LA CREACIÓN EN OCHO CÓMODOS PASOS. JORNADA TERCERA

Yahvé no solo era todopoderoso. Además, era imaginativo e ingenioso.

Visto el panorama allá abajo, todo inundado del agua de la fuga del día anterior, decidió que «si no puedes vencerlos, únete a ellos». O, en otras palabras, que serían el orgullo de cualquier coach: en el problema vio una oportunidad.

«Vale que está todo perdido de agua. Que, o tienes una barca, o no vas a ningún sitio. Pero, ¿a dónde ir, si no hay sitios a los que ir? Pues si no hay, se crean.

»Además, el agua aporta un toque decorativo. Los paisajes acuáticos son chic».

Y con ese ánimo tan positivo, y su maña inherente, empezó a crear tierra. Islas y continentes. Una tierra muy apañadita, no solo por sus formas imaginativas, sino porque, mentalidad previsora la suya, a medida que creaba el suelo, lo dotaba de las infraestructuras básicas para lo que pudiese venir: alcantarillado —lo de la inundación lo había marcado, sí—, las canalizaciones para los servicios de electricidad, gas, telefonía, etcétera.

Cuando paró a mediodía, lo más gordo estaba hecho. Aquí las aguas, aquí la tierra. Sin embargo…

«Está un poco desolado esto, ¿no?», caviló. «A ver, piensa: ¿qué se podría hacer para adecentarlo?»

Era la hora del almuerzo, y sentía un poco de gusa. Se le antojaba el frescor de una ensalada. El crujido de las hojas de una lechuga romana al morderlas, el sabor entre ácido y dulce de un tomate Raf maduro. Pero no existían, claro. Aunque…

«¡Eureka! Si no existen es porque no quiero»

Lo de la lechuga y el tomate fue coser y cantar, y en nada estaba menenando el bigote, feliz con sus hortalizas. Se dijo que era una pena que aún no se estilasen la sal, el aceite y el vinagre para aliñarla, pero tampoco podía ponerse pijotero con los detalles. «Seguro que con el tiempo se inventarán», se consoló.

Con el apetito de ensalada satisfecho, se le ocurrió que «verde que te quiero verde». Y fue cubriendo el paisaje terrestre de árboles, plantas, sembrando césped por aquí y por allí. Lo hizo con gusto, ha de admitirse, como si se hubiese empollado la colección entera de Gardens Illustrated. De manera que para el final de la jornada, además de toda la vegetación del mundo mundial, había creado un despiporre de términos que compilar en un diccionario de jardinería y botánica: arriate, parterre, pradera…

Visto que aquello iba cogiendo un aire, decidió despertarse, y mostrarse los progresos hechos.

—Sí, la verdad es que te ha quedado resultón el tema de la vegetación —se dijo mientras reprimía un bostezo—. Muy bonito aunque…

¿Por qué siempre tenía que ponerse alguna pega? ¡Dichoso perfeccionismo!

—Aunque, ¿qué?

—Pues que podía lucir más, creo. Esta luz que tenemos es poco agradecida. Seguro que se me ocurre algo, campeón. Y que le pones nombres bonitos además, que tú eres muy piquito de oro. En tus manos lo dejo, que voy a hacer un ratito de meditación.

Y adoptando la asana de la flor de loto, se desconectó como solo él sabía hacer.

Concluyó Yahvé que había sabiduría en sus palabras. Que lo de fiar el final de la jornada al reloj biológico —porque no los había ni de pulsera, ni de sobremesa, ni de cuco— podía tener sus fallos. Y lo de seguir iluminándose con luz de obra era una cutrez manifiesta.

Necesitaba mercarse un dos por uno. Una carambola que solucionase el tema de la iluminación, y ayudase a establecer ciclos temporales básicos. Se ocuparía al día siguiente.

«Pero que me quiten lo bailado hoy», se dijo mientras admiraba el trabajazo que se había marcado.

Silbando una melodía no inventada, cerró la cancela del jardín recién creado, y se volvió al cielo a descansar. Fin del tercer capítulo.  

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