La frutería, la panadería… En todas las tiendas, la misma historia. «Y Gloria, ¿cómo está? ¡Pobre! ¡Qué desgracia! ¡Con lo buena persona que es!»
No lo saben, pero su interés y su amabilidad provocan una desazón en mí difícil de explicar. Tengo muchas dudas. De remordimientos, ni hablo. Mi conciencia se retuerce cuando pienso en ella, naturaleza tan dulce y sosegada, encerrada en el piso bajo siete llaves. No sé si es ético lo que estoy haciendo. Me lo pregunto día y noche. Las respuestas no llegan fácilmente.
Por un lado, pienso que, como marido, tengo mis prerrogativas sobre ella. Que tiene comportamientos que justifican mis actuaciones. Aunque cuando me vienen a la memoria ciertas cosas —las ligaduras, los golpes, las voces— me parece que puedo estar propasándome en mis derechos y atribuciones.
Por otra parte están su conducta, sus modales. Me repugna lo que hago, pero no puedo encontrar soluciones. Solo seguir adelante, y ver hasta dónde soy capaz de llegar.
Al principio, la historia del coche empotrado contra el árbol pareció una buena excusa. Ahora no sé qué recorrido tendrá. Más tarde o más temprano, las verdades saldrán a la luz. Gloria, a la calle. ¿Cómo podré justificarme entonces?
Subo las escaleras. Me planto ante la puerta de nuestra casa. Cerradura de seguridad y tres cerrojos adicionales. Dejo las bolsas de la compra en el suelo. Con mi única mano abro todos los cierres. Desde el recibidor anuncio mi presencia con un «¡Gloria, cariño, ya estoy en casa!» que suena algo erosionado después de tanto uso. Oigo revuelo en la cocina. Deduzco que se ha soltado de las correas, y me digo que, por mucho que me desagrade la idea, el próximo día que salga tendré que apretarlas más.
Gloria está revolviendo armarios y cajones, presa de un ataque de ansiedad. Tarda unos segundos en darse cuenta de mi presencia. Cuando lo hace, lo primero que sale de sus labios es un requerimiento apremiante.
—¿Dónde has puesto el cuchillo eléctrico, cabronazo? ¡Me muero de hambre! ¡Quiero asado!
Asado, fileteado muy fino. Así le gusta. Por eso utilizo el cuchillo eléctrico para cortarlo de ese modo. Lonchas finas, casi transparentes, y regulares. Lo tengo escondido. Si ella accediese a él, el asado duraría un parpadeo.
—Yo me encargo, cielo. Tú relájate, que en un minuto lo caliento al microondas y te lo sirvo. ¿Cuántos filetes quieres?
—Tres. Con patatas y zanahoria. Pero, mejor que en el micro, caliéntalo en el horno.
—En el horno tarda más, cari.
—Ya, pero es que ahora que te veo, me han entrado unas ganas de echarte un polvazo que me muero. Así que, mientras se calienta…
Se aleja por el pasillo, camino del dormitorio, mientras me dice que no tarde.
Saco la fuente del asado del frigorífico y corto las tres lonchas. Finas como papel de fumar. Las pongo en un plato, con la guarnición, y este en el horno, a baja temperatura. Desde la alcoba me llegan sus gritos de «¡Venga, venga, que ya estoy lista!», y recuerdo que todo esto es cosa de National Geographic. De un documental sobre insectos con el que distraíamos el tedio de una anodina tarde de sábado, que provocó que algo hiciese clic en el cerebro de Gloria.
—¡Que vengas ya, que estoy toda mojada!
Debió de alarmarme la inclinación que mostró desde entonces a darme bocaditos por todo el cuerpo después de cada coito, pero es que nunca habíamos practicado un sexo tan intenso y frecuente como desde aquel día. Y era muy estimulante sentir sus dientes mordisquearme con tal ansia.
El deber conyugal me llama. Devuelvo al frigorífico la fuente de loza, con lo que queda de mi antebrazo izquierdo deshuesado, asado perfecto de piel dorada, con una guarnición de patatitas parisién, zanahorias baby y judías verdes. Mi antebrazo, la mutilación que declaro como resultado del accidente de tráfico inventado que me sirve de cobertura para tener a Gloria separada del mundo. Miro el pósit pegado en la puerta del refrigerador que recuerda la fecha en que Gloria tiene una cita en Neuropsiquiatría del Hospital La Paz con un tal doctor Ibarra. Faltan semanas, aún. Demasiadas para que cunda este plato. Anticipo que la espera me costará lo que me queda de brazo. Quién sabe si una pantorrilla, también, si Gloria sigue sacudida por estos apetitos voraces. Yo, por si acaso, ya he difundido por el barrio que el médico me ha dicho que podría sufrir complicaciones por el percance.
«Es lo que hay», me digo mientras voy quitándome la ropa camino del dormitorio. Dispuesto a follar como un loco como últimamente. Como nunca en estos veinte años de casados.