Sombra de fado

Fran Comesaña daba vueltas al menú, indeciso. La tarde, paseando por la orilla del Canal Principal de Aveiro más cercana a su hotel, visitando plazas, jardines, iglesias desperdigadas por un dédalo de callejuelas adoquinadas, lo había traído a la terraza de un establecimiento con ínfulas y nombre de pub inglés: The Iron Duke. En verdad, lo único que lo relacionaba con las Islas Británicas era la pinta de Guinness que bebía.

Estaba cansado. No caminaría más en busca de su cena, decidió al ver una fachada de madera pintada de añil, con carteles tentadores que prometían delicias alcohólicas —beer, wine, spirits— y comida. Un tabladillo hueco de madera soportaba las rústicas mesas y bancos de una terraza, vaga reminiscencia de vecinos que sacasen sillas a las puertas de sus casas para conversar en una noche de verano como esa.

Fran bregaba con la carta. Corta, poco variada: hamburguesas, sándwiches, nachos con queso fundido y guacamole, nuggets de pollo. No terminaba de convencerlo, pero había decidido que cenaría aquí; no se iría a dormir con el estómago vacío.

Acariciaba las tapas de piel negra de una libreta que siempre lo acompañaba. Pensó que esa comida de estilo norteamericano podría sintonizar con su reciente empeño: describir la vida que veía mediante letras de inspiración country, insertas en imaginarias melodías que tarareaba para sí. No era sencillo. La España del siglo XXI no parecía escenario para revivir la mitología que nutre a esa música. Hasta la fecha, sus mayores logros habían sido para los jugadores; perdedores, esposados a máquinas tragaperras que fueron mesas de póquer alguna vez. Retratar a los héroes era más complejo. ¿Acaso un motero repartidor concitaba la épica de un Pony Express?

Ni soñaba con que se grabasen algún día. El contraste con sus textos habituales era radical. El dúo de compositores que formaba con el maestro Josep Bertomeu, responsable de la parte musical, era conocido por baladas románticas estandarizadas, en las que estaban encasillados. Habían probado otros estilos musicales, pero el intento había resultado irrelevante. Fran no veía cómo salir de ahí, si quería seguir ganándose la vida con cierta holgura.

«Decidido. Nachos. ¿Y una hamburguesa…?» Suena su teléfono móvil. Josep Bertomeu. «¿Puedes hablar?» Consiente mientras gesticula hacia la joven camarera que acaba de asomarse a la puerta. Esta asiente, y vuelve al interior por su bloc de comandas y un bolígrafo.

Bertomeu le dice que acaba de recibir una llamada. Aleix Silva, productor musical, especialista en las más melifluas composiciones. Le desafía a que adivine el motivo de la llamada. «Ni idea», y aprovecha mientras su compañero le pone al corriente para cubrir el micrófono del móvil con una mano, y ordenar su cena a la camarera, quien la anota con diligencia.

«Patricio Luis. ¿Te suena?», pregunta Josep. Fran tiene un vago conocimiento de él. ¿Otro cantante latino de moda? Algo así, le confirma Josep. De Puerto Rico, por más señas. Aunque solo se conozca su trayectoria en los últimos dos o tres años, ya había probado suerte en el mundo de la música folk, grabando un par de álbumes de baladas bajo su nombre original, Patrick Pat Lewis. Porque era hijo de estadounidense y madre portorriqueña. Sus primeros trabajos pasaron desapercibidos para el público, hasta que cambió de manager, y el actual lo animó a potenciar su lado latino.

Españolizaron su nombre, y cambiaron su imagen y estilo, potenciando los rasgos hispanos heredados de su madre. Ya ha conseguido algunos éxitos locales por Latinoamérica. En España apenas es conocido aún. Por eso había decidido residir un tiempo allí. Para promocionarse, pulir el idioma y dar un empujón a su carrera en los mercados español y europeo. Fran imaginaba una más de aquellas figuras rebosantes de masculinidad, pelo negro rizado y engominado, piel tostada y unos ojos entre la dureza del macho y la candidez herida del niño, al son de la canción que interpretase.

