Gestada por la inquietud. Venida al mundo de manos voluntariosas y entusiastas, que de la necesidad quieren hacer virtud, zarpa esta almadía de espíritu marinero, deudora de la pintada por Théodore Géricault (1819). De carácter intrépido, se diferencia de la original en que su talante aventurero se crece cuando un viento de imaginación la empuja por océanos inexplorados, hacia horizontes lejanos. ¡Avante, siempre avante! No te dejes engañar por su aspecto frágil. No creas que el huracán podrá rajar el velacho maltrecho que la hace navegar. Ni pienses que zozobrará de un momento a otro, de tan cargada como va. No temas al hambre o la sed. Cada día se hornea nuestro pan y se rellenan nuestros odres de agua dulce. Sentíos bienvenidos a bordo. Hay espacio para todos.
Para trago, el que tuvo que pasar el jefe de prensa de Yahvé cuando, en vísperas del Diluvio Universal, compareció ante representantes de todos los medios de Palestina, para comunicar que, en el concurso para la construcción de un arca, la propuesta elegida era la de un astillero coreano.
El pobre Noé, que había puesto todo su empeño en diseñar una embarcación superlativa, se vino abajo, y empezó a beber desaforadamente nada más comunicarse el fallo.
Mas se dice del Altísimo que aprieta, pero no ahoga. Así, recondujo los pasos de su siervo una vez recobrada la consciencia, y lo instruyó para que no se desperdiciase el trabajo hecho.
Lo guió, con sus planos bajo el brazo, hacia el lugar llamado Costa del Sol.
Desde ahí, desarrolla una fructífera labor empresarial comercializando barcas insumergibles e incombustibles, plataformas ideales para la preparación de las brasas para los espetos.
Ilustración: Embriaguez de Noé. Michelangelo Buonarroti (Detalle de los frescos de la Capilla Sixtina, 1509).
La frutería, la panadería… En todas las tiendas, la misma historia. «Y Gloria, ¿cómo está? ¡Pobre! ¡Qué desgracia! ¡Con lo buena persona que es!»
No lo saben, pero su interés y su amabilidad provocan una desazón en mí difícil de explicar. Tengo muchas dudas. De remordimientos, ni hablo. Mi conciencia se retuerce cuando pienso en ella, naturaleza tan dulce y sosegada, encerrada en el piso bajo siete llaves. No sé si es ético lo que estoy haciendo. Me lo pregunto día y noche. Las respuestas no llegan fácilmente.
Por un lado, pienso que, como marido, tengo mis prerrogativas sobre ella. Que tiene comportamientos que justifican mis actuaciones. Aunque cuando me vienen a la memoria ciertas cosas —las ligaduras, los golpes, las voces— me parece que puedo estar propasándome en mis derechos y atribuciones.
Por otra parte están su conducta, sus modales. Me repugna lo que hago, pero no puedo encontrar soluciones. Solo seguir adelante, y ver hasta dónde soy capaz de llegar.
Al principio, la historia del coche empotrado contra el árbol pareció una buena excusa. Ahora no sé qué recorrido tendrá. Más tarde o más temprano, las verdades saldrán a la luz. Gloria, a la calle. ¿Cómo podré justificarme entonces?
Subo las escaleras. Me planto ante la puerta de nuestra casa. Cerradura de seguridad y tres cerrojos adicionales. Dejo las bolsas de la compra en el suelo. Con mi única mano abro todos los cierres. Desde el recibidor anuncio mi presencia con un «¡Gloria, cariño, ya estoy en casa!» que suena algo erosionado después de tanto uso. Oigo revuelo en la cocina. Deduzco que se ha soltado de las correas, y me digo que, por mucho que me desagrade la idea, el próximo día que salga tendré que apretarlas más.
Gloria está revolviendo armarios y cajones, presa de un ataque de ansiedad. Tarda unos segundos en darse cuenta de mi presencia. Cuando lo hace, lo primero que sale de sus labios es un requerimiento apremiante.
—¿Dónde has puesto el cuchillo eléctrico, cabronazo? ¡Me muero de hambre! ¡Quiero asado!
