Lucas mira el contenido de su monedero una vez más. Por muchas combinaciones que haga con las monedas allí guardadas, la aritmética es inclemente y el resultado, invariable: dos euros con veintitrés céntimos. Todo su patrimonio.
El alma le pide un güisqui que el bolsillo le niega.
«Y dos días aún para que me paguen el paro. ¡Uf, qué agobio!»
Repasa mentalmente las existencias de su despensa. Bueno, le llega hasta entonces.
Pero cómo necesita darse una alegría…
El destino parece echarle un capote al pasar por delante de una heladería. Un cartel escrito en rotulador fluorescente le dice que ahí mismo puede darse ese homenaje deseado: «¡Oferta! Cucurucho mediano. Hoy: 2,10 €».
Helado. Dulce, fresco. Recuerdos de niñez, tiempo feliz.
La asociación de ideas lo empuja al interior de la heladería. Entra y se acoda en el mostrador.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes —le responde la voz educada, queda y displicente de la encargada, indicio de un pensamiento que está muy lejos de allí. De esa bayeta con la que lustra un mostrador de aluminio brillante de por sí.
Será por el calor de esta tarde de verano, que parece incendiar el mundo y hacer brotar espejismos, pero Lucas se flecha por ella al primer vistazo. Una mujer, mujer. De una pieza. De una vez. Una cascada de pelo oscuro, melena alisada, que enmarca un óvalo de piel clara. Labios de un rojo que, aun matizado, no deja de ser incitante. Carnosidad de geometría vagamente trapezoidal que invita al beso. Ojos de un castaño abisal iluminan palimpsestos vivos en los que líneas de escritura nacida del alma cuentan la historia de una vida que no puede ser ordinaria. Alegrías, penas, sabiduría de la existencia. Un discurso que a Lucas encantaría escuchar, beberse sus palabras una a una.
Él, por su parte, siente que podría decirle un cargamento de lindezas, cumplidos infinitos. Resucitar poemas de juventud para ella. Pero…
—Perdone, ¿qué deseaba?
Frialdad, concisión, urgencia de despacharlo. «No, no es mi día».
—Un cucurucho de los de la oferta del cartel, por favor. ¿Tiene ron con pasas?
Tiene. La cubeta está casi vacía, pero, a fuerza de rebañar, la mujer consigue completar su helado.
Por un momento le tienta sentarse a comer su cucurucho en uno de los taburetes con asiento giratorio pegados a la barra. Darle otra oportunidad de que se fije en él, y le abra su corazón.
Pero toda su atención está en la bayeta y el mostrador.
«Otro día, cuando haya cobrado», fía su suerte a un futuro mejor.
Sale Lucas de la heladería con su cono de helado, esperanzado, inquieto, más pendiente de lo que queda a sus espaldas que de lo que se le viene encima.
Algo que hace que su epifanía vespertina salte hecha añicos.
El mocoso no debe de tener más de diez años. Por su aspecto encanijado, incluso puede pasar por más pequeño. Pero corre como las balas, y la fuerza con que impacta contra las piernas de Lucas hace a este trastabillarse violentamente, a punto de caer.
Él aguanta el tipo, pero lo que no resiste el empellón es la bola de helado tan primorosamente compuesta por la encargada de la heladería. Sale despedida hacia el suelo, donde se estrella formando una masa amorfa con vocación de charco pegajoso y dulzón bajo el sol y el calor de la tarde.
Sobre qué es más patético, el cono de barquillo vacío de helado en su mano, o la desolación que imagina pintada en su cara, Lucas no tiene mucho tiempo para discernir. El arrapiezo kamikaze, tras rebotar contra él y rodar por el suelo, se levanta maldiciendo como un carretero en una mezcla de castellano y una lengua que no identifica, pero que podría ser polaco, ruso o algo así.
—¡Jo, tío! ¡A ver si miras por dónde vas, colega! —le espeta el renacuajo. Y reanuda su carrera como alma que lleva el diablo, dejando atrás una cartera de piel marrón, gruesa y ajada, rodeada por una goma elástica.
—¡Eh, que te dejas la cartera! —lo llama Lucas.
—¡No es mía! ¡Quédate con ella, y cómprate otro helado! —vocea mientras desaparece por una esquina.
«¿Cómo que para mí? Tendré que encontrar al dueño. O llevarla a la Policía…»
Con ese pensamiento, tras tirar el inservible barquillo a una papelera, se sienta en un banco para comprobar si puede encontrar algún dato sobre el propietario de la cartera, alguna dirección donde entregarla, o algún teléfono al que avisar de su hallazgo.
Acaba de quitar la goma, cuando aparecen dos tipos recién escapados de una película policiaca, malos de manual. A la carrera, también.
—¡Oye, tú! ¿Has visto a un chavalín canijo pasar por aquí? Corriendo a toda hostia…
—¡Cómo corre el hijoputa! —proclama el otro—. Cuando le echemos el guante se va a enterar.
»Bueno, di. ¿Lo has visto?»
Aquello huele mal a Lucas. El aire de esos tipos, su aspecto… Apestan a mafia, a delincuencia brutal de sicarios.
