LAS DE CAÍN (Y 3, ¡YA IBA SIENDO HORA!). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA VI

Bueno, pues que la gula divina —no la del norte— hizo que lo que había empezado como capricho gastronómico de fin de semana, se convirtiese en búsqueda exhaustiva.

Como no encontraba a su proveedor por ninguna parte, y, viendo el rebaño de Abel disperso y solitario, Yahvé se dirigió a Caín en procura de información.

—Caín, hace tiempo que no sé de tu hermano. ¿Tienes noticias suyas?

—No. Hace tiempo que no lo veo yo, tampoco.

—Ya. Pues, oye, si lo ves dile que me llame, anda.

Así, varios días seguidos. El Altísimo preguntaba, y Caín, erre que erre, que de Abel, ni idea.

Mas cuando se combinan la mentira del interrogado con la sagacidad e insistencia del interrogador, no falla que el primero muestre tics y otras alteraciones de la conducta que no pasan desapercibidas para el segundo. Sin polígrafo ni nada, Yahvé veía que su criatura se incomodaba cada vez más a cada cuestionamiento, y trataba de apretarle las tuercas.

—Pues mira, chico. Abel y tú siempre habéis sido como uña y carne. No me creo que no conozcas su paradero.

»Así que haz el favor de decirme dónde está tu hermano de una santa vez, ¡reyó!».

Y ya Caín explotó:

—¿Cómo había de saberlo yo, Señor? ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?

—Pues, hombre, ahora que lo mencionas, un poco sí deberías ser, sí. Para algo eres el mayor de los dos.

Pero Caín no daba su brazo a torcer.

—¡Bah! Eso es un mito de la sociedad paternalista. La dichosa herencia de la moral judeocristiana (*).

Y continuó con un chorreo ideológico que al Todopoderoso le sacó los colores y le secó la lengua. ¡Menudo pico de oro se gastaba el pájaro aquel!

Se marchó del lugar, dejando al energúmeno en medio de su soflama. Pero —cuidadín con la divinidad— diciéndose que había perdido una batalla, no la guerra. Recursos tenía de sobra.

Como hacer una llamada de larga distancia. De muy, muy larga distancia.

—Los Angeles Police Department. Can we help you?

¡Vaya si podían!

EPÍLOGO.

Habían pasado unas cuantas fechas, y Yahvé había dejado de darle la brasa. Caín se afanaba escardando cebollinos en su huerto, cuando vio acercarse una figura humana. Como estaba a contraluz, no pudo distinguir demasiado de ella, más allá de que no era una persona muy alta que andaba de forma algo patosa. Cuando estuvo más cerca ya pudo apreciar los detalles. Un hombre de aire desaliñado, que le resultó vagamente familiar. La ropa arrugada, la corbata mal anudada hecha un gurruño sobre una camisa descolorida. Despeinado, mal afeitado… Y, sobre todo, una gabardina que no pegaba nada con el calor que hacía. Vieja, astrosa y llena de lamparones.

—¿El señor Caín? —le preguntó con voz falsamente dubitativa, mientras taladraba su mirada con un ojo tuerto que lo escudriñaba sin necesidad de verlo—. Soy el teniente Frank Colombo, de la policía de Los Ángeles. ¿Podría hacerle unas preguntas?

Caín supo que estaba perdido.

(*) Uno, cuando se enciende, se enciende. Y eso le pasó a nuestro personaje, que en su indignación y desesperación, no tuvo empacho en recurrir a un tópico que aún tardaría unos miles de años en fraguarse. Ahora, que con lo rebotado que andaba, como para hacerle notar el anacronismo. Yo no me atrevo, desde luego.

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