Pecados de juventud

Todos los sondeos eran favorables, y la impresión general, casi la certeza, era que «Valores y Democracia», el partido del que soy secretario general, ganaría las elecciones y yo sería el siguiente ocupante del palacio presidencial.

Hay voces que nos tildan de autoritarios, de amparar prácticas turbias. «Neofascistas», han llegado a llamarnos. Yo prefiero pensar que nuestro programa, nuestras pautas de actuación, responden a demandas de la sociedad. «La gente quiere orden, tranquilidad, prosperidad». Esa es la base de mi discurso, el lema con el que busco acallar la voz de la conciencia de antiguo militante marxista-leninista, de hijo de una suerte de gauche divine. Una declaración para lavar con pragmatismo las ínfulas de utopía que una vez alenté, un pecado de juventud.

Lanzados en la recta final de la campaña, una inconveniencia se presentó de improviso. Un percance que podría alterar las previsiones.

La cara de Beatriz Fanjul, mi jefa de campaña, estaba blanca cuando entró en mi despacho el pasado lunes. Blanca como el papel de la carta que sostenía con una mano temblorosa. «Tienes que leer esto. ¡Es la hostia!», me dijo mientras se apresuraba a cerrar la puerta tras de sí y echar el pestillo.

Cogí la carta. Tres hojas. Una manuscrita y dos fotocopias de no muy buena calidad. Me puse las gafas de lectura y empecé a leer. Beatriz, entretanto, recorría el despacho en círculos con pasos nerviosos, mientras se retorcía las manos y murmuraba con tono de letanía que aquello era una bomba que había que desactivar como fuese.

Las lentes de aumento me asomaron a una caligrafía que me hizo retroceder cuarenta y tantos años de golpe. A los días en que nos turnábamos para tomar apuntes en la facultad. Mi amigo Carlos Alvarado y yo. Tanto tiempo había pasado, y su letra seguía siendo la misma redondilla desafiantemente infantil, como corroboré al comprobar su identidad en la firma que tan bien conocía.

«Si últimamente me parecías un canalla, lo que acabo de encontrar me ha revelado a las claras hasta qué punto lo has sido toda tu vida», empezaba su nota, sin preámbulo ni salutación algunos.

«Hace una semana enterramos a mi madre. Entre sus cosas, encontramos un diario, del que te adjunto dos páginas, para que compruebes qué contaba en él».

Me invadió una sensación incómoda al leer sobre la muerte de Natalia, la madre de mi amigo. No era tristeza ni dolor. Debía de ser muy mayor, y lo cierto es que a todos nos llega nuestra hora. Mis padres ya habían desfilado de este mundo hacía algunos años, y los de Carlos eran de edades parecidas. Que su madre hubiese fallecido formaba parte de la lógica de la vida. La inquietud que había sentido estaba motivada por otra cosa. Interrumpí la lectura del manuscrito y dirigí mi atención a las fotocopias. 

Nunca había leído nada escrito por la madre de Carlos. A diferencia de la de mi antiguo amigo, su letra era picuda e inclinada a la izquierda, con trazos muy fuertes. Me hizo recordar su carácter, un poco perfeccionista y un tanto atormentado. Las primeras líneas de la primera hoja me llevaron en volandas a una tarde de la primavera de mis dieciocho años, en una casa que miraba a un parque enorme. A su marido aún le quedaban horas en el trabajo, Carlos estaba haciendo unos recados y ella… 

No pude reprimir una sonrisa de satisfacción. Ella dejó de ser la ama de casa tímida y apocada, la dulce madre y esposa para revelarme los encantos del sometimiento. Me descubrió cómo placer y dolor pueden ser líneas tangentes, si quien los administra tiene la maña adecuada, pone el mimo debido. 

Reviví las sesiones en que alternábamos papeles con juguetes improvisados a base de lo que uno encuentra en cualquier casa. Aún faltaba un tiempo para que abriese la primera sex-shop en nuestra ciudad, y no digamos para que se generalizase el bendito comercio electrónico. 

De la mano de Natalia accedí a una gama de inspiraciones poco convencionales que han alegrado unas cuantas noches de mi vida desde entonces. Nada que hubiese podido intuir en las chicas con quienes me había acostado hasta entonces, ni encontraría en muchas de las que vinieron después.

 Pasé a la segunda copia, otra página de su diario, fechada unos meses más tarde. ¡Bien que se explayaba en ella sobre nuestra búsqueda de placeres! Sin duda, Carlos había tenido una admirable capacidad para elegir material sensible. Volví a su carta. Tras sermonearme acerca de ética y moral, confianzas traicionadas y cosas así, concluía con una propuesta, acompañada de una nada velada amenaza. Algo así como pasta o prensa, acuciado por la necesidad de ingresar a su padre en una carísima residencia donde atendiesen de forma digna su demencia senil incipiente.

«Así que canalla, ¿eh, Carlos?»

Dejé hojas y gafas sobre la mesa. Aquello era muy serio, en efecto. Esas revelaciones sobre mi pasado eran inquietantes. Más aún el riesgo de que alguien se pusiera a investigar sobre mí para revelar un perfil tan distante de la imagen que me había esforzado en construir y fomentar. Todo eso podía poner en riesgo el resultado electoral y mi carrera política entera, dar al traste con mis ambiciones. 

Pregunté a Beatriz si alguien más había visto la carta. Por suerte, ella era la única. Le pedí que convocase a Pedro Siruela, el encargado de organización del partido. Otro cargo de probada lealtad. Estuvimos reunidos los tres durante un par de horas, examinando la situación creada por la dichosa carta, y cómo salir de ella de forma satisfactoria. Finalmente, pactamos una solución. Me encontraría con Carlos y su padre en persona, en lugar y circunstancias discretos, y ventilaríamos el  asunto en privado. Cualquier cosa, menos un escándalo.

La Alacena de Gema es un coqueto y tranquilo restaurante, propiedad de un simpatizante del partido y amigo de confianza. Un lugar para selectas minorías situado en un apacible rincón de una pacífica y lujosa urbanización privada del extrarradio, dotado de unos reservados diseñados para garantizar la máxima privacidad. En uno de ellos, a la par que almorzamos, mantengo la entrevista que Beatriz me concertó con Carlos y su padre, a quienes ha traído un coche enviado por Pedro, según mis órdenes. No mentiré: el ambiente del encuentro es tenso, pero se vislumbra una solución satisfactoria. Especialmente ahora, cuando se sirve el plato principal: Tournedó Rossini con níscalos a la provenzal. Sebas, el dueño del restaurante, ya me ha prevenido que la guarnición ni tocarla. He tenido que pretextar una alergia alimentaria para justificar mi negativa a probar las setas. «¡Qué pena! Con la buena pinta que tienen…», pienso mientras veo cómo Carlos y su padre las degustan con fruición y hacen comentarios entusiastas sobre ellas.