Asado, fileteado muy fino. Así le gusta. Por eso utilizo el cuchillo eléctrico para cortarlo de ese modo. Lonchas finas, casi transparentes, y regulares. Lo tengo escondido. Si ella accediese a él, el asado duraría un parpadeo.
—Yo me encargo, cielo. Tú relájate, que en un minuto lo caliento al microondas y te lo sirvo. ¿Cuántos filetes quieres?
—Tres. Con patatas y zanahoria. Pero, mejor que en el micro, caliéntalo en el horno.
—En el horno tarda más, cari.
—Ya, pero es que ahora que te veo, me han entrado unas ganas de echarte un polvazo que me muero. Así que, mientras se calienta…
Se aleja por el pasillo, camino del dormitorio, mientras me dice que no tarde.
Saco la fuente del asado del frigorífico y corto las tres lonchas. Finas como papel de fumar. Las pongo en un plato, con la guarnición, y este en el horno, a baja temperatura. Desde la alcoba me llegan sus gritos de «¡Venga, venga, que ya estoy lista!», y recuerdo que todo esto es cosa de National Geographic. De un documental sobre insectos con el que distraíamos el tedio de una anodina tarde de sábado, que provocó que algo hiciese clic en el cerebro de Gloria.
—¡Que vengas ya, que estoy toda mojada!
Debió de alarmarme la inclinación que mostró desde entonces a darme bocaditos por todo el cuerpo después de cada coito, pero es que nunca habíamos practicado un sexo tan intenso y frecuente como desde aquel día. Y era muy estimulante sentir sus dientes mordisquearme con tal ansia.
El deber conyugal me llama. Devuelvo al frigorífico la fuente de loza, con lo que queda de mi antebrazo izquierdo deshuesado, asado perfecto de piel dorada, con una guarnición de patatitas parisién, zanahorias baby y judías verdes. Mi antebrazo, la mutilación que declaro como resultado del accidente de tráfico inventado que me sirve de cobertura para tener a Gloria separada del mundo. Miro el pósit pegado en la puerta del refrigerador que recuerda la fecha en que Gloria tiene una cita en Neuropsiquiatría del Hospital La Paz con un tal doctor Ibarra. Faltan semanas, aún. Demasiadas para que cunda este plato. Anticipo que la espera me costará lo que me queda de brazo. Quién sabe si una pantorrilla, también, si Gloria sigue sacudida por estos apetitos voraces. Yo, por si acaso, ya he difundido por el barrio que el médico me ha dicho que podría sufrir complicaciones por el percance.
«Es lo que hay», me digo mientras voy quitándome la ropa camino del dormitorio. Dispuesto a follar como un loco como últimamente. Como nunca en estos veinte años de casados.
Quizá el primer acierto que cabe atribuir a Salomón —o a algún asesor de imagen; no hay constancia histórica— sea el de cambiarse el nombre.
A ver, que no hay nada deshonroso en el Jedidías que le puso su papi, el Deivi de Judea, ese que andaba loco por la música. Pero dónde va a compararse con Salomón, que, entremedias de sus sílabas atesora la palabra lomo, y, ¿a quién no se le hace la boca agua al pensar en una tapa de caña de lomo ibérico de pata negra? (Lectores veganos y vegetarianos: por favor, aceptad esta como una pregunta retórica, sin más. No quisiera el autor tentar vuestras convicciones).
Jedidías suena muy bíblico y tal, pero, en los tiempos desmadrados que vivimos, con tendencia a la simplificación o al mal gusto —cuando no a ambos simultáneamente—, el respetado y sabio Salomón habría pasado a ser El Jedi, uno más en la prolija nómina de los Obi-Wan, Yoda, etcétera. Por no hablar de las resonancias olfativas maliciosas, o un uso tendenciosamente soez del nombrecito de marras.
Lo dejamos en Salomón, pues, y todos tan amigos.