—¿Un rubiales esmirriado? —Los dos supuestos matones afirman con la cabeza—. Se ha ido por allí… —Señala en una dirección diferente al camino que el chico ha tomado.
Salen corriendo, sin dar las gracias, y Lucas se queda pensando que lo mismo son policías de paisano, a pesar de las pintas y de sus modales, y que su acción acabaría de convertirlo en cómplice de un posible delito.
«Pues bueno, ¿qué se la va a hacer?» —se dice mientras vuelve a coger la cartera que, con un movimiento reflejo, había escondido tras de sí mientras hablaba con los perseguidores—. «Bueno, a ver qué me cuentas tú».
Un DNI le cuenta que el presumible propietario de la cartera se llama Fabián Redondo Loureiro, tiene cincuenta y siete años, declara un domicilio en Vigo y es hijo de Anxo y Xoana.
El contenido le permite imaginar que es una persona de cierta solvencia. La billetera se hincha rellena de billetes de cincuenta y veinte euros, y un par de cinco que parecen ser el blanco de las burlas de sus hermanos mayores.
Una foto antigua, de mayo de 199… —el último dígito no es legible—, que cae mientras revisa el contenido, le revela que «Luci» —el nombre escrito junto a la fecha— no ha cambiado casi nada en los veintitantos años transcurridos desde que fuera tomada. La encargada de la heladería le sonríe desde el papel Kodak con el mismo rostro, los mismas ojos sobre los campos arados de vivencias que acaban de engancharlo, pero con la timidez de una chica joven, desde una instantánea que le hace preguntarse si la vida ya se había cebado con ella en una edad más temprana, y ahora la compensa con un aspecto prácticamente igual al de la foto.
Volverá a la heladería, decide. Le preguntará por el dueño de la cartera, tendrá ocasión de hablar un rato con ella, disfrutar de su compañía, y… ¿Qué le había dicho el chavea? Que se comprase otro helado con lo que tenía dentro. «Pues mira. Por los servicios prestados», se dice Lucas. «Con esa pasta que lleva, el tal Fabián ni se va a enterar de si le faltan cinco euracos. O alguno más» —veinticinco euros pasan a su bolsillo—. «Y yo no me quedo sin helado».
Entra Lucas de nuevo en la heladería, todo jovial. La cartera ajena en el bolsillo trasero del vaquero le da la euforia de un nuevo rico.
—¡Hola! —anuncia su entrada jubiloso, y casi salta hasta sentarse en uno de los taburetes.
La encargada lo mira con indiferencia, y sigue embebida en la tarea de frotar el mostrador de aluminio con su bayeta.
—Preciosa, si te cuento lo que me ha pasado no me vas a creer… —empieza su relato un Lucas que quiere exudar confianza apeando el tratamiento y sonar intrigante. Llamar la atención de esa mujer de un modo u otro.
—Oiga, perdone —le interrumpe Luci—. ¿A qué ha venido? ¿A comerse un helado, o a buscar charla? Para lo primero, le atiendo. De charlas, paso.
La cara de Lucas enrojece ligeramente. «Chica dura», se dice, intentando hurtarse al irritante sonido de una risita que suena a sus espaldas. «Habrá que darle carrete».
—Un helado. Sí, claro, ojos bonitos. A ver. ¿De qué tienes?
—¿Ve usted las cubetas? En cada una hay una etiqueta con el sabor. Mírelo usted mismo.
Después de bajar la temperatura ambiente un par de grados con sus palabras —punteadas por otra risita irónica a espaldas de Lucas—, la encargada vuelve a ensimismarse en su tarea de erosionar el mostrador metálico con la bayeta.
Lejos de amilanarse ante su actitud, Lucas se crece. Le ponen esa dureza, esa amargura. Las mujeres difíciles. Vuelve a la carga.
—Las cubetas, dices, cielo. Sí. A ver…
»Vainilla, nata, chocolate… Lo de toda la vida. ¿Y estos de aquí? Stracciatella, After eight, yogur con frutos rojos…
»¡Ay, chica! No sé. No me llama ninguno. ¿Ron con pasas no te queda?»
«¡Chica!»
Los ojos castaños abisales eyectan fuego. ¿Qué se ha creído este…?
—¿Qué pasa, que no tienes memoria? Antes te puse lo que quedaba. Hasta que vuelvan a servirme mañana, no hay. Punto.
El tuteo es arma arrojadiza en su voz, que se ha vuelto impaciente y airada.
«¡Saca las uñas la gatita!», se regodea Lucas ante el acceso de mal genio de Luci. «Si crees que voy a arrugarme…»
—¿Venga, venga. ¿Una cosa dulce como tú no va a recomendarme alguno? ¿Alguna especialidad? —intenta sonar conciliador.
Luci lo mira como si quisiese triturarlo con la mirada. Niega con la cabeza y le habla entre dientes mientras vuelve a poner la bayeta como barrera entre ambos.
—Cualquiera. Todos son buenos.
—Vale, vale, corazón. Pues de este mismo. Tutti frutti. Hace años que no tomo— dice señalando otra cubeta prácticamente vacía.