TUTTI FRUTTI


Lucas mira el contenido de su monedero una vez más. Por muchas combinaciones que haga con las monedas allí guardadas, la aritmética es inclemente y el resultado, invariable: dos euros con veintitrés céntimos. Todo su patrimonio.

El alma le pide un güisqui que el bolsillo le niega.

«Y dos días aún para que me paguen el paro. ¡Uf, qué agobio!»

Repasa mentalmente las existencias de su despensa. Bueno, le llega hasta entonces. 

Pero cómo necesita darse una alegría…

El destino parece echarle un capote al pasar por delante de una heladería. Un cartel escrito en rotulador fluorescente le dice que ahí mismo puede darse ese homenaje deseado: «¡Oferta! Cucurucho mediano. Hoy: 2,10 €». 

Helado. Dulce, fresco. Recuerdos de niñez, tiempo feliz.

La asociación de ideas lo empuja al interior de la heladería. Entra y se acoda en el mostrador.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes —le responde la voz educada, queda y displicente de la encargada, indicio de un pensamiento que está muy lejos de allí. De esa bayeta con la que lustra un mostrador de aluminio brillante de por sí.

Será por el calor de esta tarde de verano, que parece incendiar el mundo y hacer brotar espejismos, pero Lucas se flecha por ella al primer vistazo. Una mujer, mujer. De una pieza. De una vez. Una cascada de pelo oscuro, melena alisada, que enmarca un óvalo de piel clara. Labios de un rojo que, aun matizado, no deja de ser incitante. Carnosidad de geometría vagamente trapezoidal que invita al beso. Ojos de un castaño abisal iluminan  palimpsestos vivos en los que líneas de escritura nacida del alma cuentan la historia de una vida que no puede ser ordinaria. Alegrías, penas, sabiduría de la existencia. Un discurso que a Lucas encantaría escuchar, beberse sus palabras una a una.

Él, por su parte, siente que podría decirle un cargamento de lindezas, cumplidos infinitos. Resucitar poemas de juventud para ella. Pero…

—Perdone, ¿qué deseaba?

Frialdad, concisión, urgencia de despacharlo. «No, no es mi día».

—Un cucurucho de los de la oferta del cartel, por favor. ¿Tiene ron con pasas?

Tiene. La cubeta está casi vacía, pero, a fuerza de rebañar, la mujer consigue completar su helado.

Por un momento le tienta sentarse a comer su cucurucho en uno de los taburetes con asiento giratorio pegados a la barra. Darle otra oportunidad de que se fije en él, y le abra su corazón.

Pero toda su atención está en la bayeta y el mostrador.

«Otro día, cuando haya cobrado», fía su suerte a un futuro mejor.

Sale Lucas de la heladería con su cono de helado, esperanzado, inquieto, más pendiente de lo que queda a sus espaldas que de lo que se le viene encima. 

Algo que hace que su epifanía vespertina salte hecha añicos.

El mocoso no debe de tener más de diez años. Por su aspecto encanijado, incluso puede pasar por más pequeño. Pero corre como las balas, y la fuerza con que impacta contra las piernas de Lucas hace a este trastabillarse violentamente, a punto de caer. 

Él aguanta el tipo, pero lo que no resiste el empellón es la bola de helado tan primorosamente compuesta por la encargada de la heladería. Sale despedida hacia el suelo, donde se estrella formando una masa amorfa con vocación de charco pegajoso y dulzón bajo el sol y el calor de la tarde.

Sobre qué es más patético, el cono de barquillo vacío de helado en su mano, o la desolación que imagina pintada en su cara, Lucas no tiene mucho tiempo para discernir. El arrapiezo kamikaze, tras rebotar contra él y rodar por el suelo, se levanta maldiciendo como un carretero en una mezcla de castellano y una lengua que no identifica, pero que podría ser polaco, ruso o algo así.

—¡Jo, tío! ¡A ver si miras por dónde vas, colega! —le espeta el renacuajo. Y reanuda su carrera como alma que lleva el diablo, dejando atrás una cartera de piel marrón, gruesa y ajada, rodeada por una goma elástica.

—¡Eh, que te dejas la cartera! —lo llama Lucas. 

—¡No es mía! ¡Quédate con ella, y cómprate otro helado! —vocea mientras desaparece por una esquina.

«¿Cómo que para mí? Tendré que encontrar al dueño. O llevarla a la Policía…»

Con ese pensamiento, tras tirar el inservible barquillo a una papelera, se sienta en un banco para comprobar si puede encontrar algún dato sobre el propietario de la cartera, alguna dirección donde entregarla, o algún teléfono al que avisar de su hallazgo.

Acaba de quitar la goma, cuando aparecen dos tipos recién escapados de una película policiaca, malos de manual. A la carrera, también.

—¡Oye, tú! ¿Has visto a un chavalín canijo pasar por aquí? Corriendo a toda hostia…

—¡Cómo corre el hijoputa! —proclama el otro—. Cuando le echemos el guante se va a enterar. 

»Bueno, di. ¿Lo has visto?»

Aquello huele mal a Lucas. El aire de esos tipos, su aspecto… Apestan a mafia, a delincuencia brutal de sicarios.

—¿Un rubiales esmirriado? —Los dos supuestos matones afirman con la cabeza—. Se ha ido por allí… —Señala en una dirección diferente al camino que el chico ha tomado.

Salen corriendo, sin dar las gracias, y Lucas se queda pensando que lo mismo son policías de paisano, a pesar de las pintas y de sus modales, y que su acción acabaría de convertirlo en cómplice de un posible delito.

«Pues bueno, ¿qué se la va a hacer?» —se dice mientras vuelve a coger la cartera que, con un movimiento reflejo, había escondido tras de sí mientras hablaba con los perseguidores—. «Bueno, a ver qué me cuentas tú».

Un DNI le cuenta que el presumible propietario de la cartera se llama Fabián Redondo Loureiro, tiene cincuenta y siete años, declara un domicilio en Vigo y es hijo de Anxo y Xoana. 

El contenido le permite imaginar que es una persona de cierta solvencia. La billetera se hincha rellena de billetes de cincuenta y veinte euros, y un par de cinco que parecen ser el blanco de las burlas de sus hermanos mayores.

Una foto antigua, de mayo de 199… —el último dígito no es legible—, que cae mientras revisa el contenido, le revela que «Luci» —el nombre escrito junto a la fecha— no ha cambiado casi nada en los veintitantos años transcurridos desde que fuera tomada.  La encargada de la heladería le sonríe desde el papel Kodak con el mismo rostro, los mismas ojos sobre los campos arados de vivencias que acaban de engancharlo, pero con la timidez de una chica joven, desde una instantánea que le hace preguntarse si la vida ya se había cebado con ella en una edad más temprana, y ahora la compensa con un aspecto prácticamente igual al de la foto.

