Cada vez que pienso en ti

Soy ese chico del barrio al que miras sin ver. Ese tío de pinta tan normal que viaja contigo en el metro cada mañana. A las siete, de lunes a viernes. El que lleva un libro de Bécquer que nunca abre. El que se pasa de estación para seguirte hasta la tuya, y luego coge otro tren de vuelta para llegar a su destino echando el bofe.

Cuando te me vienes a la cabeza ya solo existes tú. Mi madre se desespera —«¡No me comes nada, hijo! Te me vas a quedar en los huesos»—. En el curro, el jefe me llama la atención cada dos por tres —«¡Despierta chaval, que estás en Babia!». Cualquier día me echa—. Hasta Susi, mi novia de toda la vida, me lo dice en nuestros momentos de intimidad: «Vuelve, Paco, y aplícate a lo que estamos».

Es pensar en ti, y el mundo desaparece. ¿Te creerás que el viernes, cuando salgo de trabajar, empiezo a contar las horas que faltan para verte en el andén el lunes a las siete de la mañana? Ni que esté de cañas con los colegas, ni haciendo cositas con la Susi, en una pensión del centro, nuestro nidito de amor. Solo quiero encontrarme contigo en un vagón de metro, bien petado de gente, y ponerme a tu lado sin que te des cuenta.

Soy este, en este vagón, ahora mismo. Muy cerca de ti. Sintiendo cómo me entras por los ojos y las narices. 

Por las narices, sí. Es lo primero que hago: olerte. Como un perro de caza. Abro las narices, bien abiertas, y respiro hondo. La colonia que llevas, que me recuerda a los limones de los gin-tonics. El gel de ducha que usas, que será de esos de brisa marina, o cualquier gilipollez así, para disimular otros olores que imagino y me ponen a mil.

Ahí empieza el lío, con el gel. Te imagino en la ducha, desnudita, poniéndotelo con la mano por todo el cuerpo. Me siento como si fuera yo, te lo juro. Yo soy tu mano. La que frota esas tetas rotundas que me vuelven loco. Los dedos jugando con los pezones, hasta ponerlos bien, bien tiesos mientras sueltas una risita.

Dos estaciones llevamos. Me acerco un poco más, y ya te rozo. Primero, con una rodilla, tentando el camino, como si aquí no pasase nada. Aún nos quedan ocho paradas.

A ver, estábamos en la ducha…

Sigo por acariciar tu vientre. Me entretengo en curiosear en tu ombligo, a ver qué pasa. De agujero en agujero, continúo bajando y me meto en tu coño. Qué gustito, ¿verdad? Calentito, húmedo, suave. ¿A que te apetece que los dedos se queden ahí un ratito, hurgando en todo lo que hay dentro? Los de una mano para eso, y los de la otra… ¡Uf! No sé. Hay tanto apetecible en ese cuerpazo tuyo, lleno de curvas.

Ese culo prieto, por ejemplo. Es para cogerlo a dos manos y apretar fuerte, clavando dedos.

O los muslos. Llenos, largos. Ahí, tiraría de boca. Labios, lengua, dientes. Entretenimiento no les iba a faltar. Me imagino ir subiendo desde la rodilla, a poquitos, arrancándote gemidos, hasta darme un homenaje con tu conejito.

Cuatro estaciones todavía. Momento de arrimar la cebolleta. ¡Uf! ¡Cómo es esto!

¿Sabes que cuando me bajo del vagón me tiemblan las piernas? Sí, sí. Tengo que sentarme un rato para recuperar el resuello y la compostura. ¡Cómo me gustaría fumarme un piti! El famoso cigarrito de después. Pena que la Susi me hizo dejar el tabaco hace ya un año. Por ti, volvería.

Un día me pillarás, lo sé. Se me vendrán de golpe las ganas de montarte por las bravas, y haré cualquier tontería. Se armará un pollo. Chillarás, me insultarás. Hasta puede que me sueltes una hostia. Que venga un segurata, y acabe en comisaría. Que pierda el curro y a Susi, y mi madre se lleve un disgusto de muerte.

¿Y qué?

Ya me ocuparé de eso cuando llegue. Si llega. 

De momento, me preocuparé de encontrar un váter. Para cascármela y aliviarme, mientras leo rimas de Bécquer. Como cada vez que pienso en ti.

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