EN FRANÇAIS, S´IL VOUS PLAIT

La tormenta golpeaba duro esa noche. Fuera y dentro.

Fuera, relámpagos y truenos.

Por dentro, desangrarme al compás de canciones de dolor y derrota. Las de Sabina y Enrique Urquijo. Las del Jackson Browne triste, y  Tucson, Arizona, de Dan Fogelberg. Aunque la atmósfera del bar vibrase con el rock vigoroso seleccionado por el pincha, mi ánimo era totalmente melancólico, lúgubre.

Un mes desde que se fue; una noche para emborracharme y olvidar. Embarrancado en el rincón más apartado y oscuro que pude encontrar en la barra. Suelo beber gin-tonic cuando voy de copas, pero esa noche no estaba de copas. Estaba en Urgencias, con un tratamiento de choque contra la pena a base de bourbon con hielo en un vaso chato que me rellenaban de vez en cuando.

Ella llegó en medio de crujidos de cuero negro. Su cazadora, sus pantalones, sus botines. Se acodó en un hueco de la barra, a mi lado:

—Soy Ana. —Sin preámbulos, ni ceremonia.

La miré de arriba a abajo. ¿Otro naufragio en rumbo de colisión con el mío? Clavé mi mirada en sus ojos verdes.

—No —respondí—. Eres Soledad. Busca un espejo, y mírate bien, verás como eres Soledad.

Que hubiese roto a reír, o me hubiese tirado el contenido de su vaso por encima, sucesos equiprobables.

En vez de eso, me aguantó la mirada en silencio, escudriñando mis motivos con sus ojos. Que eran hermosos, además de verdes, e iluminaban un rostro pálido sin maquillar, como recién lavado.

El tiempo y el movimiento alrededor parecían  detenidos mientras digería mis palabras. Sentí que de ella emanaba una fuerza que me habría hecho retroceder de no estar apoyado en una pared. Por un momento, me sentí perro que rehúye una pelea, pero tiene que retirarse con dignidad. El pelo del lomo erizado, el morro arrugado, mostrando los dientes. Mucho gruñido que quiere sonar amenazante, y el rabo, entre las patas.

Me encogí de hombros ante su escrutinio. Un gesto para quitar tensión al momento. Una reacción a la defensiva:

—No me hagas mucho caso. Esta noche soy Jack Daniels. —Alcé mi vaso.

—Vale. Y yo estoy en Finlandia —me desafió sin rastro de humor, mientras agitaba el suyo. Un líquido transparente en el que flotaban los restos de unos cubos de hielo.

—¿Vodka?

Afirmó con la cabeza.

Un nuevo paréntesis. Nuestras miradas que se evitaban, y buscaban excusas alrededor. Ninguno de los dos se movió. ¿Habría un siguiente paso? ¿Quién lo daría? Debió de pasar un minuto, pero uno de esos minutos muy largos, antes de que ella tomase la iniciativa.

—¿Estás solo?

—«Nunca estoy solo con mi soledad». —Me puso gesto raro—. ¿No te gusta? Es de una canción de Georges Moustaki.

—¿Quién es ese? No lo conozco. Además, ¿qué chorrada es esa? O se está solo, o se está acompañado de alguien.

Ya. Me hacía una idea. Muy dada a sutilezas no parecía.

Turno para el silencio, de  nuevo. Cada uno sondeando su alma y su vaso, desentrañando señales del futuro entre tintineos de hielo a la deriva. La partida amenazaba terminar en tablas, y yo me sentía un poco incómodo con la situación.

Había disparado el primer tiro al rebautizarla a mi antojo —aunque no me apease de la burra de que su imagen era de Soledad, no de Ana—, y había buscado epatar con la cita de la canción de Moustaki, en vez de responder con un «sí». O un «no», si hubiese querido librarme de ella.

La miré de refilón, con la misma atención que disimulo. Ella esperaba algo. Yo estaba encontrando algo. Estimé que, aparte de los matices lingüísticos, nos separaban un número de años suficientes como para que fuese yo quien asumiese el rol de adulto, y mostrase cierta madurez, saber hacer. Algo me empujaba a salir del impasse.

—Oye, perdóname. Soy un borde. Tú vienes a hacerme compañía, y yo…

Yo no sabía cómo seguir

—Tú, ¿qué?

—Pues eso. Que me he puesto a jugar a ser borde. Y a hacerme el interesante.

—¡Bah! No te preocupes. Los he conocido mucho peores. Tú, por lo menos, no llevas la polla en la frente.

Asentí, aunque no entendí nada. Después me daría corte preguntarle qué había querido decir con eso.

—¿Tienes Spotify? —preguntó señalando a mi teléfono móvil.

—Sí, pero no es Premium. Tiene anuncios.

—Da igual. Solo quiero que me pongas esa canción de la soledad que me has dicho antes.

—Vale, pero no llevo auriculares. No sé si con el ruido… —Con el índice de la mano derecha señalé hacia un altavoz enorme que vomitaba Thunderstruck, de AC/DC.

—¿De qué vas, tío sieso? —rio—. Tú pon la canción, y pásame el teléfono. Ya te diré si la oigo.

La busqué, y se la puse. Se pegó el teléfono a un oído, y se tapó el otro con un dedo. La observé mientras escuchaba, concentrada, con el gesto grave de quien asiste a una ceremonia religiosa.

«Tengo Spotify, pero no el Premium».

«No tengo auriculares».

«No sé si vas a poder escucharla con este ruido».

