Quizá el primer acierto que cabe atribuir a Salomón —o a algún asesor de imagen; no hay constancia histórica— sea el de cambiarse el nombre.
A ver, que no hay nada deshonroso en el Jedidías que le puso su papi, el Deivi de Judea, ese que andaba loco por la música. Pero dónde va a compararse con Salomón, que, entremedias de sus sílabas atesora la palabra lomo, y, ¿a quién no se le hace la boca agua al pensar en una tapa de caña de lomo ibérico de pata negra? (Lectores veganos y vegetarianos: por favor, aceptad esta como una pregunta retórica, sin más. No quisiera el autor tentar vuestras convicciones).
Jedidías suena muy bíblico y tal, pero, en los tiempos desmadrados que vivimos, con tendencia a la simplificación o al mal gusto —cuando no a ambos simultáneamente—, el respetado y sabio Salomón habría pasado a ser El Jedi, uno más en la prolija nómina de los Obi-Wan, Yoda, etcétera. Por no hablar de las resonancias olfativas maliciosas, o un uso tendenciosamente soez del nombrecito de marras.
Lo dejamos en Salomón, pues, y todos tan amigos.
Dicen los anales que fue hombre longevo para su época —vivió unos sesenta años—, gobernante duradero —su reinado se extendió a lo largo de cuatro décadas—, y, sobre todo, personaje sabio y prudente. Tenía además un gen inquieto y creador, herencia sin duda de su padre, que le dio para construir el primer templo de Jerusalén y escribir tres libros que con el tiempo formarían parte de las Sagradas Escrituras (Eclesiastés, Proverbios y Cantar de los cantares). Por si fuese poco mérito, además le dio tiempo de intimar con la reina de Saba. Se da por seguro que se trataba de una mujer que a sus dotes como estadista añadía una muy notable belleza, que para el Hollywood de los cincuenta guardaba un notable parecido con la actriz italiana Gina Lollobrigida. Y, como remate, resultó ser versado en leyes y juez justo.
Un mirlo blanco, el yerno perfecto.
Quizá uno de sus hechos más notables, cuya repercusión llega a nuestros tiempos, fue su forma de bregar con una solicitud de arbitraje que le plantearon dos súbditas. La escena pudo suceder de este modo, más o menos.
Escenario: la sala de audiencias del palacio real.
Personajes: Salomón, su consejero principal, dos mujeres y varios soldados de la guardia real. Uno de ellos sostiene un bebé en brazos.
Momento del día: por la mañana (ya se sabe que la administración tiene querencia por la jornada continua).
—Y bien, ¿qué tenemos aquí? —indaga el monarca con mirada severa y escrutadora.
—Estas mujeres piden la merced de vuestra justicia, sabio Salomón, para resolver la disputa que las enfrenta —proclama el consejero con voz un poco aflautada y untuosa que hace pensar en un eunuco—. Ambas reclaman ser la madre de la criatura que el soldado acuna en sus brazos, y aducen argumentos razonables.
—Ya. Dádselo a la de la izquierda —dictamina el rey de Israel con un tono que no admite réplica.
Su decisión es recibida con alborozo por la mujer citada, e indignación por la otra, que reclama airada:
—Pero, ¿qué clase de justicia es esta? ¿Con qué criterio tomáis vuestra decisión, majestad?
»Hacedme al menos la merced de otorgarme la mitad del hijo. Que uno de vuestros soldados desenvaine la espada y lo corte en canal, y cada una llevemos a nuestro hogar la parte correspondiente».
Su osadía causa irritación en El Sabio, quien se levanta del trono para lanzarle una severa admonición:
—¿Y que se me quede el salón lleno de entrañas y sangre? ¿Quién lo limpia después? ¿Acaso tú?
»Mujer, no seas insolente con tu soberano. Marcha de mi vista inmediatamente, y da gracias de no hacerlo con tu cabeza separada del cuerpo».
La mujer abandona la sala mascullando maldiciones contra la discriminación positiva y la tibieza del gobierno.
El consejero, admirado, se dirige a Salomón.
—En verdad, señor, que tenéis fama de sabio y justo, mas no entiendo los fundamentos de vuestro juicio en este episodio. Las reclamaciones de ambas mujeres parecían igualmente pertinentes y fundadas. Con seguridad un tribunal de más baja índole habría encontrado difícil alcanzar resolución tan rápida y decidida como la vuestra.
»¿Seríais tan bondadoso de iluminar mi desconcierto con vuestra sabiduría?»
Sonríe el monarca, y habla a su servidor con tono cachazudo.
—A ver, mi buen amigo. Tú has visto lo mismo que yo. Usa la cabeza, que para eso te pago unos pingües honorarios. ¿Cómo era el niño?
—Negro como un tizón, mi rey.
—Como un nativo de Abisinia, sí. Igual que la mujer de la izquierda.
»¿Y la mujer que tan agraviada se ha marchado?»
—Rubia y de ojos azules. Tez clara como los lirios del valle.
—Pues, blanca y en cántaro de arcilla… ¡Elemental, querido Eleazar!
»¡Que pase el siguiente!»
Ilustración: El juicio de Salomón. Pieter Paul Rubens (1611-14).
No sé, creí haber entendido la resolución del conflicto de otra forma cuando lo leí por primera vez. Jeje
Cuanto de aprende con tu versión actualizada de hechos bíblicos.
Espléndido post, Miguel
Me gustaMe gusta
Vaya por delante mi público agradecimiento a tu anónima y benevolente valoración. Solo puedo celebrar que hayas pasado un buen rato con estas líneas. En el fondo, eso pretenden ser: un divertimento. Ojalá sigan mis textos pareciéndote dignos de tu atención de aquí en adelante.
Me gustaMe gusta