Todos los sondeos eran favorables, y la impresión general, casi la certeza, era que «Valores y Democracia», el partido del que soy secretario general, ganaría las elecciones y yo sería el siguiente ocupante del palacio presidencial.
Hay voces que nos tildan de autoritarios, de amparar prácticas turbias. «Neofascistas», han llegado a llamarnos. Yo prefiero pensar que nuestro programa, nuestras pautas de actuación, responden a demandas de la sociedad. «La gente quiere orden, tranquilidad, prosperidad». Esa es la base de mi discurso, el lema con el que busco acallar la voz de la conciencia de antiguo militante marxista-leninista, de hijo de una suerte de gauche divine. Una declaración para lavar con pragmatismo las ínfulas de utopía que una vez alenté, un pecado de juventud.
Lanzados en la recta final de la campaña, una inconveniencia se presentó de improviso. Un percance que podría alterar las previsiones.
La cara de Beatriz Fanjul, mi jefa de campaña, estaba blanca cuando entró en mi despacho el pasado lunes. Blanca como el papel de la carta que sostenía con una mano temblorosa. «Tienes que leer esto. ¡Es la hostia!», me dijo mientras se apresuraba a cerrar la puerta tras de sí y echar el pestillo.
Cogí la carta. Tres hojas. Una manuscrita y dos fotocopias de no muy buena calidad. Me puse las gafas de lectura y empecé a leer. Beatriz, entretanto, recorría el despacho en círculos con pasos nerviosos, mientras se retorcía las manos y murmuraba con tono de letanía que aquello era una bomba que había que desactivar como fuese.
Las lentes de aumento me asomaron a una caligrafía que me hizo retroceder cuarenta y tantos años de golpe. A los días en que nos turnábamos para tomar apuntes en la facultad. Mi amigo Carlos Alvarado y yo. Tanto tiempo había pasado, y su letra seguía siendo la misma redondilla desafiantemente infantil, como corroboré al comprobar su identidad en la firma que tan bien conocía.
«Si últimamente me parecías un canalla, lo que acabo de encontrar me ha revelado a las claras hasta qué punto lo has sido toda tu vida», empezaba su nota, sin preámbulo ni salutación algunos.
«Hace una semana enterramos a mi madre. Entre sus cosas, encontramos un diario, del que te adjunto dos páginas, para que compruebes qué contaba en él».
Me invadió una sensación incómoda al leer sobre la muerte de Natalia, la madre de mi amigo. No era tristeza ni dolor. Debía de ser muy mayor, y lo cierto es que a todos nos llega nuestra hora. Mis padres ya habían desfilado de este mundo hacía algunos años, y los de Carlos eran de edades parecidas. Que su madre hubiese fallecido formaba parte de la lógica de la vida. La inquietud que había sentido estaba motivada por otra cosa. Interrumpí la lectura del manuscrito y dirigí mi atención a las fotocopias.
Nunca había leído nada escrito por la madre de Carlos. A diferencia de la de mi antiguo amigo, su letra era picuda e inclinada a la izquierda, con trazos muy fuertes. Me hizo recordar su carácter, un poco perfeccionista y un tanto atormentado. Las primeras líneas de la primera hoja me llevaron en volandas a una tarde de la primavera de mis dieciocho años, en una casa que miraba a un parque enorme. A su marido aún le quedaban horas en el trabajo, Carlos estaba haciendo unos recados y ella…
No pude reprimir una sonrisa de satisfacción. Ella dejó de ser la ama de casa tímida y apocada, la dulce madre y esposa para revelarme los encantos del sometimiento. Me descubrió cómo placer y dolor pueden ser líneas tangentes, si quien los administra tiene la maña adecuada, pone el mimo debido.
Reviví las sesiones en que alternábamos papeles con juguetes improvisados a base de lo que uno encuentra en cualquier casa. Aún faltaba un tiempo para que abriese la primera sex-shop en nuestra ciudad, y no digamos para que se generalizase el bendito comercio electrónico.
De la mano de Natalia accedí a una gama de inspiraciones poco convencionales que han alegrado unas cuantas noches de mi vida desde entonces. Nada que hubiese podido intuir en las chicas con quienes me había acostado hasta entonces, ni encontraría en muchas de las que vinieron después.
Pasé a la segunda copia, otra página de su diario, fechada unos meses más tarde. ¡Bien que se explayaba en ella sobre nuestra búsqueda de placeres! Sin duda, Carlos había tenido una admirable capacidad para elegir material sensible. Volví a su carta. Tras sermonearme acerca de ética y moral, confianzas traicionadas y cosas así, concluía con una propuesta, acompañada de una nada velada amenaza. Algo así como pasta o prensa, acuciado por la necesidad de ingresar a su padre en una carísima residencia donde atendiesen de forma digna su demencia senil incipiente.
«Así que canalla, ¿eh, Carlos?»
Dejé hojas y gafas sobre la mesa. Aquello era muy serio, en efecto. Esas revelaciones sobre mi pasado eran inquietantes. Más aún el riesgo de que alguien se pusiera a investigar sobre mí para revelar un perfil tan distante de la imagen que me había esforzado en construir y fomentar. Todo eso podía poner en riesgo el resultado electoral y mi carrera política entera, dar al traste con mis ambiciones.
Pregunté a Beatriz si alguien más había visto la carta. Por suerte, ella era la única. Le pedí que convocase a Pedro Siruela, el encargado de organización del partido. Otro cargo de probada lealtad. Estuvimos reunidos los tres durante un par de horas, examinando la situación creada por la dichosa carta, y cómo salir de ella de forma satisfactoria. Finalmente, pactamos una solución. Me encontraría con Carlos y su padre en persona, en lugar y circunstancias discretos, y ventilaríamos el asunto en privado. Cualquier cosa, menos un escándalo.
La Alacena de Gema es un coqueto y tranquilo restaurante, propiedad de un simpatizante del partido y amigo de confianza. Un lugar para selectas minorías situado en un apacible rincón de una pacífica y lujosa urbanización privada del extrarradio, dotado de unos reservados diseñados para garantizar la máxima privacidad. En uno de ellos, a la par que almorzamos, mantengo la entrevista que Beatriz me concertó con Carlos y su padre, a quienes ha traído un coche enviado por Pedro, según mis órdenes. No mentiré: el ambiente del encuentro es tenso, pero se vislumbra una solución satisfactoria. Especialmente ahora, cuando se sirve el plato principal: Tournedó Rossini con níscalos a la provenzal. Sebas, el dueño del restaurante, ya me ha prevenido que la guarnición ni tocarla. He tenido que pretextar una alergia alimentaria para justificar mi negativa a probar las setas. «¡Qué pena! Con la buena pinta que tienen…», pienso mientras veo cómo Carlos y su padre las degustan con fruición y hacen comentarios entusiastas sobre ellas.