Con todo el follón del que se había ocupado la jornada anterior, creando y colocando las luces del firmamento, Yahvé se dijo que era momento de mostrarse lo que llevaba creado. Eso, y hacer una primera valoración, con la colaboración de yo, que hasta entonces había permanecido un poco en segundo plano.
Este atendió a sus explicaciones, miró y remiró todo con atención, y se felicitó.
—¡Enhorabuena! He hecho un trabajo excelente. Todo ordenado y colocado en su sitio, los ambientes perfectamente delimitados. La apuesta por separar tierras de aguas me parece muy acertada, y la parte seca está preciosa con la hierba, las plantas y los árboles. Me felicito, aunque…
—¿Aunque qué? ¡Mira que te gusta poner peros!
—Que falta vidilla, ¿no crees?
—¿Vidilla?
—Sí. Verás…
»Tú fíjate en esos cielos que hemos hecho. Tan azules, tan pintureros con esas nubes blancas. Pero están silenciosos, vacíos…
»Y echa un vistazo a las aguas. Transparentes, rumorosas. Pero no son la casa de nadie.
»Tú mira esto, y luego me dices».
En el iPad le puso fragmentos de documentales de National Geographic. Águilas, golondrinas, ruiseñores por los aires o en las ramas de sus apreciados árboles. Y en las aguas, majestuosos tiburones, enormes cardúmenes de peces… hasta las modestas sardinas, brillos de plata en el agua azul, eran llamativas.
Aquello impresionó grandemente a Yahvé, hasta el punto de reconocerse la sugerencia.
—Tienes razón. Eso de la vida mola mazo.
—¿Vas a hacer algo al respecto, entonces?
—Sí, sí. Me pongo a ello ahora mismo.
—¡Fenomenal! Te dejo, entonces.
»Voy a ver a Ahura Mazda, que me ha llamado con un calentón de narices. Voy a charlar un rato con él, a ver si se le bajan los humos».
—Vale. Dale recuerdos de mi parte. Ayó.
«Aves y peces… Voy a empezar por los peces. Que luego vendrán Darwin y sus seguidores, y quiero llevarme bien con ellos».
Las aguas fueron poblándose de peces. Desde minúsculos chanquetes al descomunal tiburón ballena. No faltaron atunes, caballas, peces espada… Yahvé había abierto el grifo de la creatividad, y dio rienda suelta a su fantasía.
Algo que le vino muy bien cuando le tocó encargarse de las aves. Empezó por los menudos gorriones llenos de desparpajo, y, poco a poco, se animó a introducir tamaños y colores. Nacieron abubillas, urracas, papagayos… Pero el silencio seguía. Y, bueno, que los peces estuviesen callados, viviendo en el agua, tenía un pase. Pero los pájaros silenciosos no tenían gracia.
Así que Yahvé decidió animarlos: un par de palmadas, un «¡vamos!» enérgico y un silbido fueron respondidos por una algarabía que duró, incesante, lo que la luz del día.
Terminaba este, y el hacedor consultó la check list que se había preparado sobre la marcha. Vio que le quedaban numerosas especies o nichos ecológicos por completar. Había creado aves para el cielo y peces para las aguas. Pero aún tenía en cartera un buen número de las primeras a las que dar suelta, aves que no podían volar, o que solo podían recorrer distancias cortas por aire. Por otro lado, el mar estaba tristón sin los cantos o la cháchara de los cetáceos.
«Aún queda faena», se dijo. Pero, al consultar el reloj, se percató de que la hora de la cena se echaba encima.
«Otro día», resolvió. La procrastinación acababa de ser creada de forma inadvertida.
Era el final del cuarto día.