—Estas piernas ya no son lo que eran.
El pensamiento ha brotado irrefrenable de mis labios, fonemas que se hacen vaho en este atardecer gris de invierno.
—Demasiadas voces que me dicen: «Tienes que intentarlo. No puedes quedarte parado. Poco a poco»… Sé que lo dicen con la mejor intención, pero, ¡qué coño! ¿Es que no me ven? ¿Saben lo que me cuesta dar esta mierda de paseo, que antes me hacía en diez minutos?
»¿Se creen que va conmigo lo de quedarme sentado todo el día? ¿Lo de no hacer nada que me obligue a estar de pie más allá de un par de minutos?
»¡Ni hablar! Pero este dolor…»
Este dolor me remolca a un banco. Voy a descansar un rato, antes de seguir camino.
Alguien se ha dejado un periódico en el banco. La curiosidad me puede, y lo cojo. Voy pasando hojas —lo de siempre. ¡Vaya mundo, este!—, hasta que en la sección de «local» un titular me llama la atención:
«Encontrados los cadáveres de dos hombres en el Parque de la Estación al fundirse la nieve».
Empiezo a leer, para enterarme de que se han encontrado los cadáveres de dos varones yaciendo en el suelo del parque, uno sobre otro, al lado de un banco, al retirar los últimos restos de la nevada caída…
«¡Vaya manera de robarme el momento, la tuya!
Tú, tu soledad de pasajero que se baja del último tren de la noche. Las zancadas para salvar una capa de nieve que ya llega a los tobillos. El esfuerzo de subir la cuesta de la estación, la prisa por llegar al hogar después de una jornada de trabajo interminable, ¿no?
»Dime, con tus últimos alientos, entre tus quejidos de dolor, ¿eres ese que digo?
»Me tocaba tener la mente ocupada en otras cosas. En las que me importaban. El amor, la familia, los amigos. Los libros, la música, las películas de mi vida. Las que vi, y las que protagonicé.
Los paisajes velados por las nubes y la noche. El mar… Ese mar tan lejano y azul de mi último recuerdo.
»Y tú viniste a romperlo todo. El silencio, mi imaginación, la noche».
—Oiga. ¿Está bien?
«No, no estaba bien, pero no era tu problema; no te importaba. Ya no me importaba ni siquiera a mí mismo. Era mi decisión, estar allí sentado en el banco en mitad de la plaza vacía. Estupefacto en medio de la nevada. Haciéndome estatua poco a poco. Copo a copo».
—¡Oiga! ¡Oiga!.
«Tú no lo sabías —¡cómo ibas a saberlo!—, pero yo ya estaba marchándome. Parte de mí se había ido ya. Era cuestión de poco tiempo que mi luz se apagase del todo. Lo anunciaban el sopor, la respiración que se hacía trabajosa, el corazón que perdía latidos».
—¿Qué le pasa, hombre? ¿Por qué está aquí? ¡Muévase! Va a quedarse congelado.
«¿No leíste en mis ojos que todo me daba igual? Estaba allí para morir. El letargo inducido por las pastillas, la congelación. No volvería a ver la luz del día. Aceptado el gran adiós. Solo, como un animal viejo que esconde su agonía. Ni te necesitaba, ni te quería a mi lado. “¡Vete!”, te habría dicho si mi voz hubiese obedecido a mi mente. Pero mi voz ya se había apagado. La boca entreabierta para buscar una pizca de aire más.
»Tampoco respondió para advertirte del peligro que se te venía encima. No debiste de oír cómo, vencida por el peso de la nieve acumulada, se desgajaba una rama del abeto que tenías sobre la cabeza. Su sonido me llegó a un sentido que ya había abandonado mi cuerpo, pero pasó desapercibido para ti, tan empeñado como estabas en sacudirme y reanimarme.
»Yo no te quiero de compañero de viaje. No quiero escuchar esos lamentos, cada vez más débiles, mientras tu vida le echa una carrera a la mía, a ver cuál se marcha primero. Yo quería estar con mis recuerdos, mis sonidos, mis imágenes para este momento. Tú no pintas nada. ¡Que te jodan, buen samaritano de las narices!».
«…uno de los fallecidos tenía el cráneo aplastado por una rama que se desprendió de un árbol por el peso de la nieve acumulada. El otro cuerpo no presentaba signos de violencia. A falta de lo que determine la investigación abierta, parece ser que falleció de congelación u otra causa natural».
Un banco bajo un abeto en un parque cerca de la estación. Como este banco, este abeto y este parque. La estación, ahí abajo, a la vista.
Dos individuos.
Un periódico de la semana que viene abandonado en el banco. «La gente… ¡Qué cosas se deja tiradas!»
La nieve. El primer copo acaricia mi nariz con su beso húmedo y gélido, hermoso en la levedad de su peso, y en la brevedad de su existencia. Las nubes no auguran nada bueno. Mejor sigo mi camino a casa, aunque me maten las jodidas piernas, y me quito de en medio. Por lo que pueda pasar.