De la recreación de su estereotipo lo sacó una voz algo altisonante de Bertomeu. «¿Y sabes lo mejor de todo esto? Fran lo ignoraba, naturalmente. Josep se complació en contarle que les habían encargado canciones para el próximo álbum del nuevo portento. En él, aspiraba a presentarse como quien, pese a su juventud, ya hubiese pasado por experiencias desgarradoras, dolorosas, de las que, a corazón abierto, haría partícipe a su público. Historias de amor y desamor, desengaños, promesas rotas. Un nuevo giro en su carrera, tras grabaciones más salseras y desenfadadas. No tenían límite de número para las canciones.

Más compositores habían sido convocados, pero solo se escogerían las mejores. Nadie se casaría con nadie. «Fran: ¡es una oportunidad de oro para meter la cabeza en el mercado latino de Estados Unidos, en Suramérica, y lo que caiga de Europa! Sé que andas de vacaciones por Portugal, pero despliega la antena. Si se te ocurriese alguna idea, anota y comparte conmigo cuanto antes. Yo haré lo mismo con la música. Ya tengo un par de ideas, ¿puedo tocártelas al piano? Esta primera podría servir para estrofas». Música lánguida, quejumbrosa. «Y para estribillos». Más de lo mismo, con un punto repetitivo.  Sonaba bien. Fran le pidió que se lo enviara al móvil, para ver qué podía hacer con ello. Conforme. Acordaron mantener el contacto para comunicarse cualquier idea. Colgaron.

«¡Vaya! Yo queriendo hacer country, y me toca pasarme al latino de urgencia. No me apetece mucho, pero si funciona y da pasta…» En esas reflexiones andaba Fran cuando llegó la camarera con sus nachos. «Comienza tu labor. A ver, aquí tienes una mujer de un estilo que podría valer. ¿Qué te inspira?»

La chica, veintipocos, remitía a una balada. Altura media, complexión esbelta; chispeantes ojos oscuros relucientes en su rostro ovalado. Melena larga, hasta la mitad de la espalda. El pelo cortado a capas, ondulado, oscuro y con alguna mecha que esparcía tonos castaños claros por aquí y por allí. La permanente expresión amable y risueña en su cara hacía parecer que en su interior valorase cada consumición servida como un peldaño ascendido hacia un destino exitoso. Su entusiasmo, empero, no podía apagar del todo una vaga aura de languidez. ¿La famosa saudade portuguesa?

«Bueno, Fran», pensó el letrista mientras masticaba un par de nachos, «¿puedes crear con ella un personaje para una canción romántica?». El toque de languidez —¿o sería una tristeza indefinida?— que había creído ver en ella, evocaba una composición dramática, una pena y un sufrimiento que la rondaban aunque ella no fuese consciente. ¿Algo que ver con los fraseos tocados por Josep? Cuando pudiese escucharlos de nuevo, decidiría.

A partir de ese momento, toda su atención fue para la muchacha. La forma ágil y decidida en que se movía, cómo flameaba su cabellera con cada movimiento de su espigado cuerpo. Sus piernas delgadas ceñidas por unos vaqueros pitillo. Brazos, largos y delicados, torso escueto bajo una camiseta oscura remangada hasta los codos. Gracia y precisión en sus movimientos para tirar una cerveza o llevar una bandeja cargada a una mesa. La sonrisa en sus labios finos; el brillo en sus ojos. Pero él se empeñaba en dotarla de una melancolía imprecisa que se plasmaría en una canción rota, triste. ¿Cómo lograrlo?

Comía sus nachos, plasmaba impresiones en su libreta, bebía su cerveza. Entre dos anotaciones, se fijó en un chico, también joven, acodado en la barra. ¿Un solitario? No del todo. Cada vez que la camarera tenía un hueco en su actividad se paraba a hablar con él. Esboza nuevas especulaciones: ¿un cliente habitual? ¿Un novio? ¿Exploraría esa última posibilidad pensando en la futura canción? El semblante serio del muchacho y sus frecuentes consultas al reloj de pulsera, como si quisiese empujar el tiempo hacia adelante, no parecían casar con el modo en que un enamorado vive el tiempo —siempre escaso— junto a su pareja. ¿Moraría ahí un conflicto?

