Mientras paseaba por el monte de buena mañana, Ernesto había visto como una horda de nubes se había adueñado del horizonte. Enormes, de un blanco radiante que iluminaba un sol que todavía brillaba confiado a primera hora.
Impulsadas por un viento recio de brocha severa, habían corrido en una maniobra de guerra relámpago para salvar las llanuras mudas de cereal en barbecho y, oscuras como la nada, enquistarse contra los cerros que abrazaban al pueblo.
El mismo viento recio que trajo los truenos. Avisos lejanos de una tormenta timorata que anunciase su presencia con carraspeos, al principio, ahora eran explosiones ensordecedoras sobre el enjambre de casas de granito, salpicaduras de gris claro en los tonos pardos y rojos del otoño bajo un cielo convertido en plomo.
El mismo viento que había arrastrado las hojas del calendario, las horas y los minutos hasta poner a Ernesto ante la evidencia. Celia —promesa de primavera; luz de su verano— se marchaba hoy.
Tronaba, y el estallido de los truenos descomponía a Ernesto mientras preparaba la comida. Tenía un miedo cerval a las tormentas. De toda la vida. En cuanto empezaban los chispazos de los relámpagos y el bramido de los truenos se hacía próximo, tenía que buscar refugio. Habitaciones sin ventanas o los brazos de alguien que lo tranquilizase, que le ahorrase el espectáculo de la naturaleza desatada y le brindase la seguridad de que nada iba a sucederle.
—¡Celia! Ya está la comida.
—Voy.
Dos platos de loza vulgares sobre un hule estampado de limones. Una botella de vino tinto mediada y una jarra de vidrio llena de agua. Una barra de pan, servilletas de papel. Dos vasos desiguales, cubiertos para dos. Por última vez.
Celia da vueltas con la cuchara al estofado de lentejas precocinadas de su plato, aún humeante, para que se enfríe. La mirada de Ernesto, fija en el suyo, parece empeñada en contar las legumbres, una por una, mientras su atención bucea en el guiso en busca de algo. ¿Palabras? ¿Razones?
Rumor obsceno de tormenta despótica en el exterior. Percutir violento y fuera de compás de lluvia y granizo sobre el tejado. Atmósfera gélida en la estancia, donde la tempestad inclemente y silenciosa de una despedida agónica impone su ley. El miedo convertido en pánico callado que devora las entrañas.
Hielo y silencio. Electricidad en el ambiente. Celia intenta aliviar la tensión con charla ligera y amable. Lo bien que hornean el pan en la tahona del pueblo, lo prácticos que resultan los platos preparados, y cómo ha mejorado su calidad con el tiempo, la estupenda relación calidad-precio del vino. Ernesto responde con monosílabos o pequeños gruñidos, y rumia pensamientos de fracaso y llamadas desesperadas mientras tanto.
Un trueno.
«Quédate». Tintineo de la botella al chocar contra el vaso cuando va a servirse vino.
Otro.
«Por favor, no te vayas». Chirrido de la cuchara contra el fondo del plato mientras remueve el guiso distraídamente.
Y uno más.
«No me dejes». Crujido del pan que se queja de dolor cuando corta un trozo con las manos.
Silencio.
Termina la comida, amaina la tormenta. No hay espacio para postre. Ni talante para un último momento dulce.
—Bueno pues me voy, que parece que escampa.
—¿No quieres un café? Yo voy a tomar.
—¡Ah! Sí, por favor.
Lapso negro y amargo, penúltimo episodio de la despedida.
Silencio.
—Ahora sí me marcho. Gracias por la comida. Y por el café —Celia se levanta de la silla, estira su cuerpo con una elegancia felina, y la adosa a la mesa con una delicadeza acentuada, como si no tocase el suelo. Las dos tazas se suman a platos, cazos y demás menaje en el fregadero—. ¿Te ayudo con los cacharros?
—No, no te preocupes. Luego recogeré todo.
»No dejes que se te haga de noche, sal ya» —miente Ernesto a todo su ser. A un corazón que se desangra al ver cómo siete años con Celia terminan de ese modo, con un par de tazas de café y culpas no dilucidadas—. ¿Necesitas que te ayude con las maletas?
—No hace falta. Ya está todo en el coche. Menos las cajas, claro.
—Sí, las cajas. Te las enviaré por SEUR en cuanto me digas tus nuevas señas.
—Sí, eso. Bueno, pues…
Ernesto se precipita a cerrar la puerta apenas Celia ha traspasado el umbral. El rugido del motor de su coche al arrancar le llega amortiguado, extraño. Como si viniese de un mundo diferente y remoto.
Ella ya es solo distancia. Recuerdo.
De este lado de la puerta cerrada, soledad. Silencio.
El pecho entero se le desgarra por el zarpazo de un rayo cuya llegada no supo predecir. Se tambalea un momento antes de dejarse caer al suelo y llorar con rabia, furia, dolor. Desesperación. La tormenta ha vuelto.
Hay rayos que fulminan y te matan aunque sigas viviendo. Que frases orquestadas por un servicio de mesa mas bien construido. Atmósfera impecable. Que despedida mas atormentada.
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Muchas gracias por tus amables comentarios, Karnen2021.
Es difícil atribuir algún beneficio a los rayos. Sí acaso que recibir el impacto de uno y sobrevivir, aunque herido, es una forma de renacer. Quizá una señal que anime a vivir el resto de nuestros días con la intensidad de haber mirado cara a cara a la muerte en alguna de sus formas.
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