(Para «los López» que han sido, y son. Y para quienes nos han acompañado).
He dejado atrás el frío de la calle, cristales de hielo nimbando la luz blanca de las farolas, para entrar en la relativa tibieza de un portal que es tiniebla densa, solo atenuada por los destellos de la memoria. Una atmósfera que se hace sustancia, y ofrece resistencia al avance.
Siento reparo a usar el ascensor. Se me antoja una caja cuyas puertas, una vez se cierren tras de mí, lo convertirán en un féretro, una suerte de claustrofobia permanente.
Subiré por la escalera.
Solo es una planta, pero nada será sencillo esta noche. Todo se torna amenazador.
Un ballet de sombras espectrales, oscuridad movediza intuida sobre un lienzo de vacío negro, escolta mi ascenso, me apresura en mi camino. Seres de nada, nacidos de mi imaginación para amedrentarme. Apenas se insinúan, individualidades fantasmagóricas, se volatilizan y dejan su lugar a un nuevo destacamento. Peldaño a peldaño, hasta alcanzar el primer piso.
Por un ventanal ciego de paisaje, abierto de par en par, la noche insufla su gelidez a un rellano en el que cuento cinco puertas. Cerradas las cinco, en apariencia, aunque sé que una me franqueará el paso.
De izquierda a derecha, una, dos y tres. La tercera. La empujo. Se abre sin hacer ruido. Poso un pie en el umbral, y miro hacia el interior. Sé que me estás esperando.
Me muevo en una penumbra que permite distinguir detalles desvaídos, trazos borrosos. No sé si será porque mi memoria suple la ausencia de luz, o porque mis ojos, en una pirueta inverosímil de la evolución, han desarrollado, en un tiempo récord, la facultad de proyectar una luminosidad propia. Como los órganos especializados de ciertos peces que pueblan las profundidades abisales.
Un pasillo corto, y una encrucijada. Tres rumbos posibles.
A la izquierda, otro pasillo conduce a los dormitorios —territorio tabú; lo sé a conciencia— y a un cuarto de baño.
De frente un comedor que nunca se usa y una pared en la que está colgado un teléfono. Repito de memoria las cifras que identifican el número de la línea, como me las enseñaste: treinta y tres, noventa y nueve, uno, dos, siete. No las he olvidado, fíjate.
¿Que te siga? Voy.
Tomamos el pasillo de la derecha. Pasamos de largo una cocina agobiante, en la que se afanan las esclavas manumitidas de la familia, encadenadas por la devoción y la costumbre. La abuela Juliana —tu madre—, y su hermana. La viuda de la Guerra, cuyo tratamiento de «tía» ha trascendido una generación.
Tía Cheche, cuando era un crío, y le pedía mi vaso de leche. Tía María, después. Telesfora, desde que vi su carné de identidad, después de que hubiese fallecido. ¿Dónde fueron a parar tus huesos, tía? Nunca visité una sepultura con tu nombre.
Las dos hermanas. Recuerdo sus vidas como un trajinar constante de preparar platos y más platos para varios turnos de cenas: litros de salsa de tomate, quintales de patatas fritas, centenares de tortillas francesas. Y las croquetas, por miles.
No las ha cambiado mucho la eternidad.
Un paso más, y estoy en el centro neurálgico de la casa. La sala capitular. La tía Encarna, y tú —¿cómo lo has hecho para estar ahí sentada, y acompañarme, a la vez?—, en un rincón discreto, cosiendo y cuchicheando de vuestras cosas. El abuelo Antonio, vuestro padre, patriarca y pontífice indiscutido, arrastrando a papá y al marido de la tía —el Antonio de San Sebastián— a una partida de cartas que lleva años celebrándose sin parar. Tres temperamentos tensos en torno a una mesa camilla, bajo cuyos faldones un brasero eléctrico está permanentemente encendido. El abuelo tiene mala circulación, y sus pies siempre están fríos dentro de unas zapatillas de felpa que ya son una segunda piel.
Barajar, cortar, repartir. Envites de a perra chica o a perra gorda. Discusiones subidas de tono, como si el monto sobre la mesa fuese de muchos miles de pesetas.
Aún me queda otro tío Antonio —Tonino, El Chico…—, tu hermano, que, eterno joven, se asoma a una ventana tapiada que da al recuerdo de una calle corta. A su frente, la pendiente por la que subíamos en un acelerón de su moto, yo agarrado al manillar con brazos y piernas, como un cangrejo, camino del garaje donde la encerraba cada tarde, al volver del trabajo. Su alegría habitual, empañada por una vaga tristeza. ¡Qué feliz era sintiendo el viento en la cara mientras cabalgaba sus dos ruedas! ¡Cómo lo echa de menos!
Vistos todos; todos conocidos.
Te busco con la mirada, interrogando por mi destino:
«¿Cuál es mi sitio?».
Tus ojos me señalan un sillón de orejas al lado de una televisión antediluviana, encendida sin sintonizar. Ruido blanco en la pantalla y el altavoz.
«¿Ahí?», te pregunto sin despegar los labios.
Con los ojos brillantes que tenías de joven, esa mirada de Paulette Goddard que encandilaba a los chicos, me dictas tu respuesta. «Sí. Pero aún no».
Dejas la costura, te levantas y me acompañas a la puerta. Atrás quedan las faenas de la cocina, la partida de cartas y la melancolía de mi tío. Me asalta la impresión de que echo en falta algo, según caminamos pasillo adelante, y te pregunto: «¿Y la tía Olvido? ¿Y los primos?»
«Todos llegarán. Pero todavía, no», me dices sin palabras.
En la puerta, la hoja entreabierta, me das un beso que me quema la mejilla como hielo, y me despides con unas palabras apenas inteligibles que aún resuenan en mis oídos al despertar, muchas mañanas después.
Juraría que el paso del tiempo ha convertido un «Adiós» de sonoridad remota en un «Hasta pronto» inquietante.
Un viaje a la casa, a los ancestros, a un paraíso paralelo, de reencuentro en la eternidad. A los pilares de nuestra existencia, al útero materno hecho de ladrillos y calor, de brasero, de cocina, de besos, de miradas. Un lugar a dónde ya no hay dolor, pero no hay luz. Mejor saber que existe y esperar sin prisa para llegar sin billete de vuelta. Grandioso Miguel. Que delicado paseo.
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Ninguna, ninguna prisa por llegar, efectivamente. Esa frase: «no hay dolor, pero no hay luz» cuadra muchísimo con el recuerdo de muy largas horas pasadas allí de niño, cuando los protagonistas estaban vivos. Protección y amor absolutos, pero poca alegría. Sin decir que fuese infeliz, ni que careciese de buenos momentos, celebré dejar atrás mi infancia, salir de la casa de mis abuelos, la casa López.
Muchísimas gracias por tu opinión y tu sensibilidad al interpretar esta historia de raíces y fantasmas.
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