LA CREACIÓN EN OCHO CÓMODOS PASOS. JORNADA CUARTA

4. LA CREACIÓN. JORNADA CUARTA 

«Luminarias, entonces. Veamos».

Se enfrentaba Yahvé a un problema considerable. Lo de ser eterno y omnisciente le daba una visión de conjunto del tiempo como un todo. Pasado, presente y futuro convivían en su cabeza de forma armónica. Bueno, quizá no tan armónica. Es decir, que de pronto podía presentarse ante él una visión del futuro, por ejemplo, pero lo hacía de una forma evanescente, poco concreta. A fin de cuentas, aún estaban por crear quienes se encargarían de inventar y perfeccionar tantas cosas.

Viene esto a cuenta de las dificultades que experimentó cuando se puso a crear las luces que alumbrasen el mundo que estaba empeñado en crear. ¿Luz de día, o luz cálida? ¿LED o halógeno? ¿Y esas preciosas arañas, con sus piezas de cristal que reflejan los colores del arco iris? Aunque una regleta de focos orientables también es práctica…

En resumidas cuentas, que nadie se crea que Sol, Luna y estrellas están ahí por capricho o casualidad. Fueron frutos de un largo proceso de reflexión. Bueno, eso es una verdad a medias. Veremos por qué.

Cuando un creador se siente creador, no se anda con chiquitas. Pone toda la carne en el asador, y exprime su talento hasta la última gota. Yahvé ese día se sentía cachas. Lo de «¡Hágase la luz!» tocaba un resorte muy íntimo de su amor propio. Eso, y lo de «todopoderoso» lo henchían de autoestima.

Total, que decidió empezar por lo más gordo: el Sol.

«Una bola de fuego en lo alto del cielo… ¡chupao!».

¡Ja!

A ver, que la providencia divina atesorase en su acervo los hallazgos e invenciones no quería decir que, necesariamente, los manejase con total maestría. Lo de bola, bueno. Era un concepto intuitivo que él había aplicado al crear el mundo —posteriormente llamado «Tierra»—, y le resultaría muy útil, como veremos un poco más adelante. Los problemas surgieron al llegar a fuego. A ver, ¿qué era el fuego? ¿De dónde se lo sacaba si faltaba la intemerata para que se inventasen los mecheros desechables? Pues de un rayo, claro.

¿Y dónde encontrar un rayo?

Grecia, monte Olimpo. Zeus se hizo el estrecho, y tuvo que rogar y rogar para que le prestase uno.

Bueno, pues con el rayo en su poder le entró un dilema moral. Si para hacer fuego tenía que lanzar el rayo contra uno de esos árboles tan majos que acababa de crear, y hacerlo arder… ¡Menudo creador que estaba hecho! Por suerte, él mismo, terminado su ratito de meditación, desatascó la situación:

—¡Anda! Una jabalina.

Y ni corto ni perezoso tiró el rayo, como si fuese de dibujos animados, contra un tronco que, claro, empezó a arder. Como el fuego en las miradas que se dirigía a sí mismo mientras veía cómo se regocijaba ante el espectáculo de las llamas.

Pero bueno, el daño ya estaba hecho. Ya tenía el fuego. Ahora, a moldearlo en forma de bola. Fácil, fácil.

Ja, de nuevo.

A ver, ¿quién ha amasado fuego alguna vez? Pues a Yahvé, al principio, tampoco se le dio, mira por dónde. Pasaría un rato bien largo, bajo su atenta mirada, hasta que, a fuerza de soplar, aquello adquiriese una textura moldeable.

El primer resultado, no nos llamemos a engaño, fue un poco decepcionante. Una cosa no mayor que una pelota de playa. Una bola ígnea, sí, pero pequeña. Y hueca.

—¿Y con esto voy a iluminar un mundo? —se preguntó un poco decepcionado.

—Oye, ¿y si…?

—¡Claro! ¿Cómo no se nos ha ocurrido antes?

—Eh, eh, que yo iba a decirlo…

—Anda, calla y sopla, que aquí hay mucho que soplar.

Y en eso casi se les fue el resto de la jornada. Cuando ya casi estaba hinchado a reventar, lo soltaron, y aquel astro salió volando hasta colocarse en el sitio que le correspondía en lo alto del cielo. Una luminaria totalmente convincente. Además, resultó en una obra de estilo minimalista que iba con todo.

—Y ahora, la Luna.

—¿Cómo sabías que iba a llamarla así?

—Por favor… —En su rostro especular vio una sonrisa un poquito condescendiente—. Pienso una cosa. Si va a ser la luz que marque la noche, que es cuando todo bicho viviente, o casi, dormirá, no hará falta que sea tan potente como el Sol. ¿No crees?

»Además, que la hora de chapar se viene encima, y no va a quedarse una tarea a medias, con esa agenda tan cargada que tienes… tengo… tenemos».  

—Tienes razón. Mira, se me ocurre una cosa.

»Como el mundo es como una bola —cogió una piedra de forma redondeada del suelo, que parecía dejada allí a propósito—, puede pasar esto: que el Sol vaya moviéndose a lo largo de la superficie (*). Si sincronizo la Luna con él, puede hacer el efecto de un espejo».

—Espera, espera. ¿Espejo? ¿Qué es «espejo»?

—Es un cristal o algo pulido que refleja la luz y la imagen.

—No lo pillo…

—A ver. Mírame. ¿Qué ves?

—A ti.

—A mí que soy tú, ¿no? Pues ese es el principio de un espejo. Lo mismo que vale para las imágenes vale para una fuente de luz.

«Entonces, la Luna va siguiendo al Sol, hace de espejo, refleja su luz, y proyecta una claridad suficiente sobre la parte del mundo que haya quedado a oscuras».

—¡Brillante!

—No tanto como el Sol, pero valdrá, ya verás.

»Anda, échame una mano. Hay que buscar una zona de piedra que sea lo más clara posible. Blanca, a poder ser».

Una vez encontrada una veta mollar de cuarzo blanco, lo que siguió, fue cosa rápida. Extraer un pedazo de buen tamaño, pulirlo en un abrir y cerrar de ojos, y ponerlo en el cielo de un puntapié (prebendas de la divinidad).

—Queda guapa, ¿qué no?

—Ya lo creo. Mucho.

»Oye, ¿y el resto? ¿No me digas que no quedarían bien unas estrellas en este cielo nocturno? Formando constelaciones, galaxias…».

—¿Unas pocas?

—¡No! ¡Millones!

—¡Uf! ¡Qué pereza…!

—Espera, que se me ha ocurrido algo.

Arrancó una rama de una retama que estaba un poco chuchurría, la mojó en un charco donde se reflejaba la luna, y a hisopazos que se lió, salpicando el oscuro cielo de puntos de luz.

—Ahí lo tienes. ¿Qué te parece?

—Que eres un artista… Soy… Somos… Muy bonito. Una gran idea.

»Pero, ¿no te parece que se nos ha hecho tarde».

—Sí, quizá un poco. Pero ha valido la pena, ¿no?

—Ha valido la pena.

Y se quedó un ratito aún mirando un cielo cuajado de estrellas, mientras el monje lector pasa la página en la que se lee que ha terminado la cuarta jornada.

(*) No es que Yahvé sea un geocentrista irredento, sino que hasta Nicolás Copérnico (1473-1543) el heliocentrismo no tuvo mucho predicamento.

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