El sol, como fuego llovido del cielo, le abrasaba la piel mientras Robinson, poco a poco, reparaba en su situación. Se sentía venir de un agujero profundo y oscuro, con regusto ácido de vómito en la garganta. De un viaje que parecía no haber tenido fin ni sentido. No era timorato, pero el miedo y la aprensión lo invadían.
La incertidumbre había sido lo peor, decidió con los primeros retazos de un entendimiento que empezaba a ordenarse. Eso, y el desvanecimiento. Haber flotado por aguas desconocidas al albur de los elementos. Sin nada que lo orientase en la oscuridad de la noche de su conciencia ausente. A la deriva entre amenazas de alimañas reales o imaginarias —recordó las imágenes de monstruos marinos de los grabados antiguos— y graznidos de gaviotas que se abalanzarían sobre él para devorar su cuerpo exánime.
¡Gaviotas! Un momento… Si había gaviotas alrededor, no debía de estar lejos de tierra firme. Lo había leído una vez. En un libro. Las aves marinas eran señal de que la costa estaba cerca. La idea le dio la fuerza necesaria para bracear su embarcación rumbo a la salvación. Manoteaba el agua desmañadamente, cuando una ola lo hizo volcar, lo sumergió y revolcó. Robinson se desorientó y tragó abundante agua.
A pique de ahogarse, un par de brazos robustos lo rescataron del mar y, lo llevaron en volandas hasta tumbarlo sobre la arena de la playa. Mientras manos firmes comprimían su pecho para ayudarlo a expulsar el agua de sus pulmones, pudo escuchar a su salvador rezongar en una lengua que no entendía:
—¡Jodidos, guiris! Se privan por la noche, se meten al agua con la colchoneta, se duermen, les da el golpe de calor. Y, ¡hala! A sacarlos. ¡Me cago en…!
Un salvavidas, sí. Como en “Los vigilantes de la playa”.
Sucedió en la playa de Levante, en Benidorm, un día cualquiera de verano.