Se dio cuenta de que aún olía a Carla cuando entró en el ascensor. A su perfume, a su cuerpo, al sudor de su entrega. Aún su paladar tenía frescos los sabores de su piel, de sus besos y su sexo.
Mientras la llave giraba en la cerradura de la puerta, coreografió en su mente la entrada en casa.
Los gemelos ya estarían dormidos. Luisa se habría cansado de esperarle y ya habría cenado. Estaría sentada frente al televisor hasta que la venciera el sueño.
Él entraría como un tiro camino del baño. Desde el pasillo gruñiría un saludo a su mujer y la protesta de un día interminable en el despacho. Añadiría que iba a darse un ducha rápida para quitarse el cansancio.
Arrojaría la camisa acusadora al cesto de la ropa sucia en un intento de diluir la fragancia que aún la impregnaba al mezclarse con las de las colonias de Luisa y sus hijos.
Frotaría su cuerpo con esponja de crin y energía. Agua y olor a gel de áloe vera para limpiar su piel de vestigios.
Se embutiría el pijama aromatizado de suavizante floral.
Padre y marido en este trance, besaría el sueño de sus hijos en las frentes, y rozaría los labios de su esposa con un remedo de beso.
Duchado y cambiado, se dirigió al dormitorio de los niños. Los encontró totalmente inmóviles y fríos. Muy fríos en sus camas, a pesar de los edredones.
Se apresuró al salón.
Luisa también estaba inmóvil y fría en una penumbra que solo iluminaba el resplandor de un concurso en el televisor. Desmadejada sobre el sofá, la mano izquierda crispada sobre un pedazo de papel. Lo leyó sin retirarlo de los dedos engarfiados: “Lo sé todo. Adiós. Te dejo la cena en la mesa. PD: Tus hijos no han sufrido. Les di pastillas para dormir antes de…”.
A partir de ahí, la letra se hacía temblorosa e imprecisa.
Inspiró hondo. Por un momento, le flaquearon las piernas y estuvo a punto de tambalearse cuando dio los primeros pasos para alejarse del cuadro de su esposa yacente, camino de la mesa de comedor. La vista se le fue a un frasco de vidrio tirado en el suelo, casi en el centro de la estancia. De color ámbar, pequeño, trágicamente destapado. Con una etiqueta blanca en la que se veía el nombre de una empresa química y el dibujo de una calavera con dos tibias cruzadas.
«Luisa y su manía de traerse el trabajo a casa», rió con malicia, mientras levantaba la tapa del plato para ver qué tenía de cena.
Pastel frío de carne. Una especialidad de su mujer que le encantaba. Debía admitir que era una gran cocinera. O que lo fue, o lo había sido.
Eso pedía vino, en cualquier caso.
Mientras descorchaba una botella y se servía una copa, recapacitó sobre la situación. Era un drama, pero simplificaba las cosas, y cómo. Con su actuación, Luisa le había ahorrado el trámite engorroso de un divorcio. La nota, junto con su historial psiquiátrico, era un salvoconducto. La sustracción del frasquito que declararía su laboratorio, la exoneración de toda sospecha hacia él. Tendría que avisar a la policía, por supuesto, pero eso podía esperar. Primero, la cena.
Un par de sorbos para paladear el excelente Rioja que había elegido, y se sentó a la mesa. Pensó en Carla. La llamaría cuando todo el revuelo hubiese pasado para decirle que nunca más tendría que marcharse de su casa al anochecer.
Atacó el pastel de carne con apetito. El vino ayudaba a disipar el regusto a almendras amargas.