Volverá a la heladería, decide. Le preguntará por el dueño de la cartera, tendrá ocasión de hablar un rato con ella, disfrutar de su compañía, y… ¿Qué le había dicho el chavea? Que se comprase otro helado con lo que tenía dentro. «Pues mira. Por los servicios prestados», se dice Lucas. «Con esa pasta que lleva, el tal Fabián ni se va a enterar de si le faltan cinco euracos. O alguno más» —veinticinco euros pasan a su bolsillo—. «Y yo no me quedo sin helado».  

Entra Lucas de nuevo en la heladería, todo jovial. La cartera ajena en el bolsillo trasero del vaquero le da la euforia de un nuevo rico.

—¡Hola! —anuncia su entrada jubiloso, y casi salta hasta sentarse en uno de los taburetes.

La encargada lo mira con indiferencia, y sigue embebida en la tarea de frotar el mostrador de aluminio con su bayeta.

—Preciosa, si te cuento lo que me ha pasado no me vas a creer… —empieza su relato un Lucas que quiere exudar confianza apeando el tratamiento y sonar intrigante. Llamar la atención de esa mujer de un modo u otro.

—Oiga, perdone —le interrumpe Luci—. ¿A qué ha venido? ¿A comerse un helado, o a buscar charla? Para lo primero, le atiendo. De charlas, paso.

La cara de Lucas enrojece ligeramente. «Chica dura», se dice, intentando hurtarse al irritante sonido de una risita que suena a sus espaldas. «Habrá que darle carrete».

—Un helado. Sí, claro, ojos bonitos. A ver. ¿De qué tienes?

—¿Ve usted las cubetas? En cada una hay una etiqueta con el sabor. Mírelo usted mismo.

Después de bajar la temperatura ambiente un par de grados con sus palabras —punteadas por otra risita irónica a espaldas de Lucas—, la encargada vuelve a ensimismarse en su tarea de erosionar el mostrador metálico con la bayeta.

Lejos de amilanarse ante su actitud, Lucas se crece. Le ponen esa dureza, esa amargura. Las mujeres difíciles. Vuelve a la carga.

—Las cubetas, dices, cielo. Sí. A ver…

»Vainilla, nata, chocolate… Lo de toda la vida. ¿Y estos de aquí? Stracciatella, After eight, yogur con frutos rojos…

»¡Ay, chica! No sé. No me llama ninguno. ¿Ron con pasas no te queda?»

«¡Chica!»

Los ojos castaños abisales eyectan fuego. ¿Qué se ha creído este…?

—¿Qué pasa, que no tienes memoria? Antes te puse lo que quedaba. Hasta que vuelvan a servirme mañana, no hay. Punto. 

El tuteo es arma arrojadiza en su voz, que se ha vuelto impaciente y airada. 

«¡Saca las uñas la gatita!», se regodea Lucas ante el acceso de mal genio de Luci. «Si crees que voy a arrugarme…»

—¿Venga, venga. ¿Una cosa dulce como tú no va a recomendarme alguno? ¿Alguna especialidad? —intenta sonar conciliador.

Luci lo mira como si quisiese triturarlo con la mirada. Niega con la cabeza y le habla entre dientes mientras vuelve a poner la bayeta como barrera entre ambos.

—Cualquiera. Todos son buenos.

 —Vale, vale, corazón. Pues de este mismo. Tutti frutti. Hace años que no tomo— dice señalando otra cubeta prácticamente vacía.

—¡Hombre! Ponme a mí un vasito también, Luci, haz el favor —pide una voz un poco aflautada y melosa que viene del mismo sitio de las risitas que antes se oyeron.

Como accionada por un resorte, la encargada devuelve el cucurucho que iba a servir a Lucas, coge un vasito de cartón de una torre y empieza a arrebañar las zurrapas de helado de la cubeta con ayuda de un sacabolas, y depositarlas en el vasito.

—¡Eh! ¿Qué haces? No hay helado para los dos, y yo estaba primero.

Pero Luci no hace ni caso, y sigue escarbando hasta completar el vasito. La risita vuelve a sonar. Lucas se vuelve hacia el emisor: 

—Yo estaba primero. Se ha colado, usted. Y encima se chotea…

—Se siente. Si la dueña prefiere a este servidor, ¿qué voy a hacerle yo?

Lucas ha imprimido tal fuerza al girar el asiento que la cartera que le ha dejado el crío de la calle cae al suelo, a mitad de camino de una mesa en la que se sienta un tipo bajo, algo rechoncho, perfectamente trajeado pese al calor. Unas gafas de numerosas dioptrías distorsionan sus ojos hasta hacerlos parecer esferas de vidrio. Sonríe con la bonhomía de un eclesiástico de tiempos pasados, una sonrisa obsequiosa y un poco impertinente.

Lucas baja del taburete, y se agacha a recoger la cartera. Piensa que le da va a decir cuatro frescas a ese tipo.

Cuando lo ve de más cerca, mientras se levanta, se da cuenta de que…

—Oiga, usted es el del DNI… 

—¿Qué dices, capullín?

—Mire, aquí. —Le muestra la cartera abierta—. Su cartera. Me la he… Me la he encontrado ahí fuera— Lucas miente para encubrir al raterillo que se la ha pasado—. «Fabián Redondo Loureiro». Es usted.

—¿Cómo coño ha llegado mi cartera a tus zarpas? ¿Encontrado? ¡Y un cuerno, ladrón!

»Fabián me llamo, sí. ¿Sabes cómo me llaman también? «Tutti Frutti». Por la canción de Little Richard, y por el helado. Me encantan los dos».

Se ha levantado de la mesa, y a Lucas le da la impresión de encontrarse ante un bloque de roca. Macizo y duro como sus muertos. No queda ni rastro de la sonrisa complacida. Si los que seguían al chavalín parecían mafia, este es un capo.

—Me encanta el tutti frutti de esta heladería. Que lleva Luci, porque se la puse yo para que se ganase la vida, y una pensión cuando sea mayor. Porque Luci es mi chica, ¿sabes? Y tú vacilando con ella. ¡Qué gilipollas!

Lucas siente que el suelo de la heladería se ha vuelto inestable de pronto.

—Así que el señor se planta aquí, y me quiere levantar mi helado, de mi heladería, servido por mi chica y seguro que pagado con mi dinero… Ya metidos en faena, le pongo, además, una velita al cucurucho, y te canto el cumpleaños feliz. O mejor se lo cantamos a Luci los dos a dúo. ¿Te molaría? 