—¡Hombre! Ponme a mí un vasito también, Luci, haz el favor —pide una voz un poco aflautada y melosa que viene del mismo sitio de las risitas que antes se oyeron.
Como accionada por un resorte, la encargada devuelve el cucurucho que iba a servir a Lucas, coge un vasito de cartón de una torre y empieza a arrebañar las zurrapas de helado de la cubeta con ayuda de un sacabolas, y depositarlas en el vasito.
—¡Eh! ¿Qué haces? No hay helado para los dos, y yo estaba primero.
Pero Luci no hace ni caso, y sigue escarbando hasta completar el vasito. La risita vuelve a sonar. Lucas se vuelve hacia el emisor:
—Yo estaba primero. Se ha colado, usted. Y encima se chotea…
—Se siente. Si la dueña prefiere a este servidor, ¿qué voy a hacerle yo?
Lucas ha imprimido tal fuerza al girar el asiento que la cartera que le ha dejado el crío de la calle cae al suelo, a mitad de camino de una mesa en la que se sienta un tipo bajo, algo rechoncho, perfectamente trajeado pese al calor. Unas gafas de numerosas dioptrías distorsionan sus ojos hasta hacerlos parecer esferas de vidrio. Sonríe con la bonhomía de un eclesiástico de tiempos pasados, una sonrisa obsequiosa y un poco impertinente.
Lucas baja del taburete, y se agacha a recoger la cartera. Piensa que le da va a decir cuatro frescas a ese tipo.
Cuando lo ve de más cerca, mientras se levanta, se da cuenta de que…
—Oiga, usted es el del DNI…
—¿Qué dices, capullín?
—Mire, aquí. —Le muestra la cartera abierta—. Su cartera. Me la he… Me la he encontrado ahí fuera— Lucas miente para encubrir al raterillo que se la ha pasado—. «Fabián Redondo Loureiro». Es usted.
—¿Cómo coño ha llegado mi cartera a tus zarpas? ¿Encontrado? ¡Y un cuerno, ladrón!
»Fabián me llamo, sí. ¿Sabes cómo me llaman también? «Tutti Frutti». Por la canción de Little Richard, y por el helado. Me encantan los dos».
Se ha levantado de la mesa, y a Lucas le da la impresión de encontrarse ante un bloque de roca. Macizo y duro como sus muertos. No queda ni rastro de la sonrisa complacida. Si los que seguían al chavalín parecían mafia, este es un capo.
—Me encanta el tutti frutti de esta heladería. Que lleva Luci, porque se la puse yo para que se ganase la vida, y una pensión cuando sea mayor. Porque Luci es mi chica, ¿sabes? Y tú vacilando con ella. ¡Qué gilipollas!
Lucas siente que el suelo de la heladería se ha vuelto inestable de pronto.
—Así que el señor se planta aquí, y me quiere levantar mi helado, de mi heladería, servido por mi chica y seguro que pagado con mi dinero… Ya metidos en faena, le pongo, además, una velita al cucurucho, y te canto el cumpleaños feliz. O mejor se lo cantamos a Luci los dos a dúo. ¿Te molaría?
»Mucho, ¿no te parece, nene?»
Sin darle tiempo a reaccionar, el llamado Tutti le pega un rodillazo en la entrepierna. Lucas se dobla por el dolor, y entonces el fascineroso le asesta un frentazo en la nariz, que da con él en el suelo.
—Wop bop a loo book a lop bom bom, hijoputa. (*)
Dos chasquidos secos de una pistola con silenciador, aparecida por arte de magia de una funda sobaquera inadvertida bajo la chaqueta de Fabián – Tutti Frutti, despachan a Lucas, y resuelven de golpe sus preocupaciones por su maltrecha economía y la frustración de un romance imposible con la encargada de la heladería.
Luci, espectadora privilegiada de la escena, ni pestañea viendo lo que ocurre ante sus ojos. No es la primera vez, ni será la última, piensa. ¡Tutti es tan suyo para sus cosas!
Con un suspiro y un encogimiento de hombros, termina de servir el vasito de helado, se lo entrega a su hombre y, eludiendo el cuerpo de Lucas, de cuya cabeza nace un charco creciente de masa encefálica y sangre, camina hacia la puerta para echar el cierre. Solo son las siete de la tarde, pero ya no hay negocio que hacer. No, al menos hasta que vengan los chicos a los que Fabián está telefoneando mientras pica cucharaditas de helado para que vengan a llevarse el cuerpo con discreción, limpien y adecenten el local.
Porque eso es cosa suya, claro. Vale que él tenga sus prontos, pero a ella que no la fastidie.
(*) Verso inicial y final, carente de significado, del rock and roll que se cita en la historia. Se repite alguna vez más a lo largo de la letra.
Magnífica ejecución, un cuento negro contado con fina ironía y humor. Unos personajes potentes con hechuras para dar más de si. Me ha tenido ansioso por saber qué iba a pasar a continuación hasta que ha bajado el telón. Muy bueno.
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Muchas gracias, amigo. Celebro mucho que te haya gustado. Un fuerte abrazo.
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