Sucedió en Madrid

La muy noble, muy leal, muy heroica, imperial y coronada villa de Madrid fue testigo de diversos fenómenos extraordinarios que causaron gran pasmo a lo largo de cinco meses. Estos portentos recibieron amplia y puntual atención informativa a su aparición. Aunque —¡signo de los tiempos!—, la mayor parte del eco que despertaron se debilitaría con el paso de las fechas, reduciéndose su huella a breves reseñas en los anales de la ciudad y en el recuerdo de sus habitantes. 

El primero fue la aparición de una figura cruciforme flamígera, un aspa, que se iluminó sobre el cielo de la Plaza Mayor un viernes de principios de diciembre, a una hora de la tarde en que el mercadillo de artículos navideños estaba muy concurrido. Las reacciones de los presentes abarcaron una amplia gama de sentimientos, desde el miedo hasta el éxtasis, siendo el asombro el principal. El propietario de un negocio de filatelia sito en la misma plaza, que salió a la puerta de su tienda intrigado por el vocerío del exterior, aportó una nota cultural al suceso al identificar la visión como una cruz de Borgoña, según criterios heráldicos y vexilológicos: dos troncos aspados a los que no faltaba el detalle de los nudos de las ramas cortadas. Por causa de su gran tamaño y aparatosidad, fue bautizada La Borgoñona por el pueblo presente, y ese se convertiría en su alias mientras el prodigio se dejó ver.

Desde la dramática revelación celeste, en la ciudad se registró un revuelo de muy considerables proporciones durante las horas que estuvo luciendo. A medida que la noticia corría por los medios y las redes, la mitad de la población que no estaba ya en la zona, decidió que era un buen plan acercarse a verla. Como al día siguiente era sábado, mucha gente no tendría que madrugar. El resultado de ese movimiento de masas fue el colapso del tráfico rodado y del transporte público hasta más allá de las dos de la madrugada —hora a la que el aparente espejismo se esfumó en el cielo negro de la noche—, y abundancia de peleas o conatos, discusiones y niños perdidos. Los agentes de la Policía Municipal, mientras, se aplicaron a notificar sanciones y multas con fervor y notable eficiencia.

El misterioso asunto de la cruz en llamas fue trending topic durante todo el fin de semana, divulgado y analizado en informativos y tertulias improvisadas. Nadie tenía ni idea de a qué se debía aquello, por supuesto. Ni siquiera un popular comunicador especializado en temas mistéricos, parapsicología y campos afines se atrevió a adelantar una hipótesis. Había auténtica expectación por conocer la opinión de dos voces: la Iglesia Católica —aunque en forma de aspa, no dejaba de ser una cruz, y en asunto de cruces ya se sabe quién tiene la última palabra—, y la Ciencia. Pero al estar sábado y domingo por medio, de descanso los unos; volcados en las celebraciones eucarísticas los otros, no se esperaba ningún pronunciamiento antes del lunes. Para resumir, diremos que ambos estamentos abordaron el tema con distancia y prudencia, y cierto afán de pasarse la patata caliente el uno al otro, sin tomar partido decidido entre el recurso a la explicación milagrosa o al discurso de las leyes de la Naturaleza para justificar el hecho.

Aunque se repitió durante varias noches en la misma franja horaria, el interés por la aparición fue decreciendo a medida que pasaban los días. La ausencia de una explicación racional clara que situase el debate en un terreno de rigurosidad intelectual hizo que numerosas personalidades de prestigio, que podrían haber prestado empaque a aquel, se mantuviesen al margen, de forma que menudearon elucubraciones delirantes e hipótesis peregrinas. Para cuando dejó de encenderse la cruz en el cielo —el Día de los Inocentes, que tuvo su guasa aquello—, la afluencia de gente por la Plaza Mayor y aledaños había disminuido hasta el volumen habitual de la época. Desde la Corporación Municipal se lamentó la noticia, pues con ese apagón quedaron frustrados los planes que estaban trazándose a toda máquina para incluir el prodigio en el tradicional acto multitudinario con el que la ciudad daba la bienvenida al Año Nuevo, en la cercana Puerta del Sol.

Los trajines y preocupaciones de la vida diaria hicieron que, al advenimiento del segundo portento, a finales de enero del año siguiente, casi nadie se acordase de lo ocurrido en diciembre.