¿A qué tantas pegas? ¿Quería aburrirla, y echarla de mi lado? ¿No me apetecía que se quedara conmigo un rato más?

Escuchó la canción entera. Me devolvió el teléfono. Rocé su mano.

La respuesta era: sí. Quería que se quedase.

—Hombre, muy bien no he podido escucharla. No sé, no está mal. Un poco blandita, quizá. Además, que yo de francés, poco y menos. Porque está en francés, ¿no?

Afirmé con la cabeza.

—Yo tampoco. No vayas a creer. Solo me sé los versos que te dije antes, y cosas sueltas. Las que se sabe todo el mundo.

—¡Ay! Dilos.

—No, que destrozo el idioma. No quiero un conflicto con un país vecino.

Porfa, porfa, porfa

¿Porfa? A Soledad no le pegaba nada ese modo de hablar. No con su aspecto, su forma de estar. Sorprendía la voz infantil impostada al decirlo. ¿Sería la de Ana, fuera de este garito? Sonaba a emoción, no a ñoñería. La candidez en los ojos, también. El rubor de sus mejillas no era colorete. ¿Podía permitirse la vulnerabilidad de una criatura, si andaba bebiendo sola de noche por ahí, embutida en cuero negro?

—Anda, porfa… —repitió una vez más.

Intenté entonarlos lo mejor que pude, con mi francés macarrónico.

—Dilos un poco más despacio. Palabra por palabra, para que pueda repetirlos:

Non. Je ne suis jamais seul / Avec ma solitude.

Los repitió tres veces, como si pronunciase un conjuro. Después, se puso de puntillas sobre sus botines, y me besó en los labios.

—Vamos fuera. Me apetece un cigarro. ¿Tú fumas?

Lo había dejado seis meses antes, pero la acompañé.

Ya no relampagueaba. Caía una llovizna fina de la que nos protegimos bajo un voladizo. En un espacio mínimo, nuestros cuerpos pegados, sus facciones reveladas. Una cara que se veía hermosa de algún modo, aun a la poca luz que llegaba de una farola cercana.

Ana fumaba en silencio. Al expulsar el humo, abocinaba los labios de forma que estos se veían carnosos y tentadores. No pude resistirme a acariciarlos con las yemas de los dedos.

—¿Te apetecen, Jack Daniels?

—Mataría por besarlos.

El recurso al homicidio no fue necesario. Consensuamos unos besos desesperados, intensos hasta hacernos gemir.

Ella me murmuró al oído algo que recordaba vagamente a los versos de Ma solitude, y me jadeó: «¿Te pone?».

Dejé que leyese la respuesta en más besos y en las caricias que aventuré con mi mano bajo su cazadora.

No hablamos mucho más al volver al bar. Encontramos un espacio providencial donde sentarnos, el uno contra el otro, y practicar formas de comunicación alternativas, al margen de los decibelios que atronaban el lugar. Descubrí una pasión genuina por el maridaje de vodka, nicotina y saliva en su lengua.

Se hizo la hora de cierre. No hizo falta un ángel con espada flamígera para expulsarnos del paraíso canalla. Bastó el deslumbramiento cuando el encargado encendió todas las luces de golpe, sin contemplaciones. La calle nos acogió con un silencio cómplice que solo rompía el zumbido de algún coche al pasar, o el rugido del camión de la basura. Tiritonas esporádicas e involuntarias ponían de manifiesto que el otoño había dejado de ser un riesgo, y se había instalado entre nosotros.

Sentados en un banco, abrazados y silenciosos, vimos morir la noche para dejar espacio al alba.

La acompañé a su casa, una buena caminata. La presencia del portero de la finca limpiando el portal no fue cortapisa para que nuestra despedida tuviese tintes memorables.

—¿Ya no te sientes solo?

Je suis avec

Nos reímos como críos.

Le pregunté si volveríamos a vernos. Por toda respuesta me dijo:

—Coge el móvil. Marca… —recitó nueve dígitos.

Un timbre sonó en el interior de su bolso.

—Ahora te devuelvo la llamada, y podemos quedar cuando quieras. ¿Qué nombre pongo en el contacto?

Jack Daniels, claro. ¿Nos vemos luego? —Mañana ya era hoy.

—¿Luego? ¿Hoy mismo? Muy bien. Pero ya no te va a valer el truco de ese cantante francés… ¿Cómo me dijiste que se llamaba?

—Georges Moustaki.

—Moustaki. Suena más a griego que a francés, ¿no te parece?

—Algo de griego tenía, si.

—Bueno. Pues tienes que buscarte la vida. ¿Con qué vas a sorprenderme?

—¿En francés, también?

¡Porfa, porfa, porfa!—. Qué bonita, su cara aniñada, a la luz del amanecer. Pegó su boca a mi oído, y murmuró:

—A mí también me pone, aunque no lo entienda. Bastante.

No era fácil pensar con mente fría mientras su aliento acariciaba mi oído con un soplo delicado. Pero conseguí recordar algo.

Una búsqueda acelerada en el teléfono, y…

—A ver qué te parece esto.

Unas notas de piano, la voz de Jacques Brel —Ne me quitte pas / Il faut oublier / Tout peut s´oublier…*—, y un gesto de gozo de Soledad / Ana. Era la primera sonrisa de la mañana en su rostro. Una sonrisa que competía en brillo con el mismísimo sol naciente.

—¡De esta no sales vivo, muñeco! —me amenazó con picardía mientras traspasaba el umbral de su portal.

Y yo, encantado de la vida de nuevo. 

* No me dejes / Hay que olvidar / Todo se puede olvidar.

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