Cuestión de acostumbrarse

El paisaje. Tengo que aprender a reinterpretarlo. Lo que está, no a donde se va.

No ha cambiado. Los mismos árboles, el mismo perfil quebrado de la sierra. El embalse, la afloración triangular del cerro, el castillo. Incluso las nubes, que se desperezan con lentitud entre los collados antes de elevarse majestuosas para decorar de blancos vellones un cielo de azul pujante. Todo parece lo mismo de cualquier día.

Pero, con ser el mismo paisaje, algo en su percepción es distinto. Hasta el punto de hacerme dudar de si es un paisaje en tiempo real, o recuerdo de un momento vivido.

La experiencia me dirá.

No ha sonado el despertador esta mañana. Ni en las últimas jornadas. ¿Qué sería ahora, sino una esclavitud sin sentido? Ponerse en marcha es un automatismo adquirido a fuerza de repeticiones. Ritmos y rutinas ejecutados cada día a lo largo de tantos años no se olvidan con facilidad.

Ni se va de la memoria de golpe el espectáculo de tantos amaneceres vividos en su totalidad. Desde el primer despunte de claridad hasta la exhibición de poderío del disco solar, camino de su trono del mediodía. 

Eso también sigue siendo igual, por ahora. La misma soledad compartida con el alba, el guiño de complicidad. No sé cómo sentiré cuando la vele el invierno, hecho norma de niebla o nubarrones en tropel.

Se me hace dura la ausencia del café. El toque amargo y revitalizante que da carta de naturaleza al inicio de una jornada. Supongo que, al igual que cuando dejé de fumar, las asociaciones se rompen con el paso del tiempo. Hoy, imprescindible. Mañana, una añoranza. Unos días, y será una anécdota más.

Todas estas cosas parecen manías de poca monta, pero es a través de ellas, de cómo se recuerdan u olvidan, como se superan los viejos hábitos, y se aceptan las nuevas realidades.

Y se alivian las despedidas…

 Frente a lo que pensé una vez, ayuda la sensación de ser ignorado, de sentirme invisible, que llegó a obsesionarme en tiempos recientes. Ellos siguen ahí, como ya estaban. Los veo actuar, los oigo hablar. Tan inevitables, y tan ajenos. Ahora, como hace unas semanas, unos meses. Ellos, que fueron mi familia. 

Admito que, después de todo, no es tan mala la sensación de sentirse cerca de ellos sin tener que dar explicaciones. Sin demandar nada. Sin nada que reprochar.

Los amigos, los viejos amores… Acompañaron al sol hacia su escondite tras el horizonte en el ocaso. Al borde mismo de una noche de la que creo guardar un recuerdo doloroso, aunque el dolor haya perdido casi todo su significado para mí.

Todo tan parecido, todo tan distinto.

Terminaré por acostumbrarme. Es una cuestión de tiempo, como siempre me ha ocurrido con los cambios.

Me habituaré a que los objetos no tengan tacto, ni consistencia. A que solo un resabio de pudor me impida atravesar puertas cerradas. A que los  aromas y sabores asociados a lo que veo carezcan de rasgos pertinentes. A que colores y sonidos se hagan indistintos. 

A fin de cuentas, nada de eso es necesario para mí, ahora. Ni me ayuda, ni me turba.

De momento me toca ver y escuchar, registrar e interpretar, clasificar.

Intentar comprender la vida desde este otro lado.

Y esperar.

2 comentarios sobre “Cuestión de acostumbrarse

  1. Nueva mirada limpia y desafectada. Soberbia prospección, Miguel. Me gusta.

    La Balsa cada vez con más habituallas, con más peso para segurar el rumbo. Adelante, capitán, te seguimos.

    Le gusta a 1 persona

    1. «Memento mori», murmuraba un esclavo al oído de quien recibía un homenaje en la antigua Roma, en mitad de su desfile de triunfo, en el momento de mayor gloria. «Recuerda que eres mortal».
      Solo sabiendo de dónde venimos apreciamos mejor la tierra que pisamos, el destino al que queremos llegar.
      Eres muy amable y gentil en tu comentario, Carmen. Esos son los vientos que empujan esta almadía de sueños.

      Me gusta

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