El nuevo evento se presentó en un ámbito reducido al comienzo, aunque se propagó por toda la región, por el fenómeno de capilaridad social que facilita la difusión de las noticias sensacionalistas. Sus primeras manifestaciones se dieron en los barrios de Bilbao y de La Elipa, cercanos al cementerio de La Almudena, el de mayor tamaño de Madrid. Un miércoles en que la ciudad no había salido de una niebla espesísima en toda la jornada, a las seis y media de la tarde, un sonido potente, de origen incierto, se dejó oír en extensas áreas de los distritos antes citados, y se repitió varias veces a lo largo de una hora entera. Algunos vecinos que fueron posteriormente entrevistados en programas de radio o televisión declararon que parecía el sonido de una alarma, pero sin inflexiones. Surgieron hipótesis explicativas que lo vinculaban a la maquinaria empleada en unas obras de mejora del asfaltado de la zona, o a la sirena que indicaba el fin de jornada en alguna de las factorías que pervivían entremezcladas con bloques de viviendas. Tan consuetudinarias conjeturas diluyeron algo la atención prestada al suceso, más allá de los comentarios sobre la casualidad de que un sonido que nadie terminaba de identificar se repitiera a la misma hora cada día, y por el mismo periodo de tiempo. Pero ahí quedaba la cosa.

Tuvo que pasar una semana para que el asunto alcanzase una notoriedad significativa. Fue un hecho vinculado a una antigua tradición de la zona: la llamada del ángel exterminador.

Según se accede a la necrópolis por su puerta principal, uno se encuentra con la capilla donde se reza el responso de despedida a los finados, previo a su inhumación. El edificio está rematado por una cúpula sobre la que reposa la escultura sedente de un ángel con una trompeta en el regazo. Se decía que si alguien la oía sonar, aquello sería señal de su próxima muerte. Fue el capellán del camposanto quien desató el pánico cuando una tarde, demudado el rostro, entró en un bar cercano bajo las modulaciones de ese sonido aún por determinar, con el cuento de que había visto al ángel con la trompeta en los labios, soplando.

El rumor se extendió como la pólvora, y con él, el recuerdo de la leyenda urbana y presagios agoreros. Se hicieron grabaciones, unidades móviles de radio y televisión se desplazaron hasta el lugar para emitir el sonido en directo, y en nada, se hizo costumbre parar la actividad a la hora indicada para escuchar la llamada del ángel heraldo de la justicia divina. En presencia, o a través de las ondas.

Hubo quien en el trompeteo veía una señal del apocalipsis, y quien se lo tomó a choteo, a pesar de lo macabro de su mensaje. Con cada audición fue creciendo el escepticismo o la indiferencia, y la atención inicial empezó a diluirse.

Hasta que un día un periodista se descolgó en una tertulia radiofónica con el cuento de que las cifras de mortandad en la capital habían crecido considerablemente, y respaldó su opinión con unas estadísticas incontestables. Aquello incendió cabeceras y titulares, y extendió la psicosis de una maldición bíblica.

Lo cierto era que la coincidencia helaba la sangre, y no fue hasta que una autoridad de la Consejería de Sanidad compareció en una rueda de prensa urgente para comunicar una noticia que se acababa de contrastar con fuentes de Extremo Oriente que los ánimos se calmaron: el virus de la gripe de ese año había experimentado una mutación que comprometía la eficacia de las vacunas suministradas durante la campaña de otoño. Determinados grupos de riesgo habían quedado desprotegidos frente a la amenaza de la enfermedad, que se estaba cobrando un peaje desusadamente alto de vidas humanas.

Aunque esta aportación tranquilizó un tanto los ánimos de la sociedad, aún quedaba por resolver el asunto del origen del sonido. Una aportación significativa la hizo un presentador de un programa de jazz, un auténtico friqui que sabía hasta qué talla de calzoncillos usaba John Coltrane, que lo identificó como una nota —una sola y precisa nota— tocada por Miles Davis en So What. Aquello concitó el interés de músicos aficionados que convirtieron  la explanada de entrada al cementerio en un lugar de peregrinación donde se reunían para improvisar jam sessions al son de aquella nota. La ciudad había pasado de la advertencia del apocalipsis a la celebración de un hito cultural en dos patadas, demostrando su vigor y flexibilidad para adaptarse a situaciones nuevas.

