evitando con cuidado cualquier atisbo de presentación, de escuchar un nombre que lo dotase de una personalidad propia, lo ha analizado con afán taxonómico y pericia de investigadora avezada. Una chispa de granujería en sus ojos cuando la mira de ese modo, la boca sensual de labios gruesos por la que de vez en cuando emerge la promesa de una lengua carnosa y rosada. El cuerpo bien moldeado que sugiere gimnasio. Sus modales, algo toscos, que le hablan de una forma primaria, instintiva casi, de actuar, sin gollerías superfluas. 

«¿Y para qué más?».

Solo le ha faltado una regla y acceso a su entrepierna para que su semáforo iluminase una luz verde rotunda. «Habrá que arriesgarse», se dice mientras un veredicto global favorable se abre paso en su mente. 

Un empotramiento, y a seguir camino.

—Oye —le dice mientras el joven se escarba los dientes con un palillo — , ¿te has fijado en que tenemos un hotel encima?

—¿? No, no m´abía cohcao

—¿Tú no duermes en hoteles de carretera cuando circulas por ahí con tu carga?

—No, qué va. Zon caro, por ahí fuera. Pazta que deharía de ganá. Yo uzo una litera en la cabina del camión. M´aparco en un área de zervicio, y ahí pazo la noshe.

«¿Una litera en la cabina de un camión, mientras coches que transportan familias y autocares de excursiones parroquiales llegan al aparcamiento, o se marchan de ahí? Podría tener su punto», piensa Mabel, antes de descartar la opción por incómoda y poco salubre

No. Será en una habitación, con una cama como Dios manda, y una ducha después de…

—Entonces, ¿nunca…?

—Nunca, ¿qué? —«Muy despierto no parece. Ni falta que le hace».

—Que si nunca has pasado una noche en un hotel de estos.

—No.

—¿Ni una noche, ni…?

—No. —La mirada del chico trasluce una pregunta: «¿A dónde quiere llegar esta?».

—¿No tienes curiosidad por saber cómo son?

El chico se encoge de hombros.

—¿Te animas a conocer una? Yo te invito —y mientras susurra su propuesta, se desabrocha un botón de la blusa con toda la coquetería del mundo —«¡joder, Mabel, que solo era Coca-Cola!»—, lo que permite al camionero columbrar unos pechos blancos, semiesferas suculentas realzadas por encaje negro.

Está a punto de atragantarse con el último sorbo de cerveza sin alcohol ante el espectáculo. Es una tía mayor. De cuarenta, por lo menos. Vale. Pero está buena de cojones. Aunque…

—Oye, yo por ezta´ coza´ no pago…

Mabel se ríe con ganas ante el malentendido. En tiempos pasados, lo habría abofeteado y tirado el contenido del vaso por encima, antes de salir, ofendida y furiosa.

«Aguanta, Mabel».

—¿Quién ha hablado de pagar? He dicho que yo invito… —Pone, zalamera, una mano sobre el brazo del joven, que la mira de arriba a abajo. Por la intensidad de su mirada decide que, una de dos: o piensa «¡vaya puta!», o está valorando la oferta en términos de anatomía erótica. «Buenas tetas, buen culo…». Es lo que hay, y tiene que acostumbrarse a que así pueden ser las cosas por el camino que ha emprendido. Tampoco es que ella ande buscando príncipes azules, precisamente.

—Bueno. Zi invita´… —Una sonrisa que pretende ser maliciosa y queda en juguetona, trae a escena el chaval que ha sido hasta hace dos días, cuando se sacó el C1, y empezó a conducir camiones por las carreteras de Europa.

«Valor añadido», decide Mabel.

El camino que lleva desde la cafetería hasta el otro lado de la puerta de la habitación es un catálogo de torpezas e inseguridades, a pesar del aplomo que Mabel intenta impostar. Un par de veces el chico, al que se ve excitado como un verraco en celo, ha intentado catar la mercancía, y ella lo ha rechazado risueña —«Espera, espera un poco»—. Ha sentido la picardía en la mirada, entre reprobatoria y cómplice de la recepcionista, una mujer que podría ser de su edad, pero tiene el aire de una anciana prematura. Le han provocado cierto rubor los ojos cargados de reproches de un tipo vestido de clergyman, y la maniobra exagerada que ha realizado para evitar rozarse con ellos por el pasillo. El pulso un poco tembloroso al introducir la llave en la cerradura. La cama, perfectamente hecha, última frontera de este desafío a sí misma.

«Y ahora, ¿qué?»

Zi no t´impo´ta, voy a dushamme. Llevo do´ día´ que no… Dezde Alemania.

—Claro, claro.

«Que no me pida que me duche con él, por favor. Necesito ese tiempo para ponerme en situación».

Pero el joven no dice más que «vuervo enzeguida». Lo que Mabel aprovecha para desvestirse a toda prisa —solo se deja la braga y el sujetador puestos—, rociarse con una brisa de colonia del perfumador que lleva en el bolso, desprecintar una caja de condones, y abrir la cama para tumbarse encima en posición sugerente.

«Seguro que se me presenta en cueros, como su madre lo echó al mundo».

Y, sí. Desnudo aparece ante ella empujando la puerta del baño dentro del que se ha escuchado hace nada un golpe y un juramento ahogado. Con una mano intenta taparse los genitales —«a buenas horas le entra el pudor»—, y, con la otra, un tajo en el cuello por el que una arteria seccionada bombea sangre a raudales. Apenas da un par de pasos, con los ojos desorbitados de pánico, sin decir una palabra. De su boca solo salen un murmullo indefinido y un ruido de borboteo. Cae al suelo, temblando en shock.

Mabel es invadida por el pánico, Tan asustada está que ni chillar puede. De su glotis, bloqueada por un peñasco de terror, lo único que nace es la interjección «¡joder!», repetida varias veces.

Camina hacia el cuerpo, lo rodea para asomarse al baño a ver qué…

Un dolor agudo, intenso y fulminante, le desgarra el abdomen mientras la mano diestra de una silueta negra como la noche, vestida de ninja, guía la descomunal hoja triangular de un cuchillo profesional para inferir una herida de gran tamaño, por la que empieza a desparramarse lo que parece un surtido de casquería ensangrentada. Sus intestinos. 

En un movimiento reflejo, Mabel pone las dos manos sobre el corte que no deja de crecer y sangrar de forma escandalosa. Dos figuras más, con el mismo atuendo y armadas con cuchillos jamoneros, saltan de la bañera, y apuñalan su pecho y su cuello con firmeza. Desde las rendijas en las capuchas que dejan sus ojos a la vista, tres miradas gélidas en una gama de tonos que va del verde esmeralda al azul cielo la observan desfallecer, y caer al suelo. Un par de estertores, y está muerta. Tras chocar las manos en un sonoro high five acompañado de agudas risotadas triunfales, los ninjas retiran las capuchas de sus cabezas, dejando a la vista sus pobladas y despeinadas cabelleras de mujer. Rubia, morena y pelirroja.

La dueña de esta última, a la vez que limpia la hoja de su cuchillo con la cortina de la ducha, exclama con voz jovial:

Two for the price of one!. Isn´t it something? I think I´ll get to love Spain. Plenty of fine cheap food to scoff, here! (*)

Les había dado pereza abandonar su Nebraska natal, pero, dado el paso, empezaban a descubrir los alicientes del turismo gastronómico.

(*) «¡Dos por uno! ¿No es estupendo? Me parece que acabaré por enamorarme de España. ¡Aquí hay un montón de manduca buena y barata!».

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