»Mucho, ¿no te parece, nene?»

Sin darle tiempo a reaccionar, el llamado Tutti le pega un rodillazo en la entrepierna. Lucas se dobla por el dolor, y entonces el fascineroso le asesta un frentazo en la nariz, que da con él en el suelo.

Wop bop a loo book a lop bom bom, hijoputa. (*)

Dos chasquidos secos de una pistola con silenciador, aparecida por arte de magia de una funda sobaquera inadvertida bajo la chaqueta de Fabián – Tutti Frutti, despachan a Lucas, y resuelven de golpe sus preocupaciones por su maltrecha economía y la frustración de un romance imposible con la encargada de la heladería.

Luci, espectadora privilegiada de la escena, ni pestañea viendo lo que ocurre ante sus ojos. No es la primera vez, ni será la última, piensa. ¡Tutti es tan suyo para sus cosas!

Con un suspiro y un encogimiento de hombros, termina de servir el vasito de helado, se lo entrega a su hombre y, eludiendo el cuerpo de Lucas, de cuya cabeza nace un charco creciente de masa encefálica y sangre, camina hacia la puerta para echar el cierre. Solo son las siete de la tarde, pero ya no hay negocio que hacer. No, al menos hasta que vengan los chicos a los que Fabián está telefoneando mientras pica cucharaditas de helado para que vengan a llevarse el cuerpo con discreción, limpien y adecenten el local. 

Porque eso es cosa suya, claro. Vale que él tenga sus prontos, pero a ella que no la fastidie.

(*) Verso inicial y final, carente de significado, del rock and roll que se cita en la historia. Se repite alguna vez más a lo largo de la letra.

LAS DE CAÍN (Y 3, ¡YA IBA SIENDO HORA!). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA VI

Bueno, pues que la gula divina —no la del norte— hizo que lo que había empezado como capricho gastronómico de fin de semana, se convirtiese en búsqueda exhaustiva.

Como no encontraba a su proveedor por ninguna parte, y, viendo el rebaño de Abel disperso y solitario, Yahvé se dirigió a Caín en procura de información.

—Caín, hace tiempo que no sé de tu hermano. ¿Tienes noticias suyas?

—No. Hace tiempo que no lo veo yo, tampoco.

—Ya. Pues, oye, si lo ves dile que me llame, anda.

Así, varios días seguidos. El Altísimo preguntaba, y Caín, erre que erre, que de Abel, ni idea.

Mas cuando se combinan la mentira del interrogado con la sagacidad e insistencia del interrogador, no falla que el primero muestre tics y otras alteraciones de la conducta que no pasan desapercibidas para el segundo. Sin polígrafo ni nada, Yahvé veía que su criatura se incomodaba cada vez más a cada cuestionamiento, y trataba de apretarle las tuercas.

—Pues mira, chico. Abel y tú siempre habéis sido como uña y carne. No me creo que no conozcas su paradero.

»Así que haz el favor de decirme dónde está tu hermano de una santa vez, ¡reyó!».

Y ya Caín explotó:

—¿Cómo había de saberlo yo, Señor? ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?

—Pues, hombre, ahora que lo mencionas, un poco sí deberías ser, sí. Para algo eres el mayor de los dos.

Pero Caín no daba su brazo a torcer.

—¡Bah! Eso es un mito de la sociedad paternalista. La dichosa herencia de la moral judeocristiana (*).

Y continuó con un chorreo ideológico que al Todopoderoso le sacó los colores y le secó la lengua. ¡Menudo pico de oro se gastaba el pájaro aquel!

Se marchó del lugar, dejando al energúmeno en medio de su soflama. Pero —cuidadín con la divinidad— diciéndose que había perdido una batalla, no la guerra. Recursos tenía de sobra.

Como hacer una llamada de larga distancia. De muy, muy larga distancia.

—Los Angeles Police Department. Can we help you?

¡Vaya si podían!

EPÍLOGO.

Habían pasado unas cuantas fechas, y Yahvé había dejado de darle la brasa. Caín se afanaba escardando cebollinos en su huerto, cuando vio acercarse una figura humana. Como estaba a contraluz, no pudo distinguir demasiado de ella, más allá de que no era una persona muy alta que andaba de forma algo patosa. Cuando estuvo más cerca ya pudo apreciar los detalles. Un hombre de aire desaliñado, que le resultó vagamente familiar. La ropa arrugada, la corbata mal anudada hecha un gurruño sobre una camisa descolorida. Despeinado, mal afeitado… Y, sobre todo, una gabardina que no pegaba nada con el calor que hacía. Vieja, astrosa y llena de lamparones.

—¿El señor Caín? —le preguntó con voz falsamente dubitativa, mientras taladraba su mirada con un ojo tuerto que lo escudriñaba sin necesidad de verlo—. Soy el teniente Frank Colombo, de la policía de Los Ángeles. ¿Podría hacerle unas preguntas?

Caín supo que estaba perdido.

(*) Uno, cuando se enciende, se enciende. Y eso le pasó a nuestro personaje, que en su indignación y desesperación, no tuvo empacho en recurrir a un tópico que aún tardaría unos miles de años en fraguarse. Ahora, que con lo rebotado que andaba, como para hacerle notar el anacronismo. Yo no me atrevo, desde luego.

Dile a Laura…

—¿Un anillo de compromiso? ¿Para una mujer joven?

»Tengo estos solitarios. Se venden muy bien. Oro rosa y diamante. Un clásico con diseño actual…».

—Muy bonitos. ¿Me enseña ese?

La destinataria se llamaba Laura. Como la chica de la vieja canción, «Dile a Laura que la quiero». Su canción.

Años de novios; la sorpresa de un bebé en camino.

Él era un poco chapado a la antigua. ¿Qué iba a hacer? Casarse con ella, claro. Darle todo. 

«Sobre todo, un anillo de diamantes».

Cobraba un sueldo modesto. No había carreras de coches en las que competir por premios en metálico, como hacía el chico de la canción.

Pero tenía imaginación.

Algo se le ocurriría.

—Es precioso. Voy a acercarme al escaparate para verlo a la luz del sol.

Joyería de barrio. Local pequeño. La puerta, a dos pasos. Una carrera corta para salir. Una vez en la calle…

Un movimiento brusco lo delató, y los nervios le pusieron la zancadilla. Un joyero que tenía un mal día y un revólver cargado bajo el mostrador hicieron el resto.

Por Laura, para Laura. Tres rubíes en su espalda engarzados en el plomo de la munición. Joya de un amor que nunca morirá.

LAS DE CAÍN (2). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA V

El rebaño de Abel prosperó y creció como la espuma. Que de vez en cuando un cordero se fuese en una cuchipanda con el glotón Todopoderoso no era ningún problema. Los fondos seguían llegando, abundantes y regulares, y la prosperidad se había instalado en la cueva de soltero del ovejero.

