Dólar de plata

 

Don leyó la carta varias veces tras recogerla del apartado postal al que Betty dirigía su correspondencia,

Mapa perfecto, itinerario de su relación en los últimos seis años, y ultimátum: o vienes, o lo cuento todo.

 Le daba un mes.

«¿Qué hago?», se preguntaba, vencido el plazo. Otra madrugada lo sorprendía en la cocina. Una taza de café, y en la radio la valoración del discurso presidencial de la noche anterior. Misiles rusos en Cuba, otra decisión difícil.

Había perdido la cuenta. De tazas de café, de noches sin sueño, de los días transcurridos desde que recibió la carta. De los momentos en que se había forzado en vano a tomar una decisión.

Betty Sullivan y la UCLA, reverdecer junto al Pacífico, en una mano. En la otra, Frances y los chicos. Pavesas del viejo amor de High School, responsabilidad de cabeza de familia, la aburrida Iowa.

Decisiones. Juegos perversos de su padre, artificiero del FBI. La maqueta de bomba de tiempo en el sótano. Haces de cables que conectaban destinos: vida o muerte.

—¡Vamos, Don! Córtalo.

Tic, tac… el reloj que espantaba la vida y traía la muerte.

—Concéntrate. Lo has hecho otras veces.

¿Cable rojo, o cable negro? ¿Amarillo, o verde?

—¡Vamos, hijo! No dejes que ganen los malos.

Un cable elegido a ciegas. El timbre. Error.

Los malos ganaron muchas veces. Desesperaba su padre.

—No le echas lo que hay que echarle, Donald. Así no se toman decisiones.

No era hombre de grandes decisiones, concluyó mientras apuraba los últimos sorbos de un café helado frente a la primera claridad del alba.

Entre ser el hijo que su adorado padre soñaba, o la respuesta a las dudas que asediaban su espíritu, ganó la Filosofía.

Victoria pírrica que los distanció, llenó a Don de remordimiento y lo obligó a aceptar trabajos inmundos para pagarse unos estudios que su padre no sufragaría.

Ganó la Filosofía. Profesor lleno de preguntas, escaso de certidumbres, que enamoraba a sus estudiantes a fuerza de larguísimas discusiones que raramente alcanzaban un consenso.

A Betty. Alumna predilecta. Almas gemelas solo separadas por veinte años y domicilios distintos. El uno en brazos del otro, búsqueda incesante de verdades incontrovertibles en escenarios improbables. Senderos sin destino fijo, ni vuelta atrás. Nunca se sintió más cerca de la certidumbre que cuando lo asaltaba el desasosiego de la culpa al volver a la casa familiar tras una tarde con ella.

Y ahora, la exigencia de una nueva decisión.

¿Cable rojo, o cable negro? ¿Frances, o Betty? ¿Compromiso, o felicidad?

Unos días más. La noción del tiempo aniquilada por las dudas, todo era un hoy sin horas ni fechas. Atardecer. Sentado en su lado de la cama recordó el talismán guardado en el cajón de la mesilla. El  Morgan de 1921, un dólar de plata, regalo de su abuelo Tom.

Lo apretó en su mano con fuerza, como si de ese trozo de metal precioso pudiese exprimir las gotas de determinación que su ánimo turbado le negaba.

No le dio solución la moneda, mas sí una inspiración. Si él no podía resolver, que corriese el azar con la tarea.

A cara, o cruz

La acomodó en el hueco entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha. Cara, Frances y los chicos; el deber. Cruz, Betty y Los Ángeles. El deseo.

Contuvo la respiración mientras la moneda, impulsada por el pulgar, subía por el aire girando sobre su eje. La luz del ocaso teñía alternativamente sus lados de luz dorada según ascendía.

Un destello intenso, de sol miniaturizado, marcó su apogeo. A partir del cual, cara y cruz se ensombrecieron, voluntad de mantener la incertidumbre del resultado, mientras el dólar iniciaba su descenso hacia la mano tendida de Don.

Capricho del destino, el canto del Morgan rebotó sobre su palma abierta, y continuó cayendo hacia el enlosado. Al que saludó con un tintineo amable, apagado de golpe por una detonación seca.

La bala golpeó a Donald en el hombro izquierdo. La fuerza del impacto lo impulsó a girarse hacia el lado contrario, y hacia atrás. De la boca del cañón de su Colt calibre 38, en una mano de una llorosa Frances, brotaba una tenue columna de humo.

Dio dos pasos hacia ella; dos detonaciones más interrumpieron su caminar. Picotazos de plomo en el vientre y el pecho.

En un parpadeo, el mundo se hizo torbellino, salvo las cuartillas en la otra mano de Frances. Caligrafía de Betty, la temida confesión de sus amoríos.  

«Debí, debí…» Una flojera extrema se apoderó de su cuerpo, y cortó de raíz su pensamiento. Cayó aovillado al lado de la moneda. Sus ojos, a punto de opacarse para siempre, aún pudieron dirigir una mirada a esta.

Había salido cruz.

¡Perra suerte! Enseñar a Frances a disparar había sido una pésima decisión.

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