¿Fair Play? ¡Ja!

¿FAIR PLAY? ¡JA!

—Una cutrez de la hostia, te lo juro.

—Bueno, calma. ¿Por cuál van?

—Por el cuarto.

—Paciencia, corazón.

—Ya…

«¡Mira que hay sábados en el año, y han tenido que elegir este…!».

Cabreo. Esa fue la primera reacción de Jorge Rodero al recibir el correo electrónico que le comunicaba la fecha de entrega de premios del concurso literario «Voces del Campo».

El acto se había retrasado varias veces, hasta ese sábado de mayo. El sábado en que su Atleti estaría jugándose la liga en un agónico último partido, después de despilfarrar un puñado de puntos de ventaja —hay cosas que no cambia el tiempo—. Por supuesto, los horarios de fútbol y ceremonia de proclamación de ganadores del certamen se solapaban en parte, con el fatalismo olímpico que se asocia a una tragedia de la Grecia clásica.

—Pues no voy. Ya me comunicarán si he ganado algo —había dicho a Carol en un acceso de soberbia.

—¿Cómo no vas a ir? Con lo bueno que es tu relato… ¿Y si le dan el premio a otro por incomparecencia? —lo había reprendido su novia.

Y había dado en el blanco. Diana en su vanidad de escritor novel  a pesar de la edad: estaba Jorge crecido tras escuchar varias opiniones sobre su historia. «¡Qué trama tan original!» «¡Qué bien retratados los personajes!» «Las descripciones de los lugares, tremendas. Me veo allí…!».

Así que la suma de los halagos de sus amigos, lectores cero habituales, a su propia jactancia —¿cómo no estar presente cuando leyesen su nombre como ganador del certamen?—, lo habían llevado hasta el auditorio municipal. A buscarse un asiento solitario en una de las últimas filas para poder sufrir el asalto a la conquista del campeonato por su equipo vía satélite en su teléfono móvil, con un auricular en el oído izquierdo, mientras chateaba con Carol, retenida en Barcelona por asuntos de trabajo.

Al descanso, el Atleti perdía por uno a cero, y no estaba jugando bien.

—Pero no entiendo lo que me dices, Jorge. ¿Cómo puede ir tan lenta la cosa?

—Porque un grupo de teatro aficionado está representando dramatizaciones basados en los relatos finalistas. Y son diez.

—¡Jo, qué pasada! ¿Están bien por lo menos?

—¿Qué quieres que te diga, Carol? Yo estoy pendiente del partido, de nuestra charla y de mi historia. Lo otro me trae al fresco. 

—¿Y cómo va el Atleti?

—Acaba de empatar a uno. Necesita ganar si quiere asegurarse el título.

»Empieza el quinto montaje. El cuarto se me ha hecho eterno…»

—¡Va, cariño! Relájate, mira:

Un enlace a You Tube. Una balada tierna. John Denver. Annie’s song.

—Escúchala conmigo, anda.

—Voy.

Un desfile de paisajes de bosques pintados de mil colores por la primavera y el otoño. Lagos, montañas. «Llenas mis sentidos…», se lee en la traducción de la letra. ¡Oh, Carol!

Una señora mayor, del grupo de teatro, representa un monólogo sobre amores pasados, el partido en segundo plano mientras ve y escucha el vídeo de la balada que le ha pasado Carol, y la conversación con ella que continúa.

—Entonces, ¿hasta mañana no vuelves? —le pregunta Jorge queriendo agarrarse a una última esperanza de tenerla esa noche a su lado.

—No. La cosa terminará con una comida con los inversores —Carol disipa esa esperanza—. Pero vamos, en cuanto se sirvan los postres, me largo. Con un poco de suerte, cojo el AVE de las cinco.

»Te he echado mucho de menos esta semana. ¿Y tú a mí?»

—Mucho, mucho. Oye, la canción, preciosa. Me la voy a guardar para escucharla luego, en casa. Y pensar en ti…

—¡Qué rico, mi pocholín! Ahora te paso más.

—Las que quieras y cuando quieras, mi vida. 

Una incursión en el partido. ¡Vaya fallo de la defensa del Valladolid! Un delantero del Atleti, Luis Suarez, se queda solo con el balón. Se va hacia la portería. Remata con la izquierda. ¡Gol, gol, gol! ¡Campeones! ¡Y él sin poder gritar su júbilo…!

»¿Cuánto falta? Veintitrés minutos y el descuento. ¡Me da algo!

»Y esto va por el sexto finalista, y de lo mío, nada aún…».

—Mira, esta de Serrat, que siempre me ha encantado —Tu nombre me sabe a yerba.

—Maravillosa. «Porque te quiero a ti…» ¿Sabes cuántas cosas haría por ti porque te quiero? —Se enternece Jorge.

—Me encantará que me las digas. Pero por aquí no. Mañana, cuando vuelva. Cara a cara, como tú sabes. Con una cena rica y una copa de vino delante de la chimenea. ¿Quieres?

—¡Claro! ¿Te apetece a ti?

—Todo.

—Hecho.