(Esto de la cueva de soltero no pasa de ser una especulación, aunque existen datos objetivos que podrían respaldarla. El tabú sobre el incesto ya estaba ahí, y todo ser humano que venía al mundo era hijo de los mismos progenitores. O sea, hermanos y hermanas a porrillo; pero de novias, na de na).

Caín, en cambio, continuaba viviendo en la cueva familiar, con un nivel de intimidad cada vez menor. Eso le tenía un poco quemado. Bueno, eso y que, por mucho que doblase el lomo en su huerta, la tierra no era muy fértil, y las cosechas daban lo justo para ir tirando. Todo junto provocó que la sangre se le envenenase poco a poco, y un mosqueo bastante notorio empezase a crecer en su corazón hacia su antaño querido hermano. La puñetera envidia.

Hasta que el día llegó en que, dando un garbeo los dos solos por el campo, no supo controlarse. Abel no paraba de hablar de productividad, de ratios de eficiencia y prospectiva de mercados. Muy crecido él, en plan Lobo de Wall Street. Y Caín aguantando mecha, hiperventilando y más cabreado que una mona.

Así que lo mató. Ya; así de simple. Lo pasaportó, lo liquidó. Eso dice la fuente. Sin explayarse en detalles. Lo de la quijada de asno parece que es una licencia literaria que alguien se tomó mucho tiempo después. La Revelación solo expone los hechos, mondos y lirondos. Se lo cargó, y, cabe imaginar, ocultó el cadáver, a la espera de que las alimañas diesen cuenta de los restos.

Como el niño ya hacía vida por su cuenta, su desaparición no causó alarma inmediata en sus padres, ocupados como estaban en procrear y atender a los vástagos que iban llegando —era una responsabilidad eso de que de tu linaje descendiese toda la especie humana—, pero sí en un personaje que, ocioso tras haber creado el mundo, andaba por allí zascandileando. Se acercaba el finde, y se le antojaba una buena paletilla asada al estilo de Aranda de Duero.

Ilustración: “Caín matando a Abel”. Jacopo Robusti, “Tintoretto”. 1552.

Cena para uno

Se dio cuenta de que aún olía a Carla cuando entró en el ascensor. A su perfume, a su cuerpo, al sudor de su entrega. Aún su paladar tenía frescos los sabores de su piel, de sus besos y su sexo.

Mientras la llave giraba en la cerradura de la puerta, coreografió en su mente la entrada en casa. 

Los gemelos ya estarían dormidos. Luisa se habría cansado de esperarle y ya habría cenado. Estaría sentada frente al televisor hasta que la venciera el sueño. 

Él entraría como un tiro camino del baño. Desde el pasillo gruñiría un saludo a su mujer y la protesta de un día interminable en el despacho. Añadiría que iba a darse un ducha rápida para quitarse el cansancio. 

Arrojaría la camisa acusadora  al cesto de la ropa sucia en un intento de diluir la fragancia que aún la impregnaba al mezclarse con las de las colonias de Luisa y sus hijos. 

Frotaría su cuerpo con esponja de crin y energía. Agua y olor a gel de áloe vera para limpiar su piel de vestigios.

Se embutiría el pijama aromatizado de suavizante floral.

Padre y marido en este trance, besaría el sueño de sus hijos en las frentes, y rozaría los labios de su esposa con un remedo de beso.

Duchado y cambiado, se dirigió al dormitorio de los niños. Los encontró totalmente inmóviles y fríos. Muy fríos en sus camas, a pesar de los edredones.

Se apresuró al salón. 

Luisa  también estaba inmóvil y fría en una penumbra que solo iluminaba el resplandor de un concurso en el televisor. Desmadejada sobre el sofá, la mano izquierda crispada sobre un pedazo de papel. Lo leyó sin retirarlo de los dedos engarfiados: “Lo sé todo. Adiós. Te dejo la cena en la mesa. PD: Tus hijos no han sufrido. Les di pastillas para dormir antes de…”.

A partir de ahí, la letra se hacía temblorosa e imprecisa.

Inspiró hondo. Por un momento, le flaquearon las piernas y estuvo a punto de tambalearse cuando dio los primeros pasos para alejarse del cuadro de su esposa yacente, camino de la mesa de comedor. La vista se le fue a un frasco de vidrio tirado en el suelo, casi en el centro de la estancia. De color ámbar, pequeño, trágicamente destapado. Con una etiqueta blanca en la que se veía el nombre de una empresa  química y el dibujo de una calavera con dos tibias cruzadas. 

«Luisa y su manía de traerse el trabajo a casa», rió con malicia, mientras levantaba la tapa del plato para ver qué tenía de cena. 

Pastel frío de carne. Una especialidad de su mujer que le encantaba. Debía admitir que era una gran cocinera. O que lo fue, o lo había sido. 

Eso pedía vino, en cualquier caso.

Mientras descorchaba una botella y se servía una copa, recapacitó sobre la situación. Era un drama, pero simplificaba las cosas, y cómo. Con su actuación, Luisa le había ahorrado el trámite engorroso de un divorcio. La nota, junto con su historial psiquiátrico, era un salvoconducto. La sustracción del frasquito que declararía su laboratorio, la exoneración de toda sospecha hacia él. Tendría que avisar a la policía, por supuesto, pero eso podía esperar. Primero, la cena.

Un par de sorbos para paladear el excelente Rioja que había elegido, y se sentó a la mesa. Pensó en Carla. La llamaría cuando todo el revuelo hubiese pasado para decirle que nunca más tendría que marcharse de su casa al anochecer.

Atacó el pastel de carne con apetito. El vino ayudaba a disipar el regusto a almendras amargas.

LAS DE CAÍN (1). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA IV

La historia de los primeros hermanos de los que se conocen noticias tiene su miga. Empezando por su concepción y venida al mundo. ¡Caro le salió a su madre el capricho de la manzanita! Bueno, y al padre, también. Porque de vivir una vida regalada en un edén —el Edén, en realidad—, tuvieron que pasar a apañarse con una grutilla de setenta metros cuadrados, cuidar de la parentela que Eva traía al mundo entre dolores de parto, y buscarse las habichuelas. Mira que hay frutas ricas, que además no hay que andar trepando a los árboles, o estirarse para alcanzar las ramas para disfrutar de ellas. Pero, oye, se metió la bicha por medio, y la que organizó, la muy lianta.