El aura sobrenatural que aún envolvía el origen del misterio saltó hecho añicos cuando la rumorología local difundió que el capellán visionario había sido diagnosticado de cataratas en ambos ojos, de modo que el pobre hombre apenas veía sombras y bultos. La imagen del ángel soplando la trompeta debió de tratarse de una jugarreta que le gastó su imaginación en un entorno de falta de luminosidad.

Deshojadas las circunstancias aparentemente extraordinarias como si de una alcachofa se tratase, la atención por el fenómeno sonoro fue decayendo de modo irreversible. Las bandas de jazz se cansaron de los periplos iniciáticos a La Elipa para tocar una música que podían interpretar en cualquier otro lugar. Se hubiese tratado de la trompeta del ángel o de una bocina de excavadora, el interés popular por el sonido se diluyó en la irrelevancia. Nadie estaba seguro de haberlo oído de nuevo, pasadas unas pocas fechas.

Al contrario que los dos anteriores, que se habían manifestado en ámbitos geográficos concretos, el tercer caso tuvo un prólogo que se escribió en los cielos de la Comunidad, para después plasmarse en escenarios físicos por toda la capital, y una trascendencia más allá de las noticias locales.

Todo empezó una noche clara de marzo, cuando faltaban pocos días para el inicio de las vacaciones de Semana Santa. Diversos videoaficionados inundaron You Tube con imágenes de puntos brillantes moviéndose en hilera en el cielo. En los comentarios había discrepancias con respecto a su número —desde diez o doce, a más de cincuenta—, pero un acuerdo total en que no se trataba de aeronaves comerciales (¿tantas, tan juntas, siguiendo todas el mismo rumbo?). La prensa seria despachó el asunto en un par de días: se trataba de satélites artificiales de la red Starlink, puestos en órbita por una empresa del magnate Elon Musk para facilitar las comunicaciones por internet. No todo el mundo fue permeable a esa explicación, pero podría decirse que satisfizo mayoritariamente las inquietudes del público en general.

Sin embargo, cuando ya se había producido el retorno de las vacaciones, el martes de Pascua a las diez de la noche, algo vino a interrumpir la normalidad en los hogares madrileños. Cosas de la contraprogramación, esa noche se estrenaban simultáneamente en los distintos canales de televisión programas señalados, como la segunda temporada de una serie que había arrasado con la audiencia en la primera, la película ganadora de seis óscares el año anterior y una telenovela turca de rabiosa moda. Podría decirse que  todo el mundo estaba sentado frente a la tele. A las diez y dos minutos, la señal de todas las cadenas se cayó en la Comunidad de Madrid y en poblaciones cercanas de provincias limítrofes, y volvió pocos segundos después con una imagen común que se pudo ver durante poco más de un minuto. Con la fachada principal de la estación de ferrocarril de Atocha de fondo, un primer plano de un rostro vagamente humano, sin nariz ni orejas, piel escamosa y ojos amarillentos de pupilas verticales, se dirigía a la audiencia en una jerigonza incomprensible. El shock fue tremendo, y a la mañana siguiente se hablaba del asunto por todas partes. Contacto entre civilizaciones, salto interdimensional, invasión marciana… Numerosas hipótesis fueron alumbradas por la retransmisión.

El revuelo que levantó la inserción de esa secuencia, y otras que siguieron en días consecutivos, localizadas en diferentes rincones de la capital, alcanzó dimensiones globales, a medida que se difundieron por todo el planeta. En seguida se desplazaron a Madrid delegaciones de expertos de otros países para estudiar el hecho in situ. En paralelo, se registró un aumento considerable de un turismo de inspiración esotérica, que buscaba el rastro de seres extraordinarios en elementos icónicos de la ciudad que aparecían como telón de fondo de las alocuciones indescifrables de aquel ser. La fuente de Neptuno, el monumento a Colón, la puerta de Alcalá y otros emplazamientos populares desfilaron por las pantallas en el prime time televisivo, con su correspondiente repercusión internacional.