—¿Cuántos faltan?

—Tres, aún.

—¡Uf! ¡Qué pesados!

»Seguro que se dejan el tuyo para el final. El mejor, el broche de oro…»

Pues no. Ni broche de oro, ni Cristo que lo fundó. Concluye el desfile de los diez finalistas, y el suyo no está en la relación.

—Son unos catetos, cielo. El tuyo es buenísimo. Seguro que en otro concurso…

»Oye, ¿y el partido?»

—Terminado. Campeones. ¡Aúpa, Atleti!

—¡Qué bien! ¿Lo vas a celebrar?

—Una cerveza o dos en casa. Si no estás tú…

—Mañana.

—Sí, mañana. Oye, Carol, voy a intentar pirarme. Aquí no pinto nada, y me da que aún queda show para un rato.

—Pues, claro, Jorge. ¿Seguimos hablando cuando hayas llegado a casa?

—En cuanto llegue te llamo.

—Vale. Besitos.

La pantalla del móvil se le llena a Jorge de una lluvia de emoticonos de una cara redonda que frunce los labios en un beso representado por un pequeño corazón rojo. Responde con lo mismo, y, tras ponerse la cazadora y guardar el teléfono en un bolsillo, baja por la escalera lateral camino de la puerta de salida.

—Lo siento, no se puede salir aún. Hasta que termine la ceremonia de entrega —le dice un miembro de la asociación que hace las veces de portero.

—Ya, pero es que yo soy participante, y ya he visto que no estoy entre los finalistas.

—Le repito que lo siento, Hay que quedarse hasta el final. Es la norma.

Con la sangre bullendo de pasión colchonera y de ganas de abrazar a su chica, la cabeza ofuscada por los nubarrones que se habían acumulado al no verse entre los competidores por el premio, la norma y su paladín lo hacen enfurecer. Su ánimo  empieza a tronar. «El gilipollas este…».

—Oiga, ¿y la norma qué dice que haga si me meo?

—¿Perdone? —Lo mira como si fuese un marciano.

—Sí, que me meo. Tengo problemas de próstata, y tengo que ir al baño con frecuencia.

»Y ahora estoy meándome. ¿Qué hago? ¿Me meo encima?»

Al portero accidental se le pone cara de alarma. Va contra lo que le han dicho, pero abre la puerta sigilosamente.

—Salga usted. Pero, cuando vuelva, espere a que suenen aplausos. Para no interrumpir…

—Sí, sí. Descuide. Muchas gracias.

«Como que voy a volver. ¡Panoli!».

Jorge camina por el pasillo hacia el vestíbulo y la puerta de salida. Los aseos están a mano izquierda. Pensándolo bien, no le vendría mal orinar.

Mientras lo hace, se representa la escena del día siguiente ante la chimenea. Carol, el fuego y una copa de vino. Anda por casa una botella de Finca Valpiedra reserva de 2012. Por la mañana podría pasar por el súper y comprar jamón del bueno, caña de lomo, un par de tipos de queso y alguna cosa rica más que se le  ocurra. Y una bolsa de picos camperos y regañás para ofrecer a Carol una cena informal pero apetitosa.

Y flores, claro. Le gusta regalar flores a Carol. ¡Es un romántico a la vieja usanza para estas cosas!

Al salir del lavabo se encuentra de frente con una mesa que nadie atiende, sobre la que hay una caja de cartón. Apoyado en esta, un librito de pequeño tamaño y pocas páginas. «Certamen Voces del Campo. Finalistas 2021». Es verdad, cada año se publica un libro con los diez relatos finalistas de cada edición.

Entre los cuales no está el suyo.

«O mía, o de nadie», se dice mientras se pone la caja bajo el brazo, sin olvidar el ejemplar de muestra. Con paso firme y ánimo alegre, sale del auditorio y camina hacia el coche, aparcado a pocos metros de distancia.

«Catetos, palurdos, mindundis…», desgrana Jorge una lista de epítetos destinados a regalar los oídos de los miembros del jurado, si hubiesen podido escucharlos, mientras conduce hacia su casa y escucha las entrevistas que hacen a los flamantes campeones en la radio. 

Se detiene al  pasar por delante de un grupo de contenedores para todo tipo de basura. Entre ellos, uno para papel y cartón. Una idea se ha cruzado por su mente, y ha alumbrado una sonrisa esquinada en su cara. Se apea, caja en mano, y mientras canta a pleno pulmón «Campeones, campeones, oé, oé, oé» —no hay un alma en la calle—, va tirando ejemplar a ejemplar de la edición del «Certamen Voces del Campo, etcétera»  al contenedor. Menos un par. Esos servirán para encender la chimenea a la noche siguiente, como había aprendido del  Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán..

Según llega a casa, saca una cerveza del frigorífico. Se sienta en el salón y vocea: «¡Catetos, palurdos, mindundis!», seguido de un «¡Campeones! ¡Aúpa Atleti!» sin solución de continuidad. Marca el número de teléfono de Carol.

—Hola, cariño. ¿A que no sabes qué he hecho?

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