En fin, volvamos a los hermanos. En esto, el Génesis es como un resumen de prensa, inmune a la Paleontología. Que si Caín fue el primero en nacer —sin dar detalles, ¿eh? Apto para todos los públicos—. Que si se dedicó a la agricultura, mientras su hermano pastoreaba la cabaña ovina de la época. Y poco más hasta que, ¡ay!, llegó el momento de retratarse ante la divinidad. Presentación de ofrendas. Como los impuestos de ahora, pero en especie. 

El muchacho de la dieta saludable dispuso todo lo necesario para una apetitosa parrillada de verduras: calabacines, espárragos, pimientos, etcétera. Todo, producto de cultivo biológico, respetuoso con el medio ambiente —era fácil: sin empresas químicas, ya me contaréis— . El ganso de Abel, en cambio, cogió un cordero, y ante el Altísimo que se plantó con él y un cuchillo al cinto.

Fíjate tú qué curioso que el justo y misericordioso Yahvé tenía aquel día el pío de unas chuletillas. Así que se entretuvo picando un poco de las verduras, por cortesía, mientras la boca se le hacía agua ante la imagen y el aroma del costillar de cordero que se asaba sobre unas brasas. 

Al terminar el banquete, los parabienes fueron, lógicamente, para el pastor. Y todo un plan de jugosas subvenciones a la ganadería. Caín, por su parte, hubo de contentarse con unas palmaditas displicentes en la espalda, promesas vagas de que «algo habría para él, también» y el mensaje nada subliminal de que el que molaba era su hermano.

La semilla de la discordia acababa de ser plantada. 

Ilustración: “Los sacrificios de Caín y Abel”. Julius Schnorr von Carolsfeld. 1860.

Tentando a la parca. Dos relatos cortos

TOLEDANA

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Muchas cosas favorecieron el flechazo. Las calles estrechas e inspiradoras del casco antiguo de Toledo pisadas por primera vez. Las viejas piedras asoleadas que susurraban leyendas y mitos. La película que había visto un par de días atrás; pasión tórrida entre Lanzarote y Ginebra.

Pasión. Seducción inmediata, tentación  irresistible desde una fachada. Suya. Tenía que ser suya sin excusa. Costase lo que costase.

Costar. Un asunto de honor y coraje que se hizo dolorosamente práctico cuando su arrebato lo empujó a preguntar por ella. No, no le llegaba con sus ahorros. Aunque, quizá, a través de una rocambolesca operación financiera…

La financiación llegó tras una dura negociación. Los argumentos de sus padres en contra eran de peso, pero más pesó su condición de hijo consentido. Acordado el adelanto de varios meses de paga, la tomó por fin, y la llevó consigo, en el resto de una jornada de turismo de arte e historia. La paseó por toda la ciudad entre miradas sorprendidas o abiertamente suspicaces de los vigilantes de museos y edificios religiosos. Al regresar a casa, la instaló en su cuarto, de donde no se movería como no fuese con él.

Con él. Su dueña, su dama. Colgada del techo por un hilo que apenas soporta su peso, y acabará por romperse con el tiempo. Participante en un challenge seguido por cientos en una red social clandestina, se pasa las horas muertas sentado bajo ella, esperando su caricia letal. En un papel escribe constantemente sus dos nombres, con un corazón entre medias: «Damocles ❤ Excalibur».

LA ESPERA (SUEÑOS DE WHISKEY)


Ebriedad de whiskey. Botella amiga de Southern Comfort a un lado de la almohada. Vómito y su pasado, al otro. Balada country, banda sonora de su pesadilla. Un hombre, una mujer, el desamor… La muerte. El viejo sauce.

Paisajes que nunca conocerá, historias que no vivirá, ni lo harán morir.

La acería a punto de cerrar —¡maldito acero asiático barato!— de ocho a cinco. Budweiser, king of beers, y perdedores taciturnos de barra de bar, como él, hasta que la noche y unos pasos inseguros lo lleven a casa. A la ausencia de ella, que nunca vivió allí.

El whiskey le da calor a la noche negra. La adorna con formas de mujer. Espalda y pechos de fantasía, piernas espectrales que rodean su cintura al entrar en ella. Que musita «Oh, darling!» con voz desmayada del Sur en su oído.

Chirría una lechuza. Acaba un sueño que ha durado un parpadeo. Otro trago a la botella.

La Smith & Wesson espera paciente su turno en el cajón de la mesilla.

CUESTIÓN DE LENGUAS. HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA III

  Se dice que la maldad de los hombres enojó a Yahvé, y que este los castigó con un diluvio, y sobrevivieron muy pocos. Algunos, los más avisadillos se dijeron que eso no podía suceder más, y, con el tiempo, se pusieron a construir una torre que llegase al cielo para no mojarse los pies si al Altísimo le daba por ponerse tremendo otra vez. Pero las cosas no salieron como esperaban…

La mentalidad empresarial del egipcio Djen sufrió un duro golpe cuando vio el panorama que se extendía ante él. En una explanada cuadrangular que tendría unos mil codos¹ de lado se amontonaban al desgaire bloques de buena piedra caliza y montones desordenados de ladrillos de adobe. Cuadrillas de obreros ociosos, que miraban a los recién llegados con una mezcla de curiosidad y hostilidad, se sentaban en silencio por aquí y por allá. Las herramientas, tiradas por el suelo, mostraban los primeros indicios de corrosión, y las grúas y otras máquinas de obra chirriaban quejosas de que nadie las lubricase de vez en cuando. 

¿Aquí era donde iba a levantarse una torre que llegaría al cielo? Mucha pinta no tenía, la verdad.

Menos mal que él estaba allí con su caravana de sabios, reclutados de todos los rincones del mundo conocido. Una tropilla de escribas, sacerdotes del bajo clero y estudiosos, versados en las lenguas de la región. Un total de diez contando al propio Djen. Al rescate de la que se había calificado unánimemente como la obra más grande de todos los tiempos.

El egipcio se dirigió hacia un tipo que se sentaba aparte, y que era la viva imagen de la derrota. Desgreñado, con restos de comida pegados a una barba descuidada, la ropa sucia y arrugada y el ánimo haciendo compañía a su sombra en el suelo. «Un babilonio», dedujo Djen por su vestimenta: una especie de chal rojo descolorido por el sol, lleno de flecos y borlas, y un gorro bajo, parecido a una caperuza truncada, que alguna vez fue blanco.

—Buenas. Somos el equipo de traductores —presentó el de Menfis a su comitiva.

El babilonio levantó su mirada y se esforzó en dibujar una sonrisa de bienvenida.

—¡Hombre, qué bien que hayáis llegado por fin! Esto es un sindiós.

—¿Qué ha pasado? 

El babilonio empezó a contar que los trabajos iban bien, hasta que hubo una tormenta muy fuerte. Que cayeron un montón de rayos que arruinaron la construcción ya realizada, y que una nube con bordes de fuego había bajado hasta el suelo, cubriendo toda la superficie de la obra.