Hubo un momento de pánico en torno al octavo día de retransmisiones, cuando, frente a la plaza de toros de Las Ventas, el aparecido se presentó rodeado de decenas de seres que compartían sus rasgos físicos y vestían una especie de uniforme. La hipótesis del desembarco alienígena se generalizó, y desde diversos ámbitos y medios de comunicación se alzó una voz unánime que reclamaba la actuación de las Fuerzas Armadas para enfrentar el asunto. Congreso y Senado fueron convocados de urgencia para debatir la situación, y adoptar medidas. Muchos madrileños que tenían parientes en pueblos o segundas residencias fuera de la ciudad optaron por un exilio temporal relámpago en espera de ver cómo se solventaba aquello.

La expectación era enorme para la prevista novena aparición. Se habían suspendido todo tipo de permisos a ejército y cuerpos de seguridad, y tropas y agentes de todas las policías estaban acuartelados en espera de acontecimientos. Todos los efectivos técnicos y humanos de los medios de comunicación en todas sus modalidades se habían desplegado por las calles en anticipación de en qué lugar se produciría la comparecencia misteriosa. Hasta ese momento había sido imposible fijar el origen de las transmisiones. A pesar de que se produjesen a una hora fija y de que se ciñesen a un patrón de localización común, lo breve de su duración impedía triangular correctamente la señal. Fue un equipo de La Sexta quienes, por casualidad, sorprendieron a un grupo de chavales ante el arco de Moncloa, provistos de cámaras, focos y ordenadores aprestándose a pinchar la señal de las televisiones para difundir la imagen de uno de ellos caracterizado como el reptiliano antropomórfico que traía a todo el mundo por la calle de la amargura. La noticia se difundió en un tiempo récord, y Madrid volvió a respirar aliviada. Tan solo un puñado de irreductibles ufólogos y expertos en temas paranormales y teorías de la conspiración mantuvieron en pie la tesis de que lo visto por televisión hasta ese momento correspondía a una genuina intervención de origen extraterrestre, siendo la información de la cadena privada de televisión un montaje, una intoxicación. ¿Dónde estaba la explicación, pues, para la procedencia de las figuras uniformadas que fueron retransmitidas mientras campaban a sus anchas por el entorno del coso taurino?

En cualquier caso, los programas de televisión volvieron a emitirse con total normalidad, quienes se habían marchado, volvieron y toda la polémica se olvidó en una semana, archivada como una gamberrada de un grupo de irresponsables.

Cuando parecía que los sucesos anteriores eran ya referencias archivadas en un registro de anécdotas y curiosidades, resultó que aún quedaba a la muy noble, muy leal, etcétera, pasar por una prueba más. Una que sobre el papel podría parecer asunto menor, pero que terminaría por dejar unas muy serias consecuencias, y pondría a prueba la capacidad de respuesta del sistema sanitario de la ciudad. Ambulancias y UVI móviles recorriendo las calles a toda velocidad, con las luces destellando y las sirenas aullando. Personal sanitario doblando turnos. Las unidades coronarias de los principales hospitales, saturadas con un aluvión de pacientes aquejados de infartos y anginas de pecho. Se registró un pico en el número de suicidios y tentativas, y, en los meses siguientes, un notable porcentaje de la población precisaría asistencia psiquiátrica o psicológica. El hecho se produjo el último domingo de abril. Se jugaba la jornada trigésimo quinta del campeonato de Liga de Primera División. En un mismo día aciago, el Fútbol Club Barcelona ganó su partido, asegurándose el título de campeón, a falta de tres encuentros por disputar para que concluyese la temporada, y el club señero de la capital, el Real Madrid, caía derrotado por cero a tres ante el Athletic de Bilbao —una derrota más en un año nefasto—, y certificaba su descenso a Segunda División por primera vez en su historia más que centenaria.

La noticia polarizó la atención de los medios informativos nacionales y extranjeros. Se escribieron extensos y profundos artículos de análisis, y sentidas elegías. Una ONG de origen sospechoso inició una campaña de recogida de firmas para instar una modificación constitucional que permitiese revertir el hecho, amparándose en el valor de símbolo nacional del mentado club de fútbol. Fueron días, en fin, en que la ciudad se sumió en dolor y duelo.

Bueno, toda no. En los hogares de seguidores del Atlético de Madrid, eterno rival del Real, festejamos el acontecimiento descorchando abundantes botellas de Cava. Catalán, por supuesto.

¡Aquello pasaría a la Historia!

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