La sonrisa generosa y los ojos chispeantes dejaron el plato con la hamburguesa sobre su mesa. Ambos jóvenes salieron a la puerta del pub para recostarse contra un muro azulejado, ella con una taza de café en la mano. Un momento de descanso, bien ganado tras el ajetreo anterior. 

En su teléfono móvil, una vibración. La grabación de Bertomeu. Sacó unos pequeños auriculares de un bolsillo, y se dispuso a escucharla. Mientras, los chicos hablaban y ella sorbía su café. Un Mini descapotado, de color rosa con dos bandas negras pintadas sobre el capó, se deslizaba hasta ocupar la embocadura más cercana de la calle, y hacía sonar su bocina una vez. Al volante, una mujer en torno a los cuarenta, media melena rubia, sujeta con diadema de carey, vestido blanco de tirantes, escotado, que daba pábulo a fantasías sobre un busto poderoso, gafas de sol, pese a la escasa luz reinante ya, y labios de rojo húmedo, carnosos y entreabiertos. Mujer madura, pero cuidada y deseable por lo que dejaba ver.

Los dos jóvenes prosiguieron su conversación por un momento más. Ella ya había terminado su café, la taza reposando en el plato, una calada robada a un cigarrillo que él había encendido. La bocina del Mini sonó, impertinente, dos veces más. A continuación, el vehículo reanudó su marcha suavemente, y despareció por una esquina. El muchacho echó un último vistazo al reloj. Debió de decirle a la chica que era hora de irse. Ella dejó taza y platillo sobre el borde de una jardinera, y, con una ternura que pocas veces había visto Fran, tomó entre sus manos las mejillas del joven, y depositó un entregado beso de despedida en sus labios, al que él apenas respondió de modo rutinario, sin alma. Mientras ella llevaba la taza al interior del pub, él apretó el paso camino de la encrucijada por la que acababa de desaparecer el Mini. Su ruta le hacía pasar por delante de la mesa de Fran, y éste habría jurado que su expresión denotaba un intenso esfuerzo por librarse del rastro que el amor recibido de la muchacha hubiera podido imprimir en sus facciones. Aire grave y mirada seria. Impostura de hombre de mayor edad.

Fran no pudo quedarse sentado. Una sospecha, propia de quienes observan la realidad en términos literarios de algún tipo, había inflamado su imaginación. Quería comprobar su hipótesis. Caminó unos pasos tras el muchacho, justo para verlo doblar la esquina, subir al descapotable, y ser recibido por unos brazos en torno a su cuello, y un largo y apasionado beso al que correspondió afanoso. Lo siguiente fue el coche arrancando con un tirón, alejándose a considerable velocidad, sin duda camino de un rincón íntimo que esperaba a aquellos amantes de edades dispares y apetitos parejos.

Mientras Fran volvía a su mesa mascullando algo sobre un mundo miserable, la muchacha cimbreante y siempre sonriente colocaba cubiertos y manteles en una mesa recién ocupada. Parecía envuelta en una nube de felicidad que la sostuviera un par de palmos sobre el suelo. Fran escuchaba la música remitida por Josep. Una vez, otra. Daba un bocado a la hamburguesa; multiplicaba sus anotaciones en la libreta para registrar lo que había presenciado,

Lo contaría. Su oficio era contar historias. Felices o tristes. Imaginadas, o inspiradas por situaciones reales, como esta que tenía entre manos. Lo peor de las historias de desamor reales era verlas tan cerca, tan dolorosamente reales. Un afecto por aquella chica se había despertado en él. Su vitalidad, dulzura y simpatía. Su hermosura, a su estilo de heroína trabajadora. El engaño consumado; tan cercano, completamente ignorado. Escribir sobre ella, lo visto en el Mini, lo que estarían haciendo sus pasajeros, lo enfermaba. El pan ganado con sus letras podía temer un gusto muy amargo. ¡Lástima de amor joven dilapidado!

Pero era letrista. Entregaría palabras. Josep Bertomeu pondría música. De su unión, nacería una canción. Un fado triste, conmovedor para el oyente. Bertomeu tendría que arreglar sus melodías, o componer una nueva en la clave correspondiente. Le quedaba la duda de que la voz de Patricio Luis supiese recrear el desgarro en su pecho al pensar en aquella chica enamorada, traicionada, anónima, de Aveiro.

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