Que cuando la nube se retiró y se dirigió a los trabajadores para que despejasen el terreno, nadie le hizo caso, como si no entendiesen lo que decía.

—Pero lo peor fue cuando empezaron a hablar…

Se quejaba el capataz de que aquello había sido un galimatías ingobernable. Cada uno hablaba una lengua diferente, y nadie se entendía con nadie.

—Bueno, pues para eso hemos venido.

—Y no sabes cómo os lo agradezco, porque aquí los incumplimientos de los plazos de las obras no se solucionan precisamente con una multa.

»Por cada semana de retraso en la entrega, me rebanan un dedo. Si llega al mes, la mano entera. A los tres, eunuco. Etcétera».

—¡Joder! No se andan con chiquitas los patronos, no. En fin vamos a probar.

»A ver chaval, tú —se dirigió a uno de los obreros—. Dime algo, a ver qué lengua hablas.

Pardonnez-moi?

—¡Contra! Eso no me suena. ¿Y a alguno de vosotros? —Se volvió a su equipo. Caras de estupor. No le sonaba a ninguno—. Bueno, a ver otro. Tú…

Sorry?

Y «¿Mande?», «Bitte?», «Prego?», y otras cuantas lenguas más, todas diferentes que allí nadie conocía. No había nada que pudieran hacer, concluyó Djen al cabo de un rato.

Un sindiós, sí.

—Chico, date por jodido —intentó el egipcio consolar al abatido babilonio, pasándole un brazo por los hombros—. Lo hemos intentado, pero…

»Y tú, ¿de qué te ríes, capullo? —preguntó al traductor de arameo, un galileo que estaba desternillándose—. ¿Qué gracia le ves a esto?»

—Los rayos, la nube de fuego, lo de lenguas que nadie entiende… Todo eso tiene el sello de Yahvé, el dios de Israel. Se ve que no le ha hecho gracia la bromita esta de la torre, y…

—¿Y qué? —preguntaron egipcio y babilonio al alimón.

—Pues que, como dice el jefe, date por jodido, babilonio. Porque entre los dos sumaréis muchos dioses, pero con la mala follá de nuestro Yahvé cabreado, ninguno.

¹ Codo egipcio: medida de longitud equivalente a 45 cm.

Ilustraciones. “La Torre de Babel”. Pieter Brueghel “El Viejo”. 1563.

(La otra, ya se sabe. Pensando en lenguas…)

EN FRANÇAIS, S´IL VOUS PLAIT

La tormenta golpeaba duro esa noche. Fuera y dentro.

Fuera, relámpagos y truenos.

Por dentro, desangrarme al compás de canciones de dolor y derrota. Las de Sabina y Enrique Urquijo. Las del Jackson Browne triste, y  Tucson, Arizona, de Dan Fogelberg. Aunque la atmósfera del bar vibrase con el rock vigoroso seleccionado por el pincha, mi ánimo era totalmente melancólico, lúgubre.

Un mes desde que se fue; una noche para emborracharme y olvidar. Embarrancado en el rincón más apartado y oscuro que pude encontrar en la barra. Suelo beber gin-tonic cuando voy de copas, pero esa noche no estaba de copas. Estaba en Urgencias, con un tratamiento de choque contra la pena a base de bourbon con hielo en un vaso chato que me rellenaban de vez en cuando.

Ella llegó en medio de crujidos de cuero negro. Su cazadora, sus pantalones, sus botines. Se acodó en un hueco de la barra, a mi lado:

—Soy Ana. —Sin preámbulos, ni ceremonia.

La miré de arriba a abajo. ¿Otro naufragio en rumbo de colisión con el mío? Clavé mi mirada en sus ojos verdes.

—No —respondí—. Eres Soledad. Busca un espejo, y mírate bien, verás como eres Soledad.

Que hubiese roto a reír, o me hubiese tirado el contenido de su vaso por encima, sucesos equiprobables.

En vez de eso, me aguantó la mirada en silencio, escudriñando mis motivos con sus ojos. Que eran hermosos, además de verdes, e iluminaban un rostro pálido sin maquillar, como recién lavado.

El tiempo y el movimiento alrededor parecían  detenidos mientras digería mis palabras. Sentí que de ella emanaba una fuerza que me habría hecho retroceder de no estar apoyado en una pared. Por un momento, me sentí perro que rehúye una pelea, pero tiene que retirarse con dignidad. El pelo del lomo erizado, el morro arrugado, mostrando los dientes. Mucho gruñido que quiere sonar amenazante, y el rabo, entre las patas.

Me encogí de hombros ante su escrutinio. Un gesto para quitar tensión al momento. Una reacción a la defensiva:

—No me hagas mucho caso. Esta noche soy Jack Daniels. —Alcé mi vaso.

—Vale. Y yo estoy en Finlandia —me desafió sin rastro de humor, mientras agitaba el suyo. Un líquido transparente en el que flotaban los restos de unos cubos de hielo.

—¿Vodka?

Afirmó con la cabeza.

Un nuevo paréntesis. Nuestras miradas que se evitaban, y buscaban excusas alrededor. Ninguno de los dos se movió. ¿Habría un siguiente paso? ¿Quién lo daría? Debió de pasar un minuto, pero uno de esos minutos muy largos, antes de que ella tomase la iniciativa.

—¿Estás solo?

—«Nunca estoy solo con mi soledad». —Me puso gesto raro—. ¿No te gusta? Es de una canción de Georges Moustaki.

—¿Quién es ese? No lo conozco. Además, ¿qué chorrada es esa? O se está solo, o se está acompañado de alguien.

Ya. Me hacía una idea. Muy dada a sutilezas no parecía.

Turno para el silencio, de  nuevo. Cada uno sondeando su alma y su vaso, desentrañando señales del futuro entre tintineos de hielo a la deriva. La partida amenazaba terminar en tablas, y yo me sentía un poco incómodo con la situación.

Había disparado el primer tiro al rebautizarla a mi antojo —aunque no me apease de la burra de que su imagen era de Soledad, no de Ana—, y había buscado epatar con la cita de la canción de Moustaki, en vez de responder con un «sí». O un «no», si hubiese querido librarme de ella.

La miré de refilón, con la misma atención que disimulo. Ella esperaba algo. Yo estaba encontrando algo. Estimé que, aparte de los matices lingüísticos, nos separaban un número de años suficientes como para que fuese yo quien asumiese el rol de adulto, y mostrase cierta madurez, saber hacer. Algo me empujaba a salir del impasse.

—Oye, perdóname. Soy un borde. Tú vienes a hacerme compañía, y yo…

Yo no sabía cómo seguir

—Tú, ¿qué?

