A falta de fuentes históricas fiables —o de la pericia y paciencia para buscarlas—, pongamos que los hechos sucedieran de este modo.
Cercanías de un poblado indigete —la actual Ampurias—. Tibia mañana de primavera. Año 218 antes del nacimiento de un tal Cristo —desconocido entonces, aunque muy popular con el tiempo—. Aunia refunfuñaba mientras recogía fresas silvestres. Ella quería ir a cazar con su padre y hermanos, pero a su madre le daba canguis que su niña, al trastear con piedras y jabalinas, pudiese hacerse daño. Como todos tenían que arrimar el hombro para la subsistencia familiar, la había mandado a recoger las bayas para un postre que quería preparar.
—Ve donde las piedras viejas, que hay muchas.
Y ahí estaba. Había llenado de fresas un hatillo de tela burda, y se había sentado a descansar a la sombra de un enorme panel de mármol. Grabados sobre él, caracteres raros, desconocidos para Aunia, anunciaban la construcción del nuevo ágora de Emporion. Tenía guasa el anuncio. Llevaba puesto la tira de años, y las obras, apenas empezadas, se pararon por falta de dracmas. Los foceos, unos griegos que se habían instalado allí, necesitaron todos sus recursos para financiar una guerra contra unos tipos que tenían fama de chulos y malencarados, llamados púnicos, por un quítame allá esas pajas por asuntos comerciales —la economía siempre dando por el saco—. Todo se resolvería con un empate técnico, y el reparto de zonas de influencia. Como siempre. Y las ambiciosas obras de Emporion, abandonadas a medio hacer, otra costumbre antigua.
Pero volvamos a Aunia. Dejaba vagar la vista por el azul del mar, cuando empezó a ver que el horizonte se poblaba de manchitas oscuras. Puntos que fueron creciendo de tamaño hasta revelar las formas de una escuadra de trirremes con las velas desplegadas al viento y los remos batiendo con energía las aguas.
Aquello parecía importante, aunque su mente infantil no supiese valorar el alcance de lo que veía. Corrió a informar a su madre.
—Escolta, mare! He visto un montón de barcos en el mar. Vienen hacia aquí.
—¡Hosti, tú! ¿Barcos? La mare que ens va parir! ¡Guiris! —dijo la madre poniendo los ojos en blanco.
No hacía mucha gracia a Nisunin la llegada de forasteros. La memoria ancestral de los pueblos que habitaban lo que algunos llamaban Hispania, en general amables y acogedores, ya atesoraba una buena nómina de visitantes. Como en botica, había de todo en las experiencias de los encuentros. Quienes fueron amigables, o quienes no habían dejado un recuerdo grato. Los púnicos antes mencionados habían sido los últimos en llegar. Unos primos de Nisunin que vivían en la misma costa, pero bastante más al sur, se quejaban de que los habían desalojado de su casa en Mastia —ahora llamada Qart Hadasht—, y que tenían a todo el mundo agobiado venga a buscar plata, abundante por allí. De ahí, sus reticencias.
Al igual que la niña, otros habitantes habían sido testigos de la llegada de las embarcaciones. Como era de esperar en una comunidad pequeña, la noticia había corrido como… No, como la pólvora, no, porque aún no se había inventado. Como la Tramontana, un viento propio de la zona. A mediodía, la práctica totalidad de la población se agolpaba a la puerta de la cabaña de Abiskar, el caudillo local, en una asamblea espontánea que demandaba noticias e instrucciones sobre qué postura adoptar ante los extranjeros. El jefe había destacado a un grupo de guerreros para que vigilase a la flota, e informasen de sus maniobras. Los últimos datos tranquilizaron el ánimo de la colectividad. Los navíos habían detenido su marcha. La marea había comenzado a bajar, y los comandantes parecían no querer arriesgarse a encallar en una costa plagada de escollos y bajíos. Eso daba a los indigetes un respiro hasta la siguiente pleamar.
A base de gritos y golpes sobre la mesa a la que se sentaba, Abiskar consiguió imponer la calma en la inquieta comunidad, y conducir la asamblea por unos cauces aceptablemente ordenados. Las propuestas de sus convecinos se polarizaban en torno a dos opciones: los que querían plantarse en la playa armados hasta los dientes con el ánimo de disuadir cualquier tentación de desembarco, y los que preferían un recibimiento pacífico. Aunque las posturas estaban muy enconadas, el jefe, que a su valor y fortaleza unía una notable sagacidad, desarrolló una mediación eficaz, hasta alcanzar una solución de consenso. El poblado enviaría una nutrida representación a la costa. En son de paz y vestidos con sus mejores galas. Los guerreros, pertrechados para el combate, no andarían lejos, preparados, por si pintaban bastos. Además, entre rocas y matojos cercanos a la comitiva de recepción, esconderían venablos, hondas y falcatas para todos, por si la cosa se torcía de veras. Por las buenas, lo que quisieran. A las malas, los extraños se enterarían de lo que valía un peine. La noche en el asentamiento se repartió entre quienes tejían guirnaldas de flores y quienes afilaban las armas.
A bordo de las naves romanas, mientras, cundía la inquietud. Tantas horas frente a una costa sin decidirse a desembarcar. No era ese el proceder habitual del comandante de la expedición. Ni siquiera había escuchado la sugerencia de los capitanes de las trirremes para explorar lugares alternativos donde tocar tierra, ante las dificultades que ofrecía el enclave de Emporion. Estaban deseosos de tomarse un vermú con anchoas en las playas de L´Escala antes de ponerse a masacrar cartagineses. Pero Cneo Cornelio Escipión estaba encerrado en su cámara, con el ánimo mezclado de ira y melancolía. El Senado había impuesto su criterio de desembarcar en ese punto de la costa, contra su deseo de hacerlo a muchos milia passuum al sur de allí. Albergaba la secreta esperanza de cortejar a una legendaria mujer hispana residente en la Bética. Un bardo galo, llamado Bizetix, le había hablado maravillas de ella entre vasos de vino. ¡A ver si se le iba a adelantar un maldito cartaginés!