Coches que se cruzan

«Un coche que de pronto se te cruza desde una calle lateral, y te obliga a frenar en seco», reflexionaba Teresa Luengo con la mirada fija en el monitor de su ordenador. Mariano Quintana había llegado así, por un costado, de refilón. Se había colado en su vida de forma  accidental e inesperada.  

Un viudo de mediana edad, sin unos rasgos marcados en ningún sentido. Ni feo ni guapo, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco. Reservado y taciturno se las había ingeniado para zafarse de la irrelevancia a la que parecía destinado, y hacerse un hueco en sus inquietudes y en su agenda diaria. Mariano esto, Mariano aquello… Desearle buenas noches y un buen descanso al apagar la lámpara de la mesilla. Pequeñeces de poco fuste, que sin embargo ponían de manifiesto una presencia continuada y creciente de ese hombre en su vida. 

—Te veo distinta, mejor. ¿Estás con alguien? —la fusiló  a bocajarro  su amiga Marta Folgado, siempre tan directa, mientras tomaban un café que se debían desde hacía meses.

 —No —se apresuró a responder Teresa—. No hay nadie.

Nada más decirlo, se dio cuenta de que había respondido con la boca pequeña y un pensamiento cargado de duda en el ánimo. Hasta el punto de que al despedirse de su amiga un rato después, lo hizo con la conciencia culpable del mentiroso a su pesar. Un sentimiento pegajoso que no la abandonaría en el camino de vuelta al hogar. La duda, vuelta contra sí misma: ¿acaso era ella la destinataria de su propia mentira?

Tintineo de llaves en la cerradura de la puerta. «Ya estoy en casa». Los andares silenciosos y distinguidos de Haiku por el pasillo le dieron la bienvenida. Nada más. Como había sido desde que rompiese con Héctor, un par de años atrás. Silencio y soledad enseñoreados de sus cuatro paredes. Nada justificaba su pálpito de que las cosas podrían haber sido distintas ese día. No obstante, preguntó con voz suave «¿Mariano?», como si eso pudiese conjurar una respuesta en tono amable nacida del vacío. Que él se hubiese decidido a instalarse en su piso, y fuese una presencia que la esperase acomodado en un rincón discreto.

Mariano no era como Haiku. Teresa podía anticipar las conductas de su siamés castrado a fuerza de verlas repetirse. Apocado y acomodaticio, era fiel al lugar donde se le ofreciesen alimento, agua para beber y un rato de carantoñas a demanda de vez en cuando. ¿Agradecía Mariano las atenciones que ella le dispensaba? Haiku ronroneaba en su regazo; el hombre callaba. ¡Podía ser tan taciturno e impredecible! 

Fijar una cita con él entrañaba el riesgo de que no apareciese. Compartir una mesa en un restaurante podía convertirse en la contemplación de un ser abismado en sus pensamientos y la vista fija en su plato. No era un elemento asocial. Sabía convivir con los demás si se presentaba la ocasión. Pero tenía un poso huraño, reservado, que lo marcaba. A menudo Teresa intentaba tirarle de la lengua, despertar en él la inquietud por comunicarse. Buscar que fuese más locuaz, más participativo. En ocasiones —pocas—, Mariano respondía a medias a los estímulos. La mayoría, suspiraba y se encogía de hombros, fijaba en sus ojos una mirada verde luminosa, que era paciencia, pureza, sinceridad, y  le decía que él era así cuando lo conoció, que nadie la obligó a acercarse a él. Y volvía a su mutismo.

En ese humor melancólico y desconcertante que lo acercaba y lo alejaba simultáneamente, terminó Teresa por explicarse el atractivo que ese hombre ejercía sobre ella. Mirado con los ojos con los que lo vio por primera vez, era transparente como el cristal. Un tipo simplón, sin relieve. Plano. Pero si se la colocaba bajo una luz que lo iluminase en un cierto ángulo, la estructura vítrea empezaba a opacarse en sombras, a desdibujarse en perfiles imprevisibles. Era otro; podía ser muchos más. Un asesino en serie, un pederasta, un místico al borde del éxtasis. 

«Un ser poliédrico».

Lástima que en el proceso de intimar, a la cima misma de su ascenso sucediese un declive pronunciado. Y lástima que este tuviese de apresurado lo que aquel de trabajoso.

Semanas para conocer a alguien, horas de lectura minuciosa para descodificar sus rasgos, entender sus motivaciones. Acercarse al conocimiento. Prenderse de él. Pisar en sus huellas. Inspirar su hálito para exhalar porciones de su singularidad. Empaparse de su esencia para verla, al fin, deshacerse  en hilillos de bruma evaporada por el calor del sol.

Si las despedidas turbaban a Teresa, esta se le hacía particularmente difícil. Desde el papel que le correspondía jugar, Mariano había conseguido reivindicarse y lanzado un desafío que ella pocas veces hubiese aceptado en condiciones normales. Él había dotado su relación de excepcionalidad a fuerza de mostrarse como era. Sin artificios, ni palabras rimbombantes, sin torcer su brazo un centímetro, la había colocado ante una elección que la dejaría marcada, fuese cual fuese el resultado.

Pese a todo, Teresa no podía dejar que imprevistos sobrevenidos distrajesen su atención. Mariano Quintana había aparecido a su lado como una revelación. Una figura que había adquirido una relevancia insospechada cuando se cruzó con ella por primera vez. Tendría un plan, sin duda —¿quién no lo tiene, aunque sea matarse?—, pero al entrelazarse las tramas de ambos, algo lo había desviado de sus propósitos iniciales. Como de algún modo le había ocurrido a ella. Se había sentido atraída —«tentada», habría sido la expresión exacta— por aquel hombre demasiado lacónico para exprimir todo el potencial que intuía en él. Si había influido en ella de forma tan notable, sin desbordar unos límites precisos y rígidos, ¿hasta dónde la habría conducido si hubiera querido implicarse más en la relación?

La torturaba la idea de que su curiosidad fuese a quedar insatisfecha. No podía resignarse a no volver a tener acceso a contenidos que intuía en aquel espíritu, que, con seguridad, la habrían enriquecido en áreas que no sabía precisar. Aportaciones que, en muy poco tiempo más, quedarían en preguntas retóricas: ¿y si…?

Pero el plan de Teresa era exigente. Lo había librado de una muerte triste y sin grandeza, envenenado de somníferos, que parecía su destino inevitable. Lo había acogido hasta quizá más allá de lo que aconsejaba la prudencia. Sin embargo, necesitaba alejarlo. No podía seguir alrededor de ella mucho tiempo más. Un traslado por asuntos de trabajo, un largo viaje persiguiendo un antiguo amor… Alguna opción creíble que tuviese gancho, que provocase una reacción en el lector, sin desvirtuar la progresión establecida en su novela.

Fue el mismo Mariano quien le resolvió la papeleta mediante una nota manuscrita en la que celebraba haberla conocido, le agradecía haberle concedido voz y espacio, y la posibilidad de emprender un rumbo distinto cuando temía que sus pasos en la vida estuviesen llegando a su final. Sin informar de sus propósitos, circunspecto siempre. Concluía diciéndole que le gustaría mantener un cierto contacto con ella, pero que, atendiendo a las circunstancias, comprendía que a un personaje menor en su narración no le correspondían prerrogativas tales.

«Una salida ingeniosa», admitió Teresa. «Un tipo curioso, este Mariano», pensó mientras hacia una bola con su nota y la tiraba a la papelera. El siguiente capítulo demandaba ya su atención.

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