—Pues eso. Que me he puesto a jugar a ser borde. Y a hacerme el interesante.

—¡Bah! No te preocupes. Los he conocido mucho peores. Tú, por lo menos, no llevas la polla en la frente.

Asentí, aunque no entendí nada. Después me daría corte preguntarle qué había querido decir con eso.

—¿Tienes Spotify? —preguntó señalando a mi teléfono móvil.

—Sí, pero no es Premium. Tiene anuncios.

—Da igual. Solo quiero que me pongas esa canción de la soledad que me has dicho antes.

—Vale, pero no llevo auriculares. No sé si con el ruido… —Con el índice de la mano derecha señalé hacia un altavoz enorme que vomitaba Thunderstruck, de AC/DC.

—¿De qué vas, tío sieso? —rio—. Tú pon la canción, y pásame el teléfono. Ya te diré si la oigo.

La busqué, y se la puse. Se pegó el teléfono a un oído, y se tapó el otro con un dedo. La observé mientras escuchaba, concentrada, con el gesto grave de quien asiste a una ceremonia religiosa.

«Tengo Spotify, pero no el Premium».

«No tengo auriculares».

«No sé si vas a poder escucharla con este ruido».

¿A qué tantas pegas? ¿Quería aburrirla, y echarla de mi lado? ¿No me apetecía que se quedara conmigo un rato más?

Escuchó la canción entera. Me devolvió el teléfono. Rocé su mano.

La respuesta era: sí. Quería que se quedase.

—Hombre, muy bien no he podido escucharla. No sé, no está mal. Un poco blandita, quizá. Además, que yo de francés, poco y menos. Porque está en francés, ¿no?

Afirmé con la cabeza.

—Yo tampoco. No vayas a creer. Solo me sé los versos que te dije antes, y cosas sueltas. Las que se sabe todo el mundo.

—¡Ay! Dilos.

—No, que destrozo el idioma. No quiero un conflicto con un país vecino.

Porfa, porfa, porfa

¿Porfa? A Soledad no le pegaba nada ese modo de hablar. No con su aspecto, su forma de estar. Sorprendía la voz infantil impostada al decirlo. ¿Sería la de Ana, fuera de este garito? Sonaba a emoción, no a ñoñería. La candidez en los ojos, también. El rubor de sus mejillas no era colorete. ¿Podía permitirse la vulnerabilidad de una criatura, si andaba bebiendo sola de noche por ahí, embutida en cuero negro?

—Anda, porfa… —repitió una vez más.

Intenté entonarlos lo mejor que pude, con mi francés macarrónico.

—Dilos un poco más despacio. Palabra por palabra, para que pueda repetirlos:

Non. Je ne suis jamais seul / Avec ma solitude.

Los repitió tres veces, como si pronunciase un conjuro. Después, se puso de puntillas sobre sus botines, y me besó en los labios.

—Vamos fuera. Me apetece un cigarro. ¿Tú fumas?

Lo había dejado seis meses antes, pero la acompañé.

Ya no relampagueaba. Caía una llovizna fina de la que nos protegimos bajo un voladizo. En un espacio mínimo, nuestros cuerpos pegados, sus facciones reveladas. Una cara que se veía hermosa de algún modo, aun a la poca luz que llegaba de una farola cercana.

Ana fumaba en silencio. Al expulsar el humo, abocinaba los labios de forma que estos se veían carnosos y tentadores. No pude resistirme a acariciarlos con las yemas de los dedos.

—¿Te apetecen, Jack Daniels?

—Mataría por besarlos.

El recurso al homicidio no fue necesario. Consensuamos unos besos desesperados, intensos hasta hacernos gemir.

Ella me murmuró al oído algo que recordaba vagamente a los versos de Ma solitude, y me jadeó: «¿Te pone?».

Dejé que leyese la respuesta en más besos y en las caricias que aventuré con mi mano bajo su cazadora.

No hablamos mucho más al volver al bar. Encontramos un espacio providencial donde sentarnos, el uno contra el otro, y practicar formas de comunicación alternativas, al margen de los decibelios que atronaban el lugar. Descubrí una pasión genuina por el maridaje de vodka, nicotina y saliva en su lengua.

Se hizo la hora de cierre. No hizo falta un ángel con espada flamígera para expulsarnos del paraíso canalla. Bastó el deslumbramiento cuando el encargado encendió todas las luces de golpe, sin contemplaciones. La calle nos acogió con un silencio cómplice que solo rompía el zumbido de algún coche al pasar, o el rugido del camión de la basura. Tiritonas esporádicas e involuntarias ponían de manifiesto que el otoño había dejado de ser un riesgo, y se había instalado entre nosotros.

Sentados en un banco, abrazados y silenciosos, vimos morir la noche para dejar espacio al alba.

La acompañé a su casa, una buena caminata. La presencia del portero de la finca limpiando el portal no fue cortapisa para que nuestra despedida tuviese tintes memorables.

—¿Ya no te sientes solo?

Je suis avec

Nos reímos como críos.

Le pregunté si volveríamos a vernos. Por toda respuesta me dijo:

—Coge el móvil. Marca… —recitó nueve dígitos.

Un timbre sonó en el interior de su bolso.

—Ahora te devuelvo la llamada, y podemos quedar cuando quieras. ¿Qué nombre pongo en el contacto?

Jack Daniels, claro. ¿Nos vemos luego? —Mañana ya era hoy.

—¿Luego? ¿Hoy mismo? Muy bien. Pero ya no te va a valer el truco de ese cantante francés… ¿Cómo me dijiste que se llamaba?

—Georges Moustaki.

—Moustaki. Suena más a griego que a francés, ¿no te parece?

—Algo de griego tenía, si.

—Bueno. Pues tienes que buscarte la vida. ¿Con qué vas a sorprenderme?

—¿En francés, también?

¡Porfa, porfa, porfa!—. Qué bonita, su cara aniñada, a la luz del amanecer. Pegó su boca a mi oído, y murmuró:

—A mí también me pone, aunque no lo entienda. Bastante.

No era fácil pensar con mente fría mientras su aliento acariciaba mi oído con un soplo delicado. Pero conseguí recordar algo.

Una búsqueda acelerada en el teléfono, y…

—A ver qué te parece esto.

Unas notas de piano, la voz de Jacques Brel —Ne me quitte pas / Il faut oublier / Tout peut s´oublier…*—, y un gesto de gozo de Soledad / Ana. Era la primera sonrisa de la mañana en su rostro. Una sonrisa que competía en brillo con el mismísimo sol naciente.

—¡De esta no sales vivo, muñeco! —me amenazó con picardía mientras traspasaba el umbral de su portal.

Y yo, encantado de la vida de nuevo. 

* No me dejes / Hay que olvidar / Todo se puede olvidar.