Dicen los anales que fue hombre longevo para su época —vivió unos sesenta años—, gobernante duradero —su reinado se extendió a lo largo de cuatro décadas—, y, sobre todo, personaje sabio y prudente. Tenía además un gen inquieto y creador, herencia sin duda de su padre, que le dio para construir el primer templo de Jerusalén y escribir tres libros que con el tiempo formarían parte de las Sagradas Escrituras (Eclesiastés, Proverbios y Cantar de los cantares). Por si fuese poco mérito, además le dio tiempo de intimar con la reina de Saba. Se da por seguro que se trataba de una mujer que a sus dotes como estadista añadía una muy notable belleza, que para el Hollywood de los cincuenta guardaba un notable parecido con la actriz italiana Gina Lollobrigida. Y, como remate, resultó ser versado en leyes y juez justo.
Un mirlo blanco, el yerno perfecto.
Quizá uno de sus hechos más notables, cuya repercusión llega a nuestros tiempos, fue su forma de bregar con una solicitud de arbitraje que le plantearon dos súbditas. La escena pudo suceder de este modo, más o menos.
Escenario: la sala de audiencias del palacio real.
Personajes: Salomón, su consejero principal, dos mujeres y varios soldados de la guardia real. Uno de ellos sostiene un bebé en brazos.
Momento del día: por la mañana (ya se sabe que la administración tiene querencia por la jornada continua).
—Y bien, ¿qué tenemos aquí? —indaga el monarca con mirada severa y escrutadora.
—Estas mujeres piden la merced de vuestra justicia, sabio Salomón, para resolver la disputa que las enfrenta —proclama el consejero con voz un poco aflautada y untuosa que hace pensar en un eunuco—. Ambas reclaman ser la madre de la criatura que el soldado acuna en sus brazos, y aducen argumentos razonables.
—Ya. Dádselo a la de la izquierda —dictamina el rey de Israel con un tono que no admite réplica.
Su decisión es recibida con alborozo por la mujer citada, e indignación por la otra, que reclama airada:
—Pero, ¿qué clase de justicia es esta? ¿Con qué criterio tomáis vuestra decisión, majestad?
»Hacedme al menos la merced de otorgarme la mitad del hijo. Que uno de vuestros soldados desenvaine la espada y lo corte en canal, y cada una llevemos a nuestro hogar la parte correspondiente».
Su osadía causa irritación en El Sabio, quien se levanta del trono para lanzarle una severa admonición:
—¿Y que se me quede el salón lleno de entrañas y sangre? ¿Quién lo limpia después? ¿Acaso tú?
»Mujer, no seas insolente con tu soberano. Marcha de mi vista inmediatamente, y da gracias de no hacerlo con tu cabeza separada del cuerpo».
La mujer abandona la sala mascullando maldiciones contra la discriminación positiva y la tibieza del gobierno.
El consejero, admirado, se dirige a Salomón.
—En verdad, señor, que tenéis fama de sabio y justo, mas no entiendo los fundamentos de vuestro juicio en este episodio. Las reclamaciones de ambas mujeres parecían igualmente pertinentes y fundadas. Con seguridad un tribunal de más baja índole habría encontrado difícil alcanzar resolución tan rápida y decidida como la vuestra.
»¿Seríais tan bondadoso de iluminar mi desconcierto con vuestra sabiduría?»
Sonríe el monarca, y habla a su servidor con tono cachazudo.
—A ver, mi buen amigo. Tú has visto lo mismo que yo. Usa la cabeza, que para eso te pago unos pingües honorarios. ¿Cómo era el niño?
—Negro como un tizón, mi rey.
—Como un nativo de Abisinia, sí. Igual que la mujer de la izquierda.
»¿Y la mujer que tan agraviada se ha marchado?»
—Rubia y de ojos azules. Tez clara como los lirios del valle.
—Pues, blanca y en cántaro de arcilla… ¡Elemental, querido Eleazar!
»¡Que pase el siguiente!»
Ilustración: El juicio de Salomón. Pieter Paul Rubens (1611-14).
Don leyó la carta varias veces tras recogerla del apartado postal al que Betty dirigía su correspondencia,
Mapa perfecto, itinerario de su relación en los últimos seis años, y ultimátum: o vienes, o lo cuento todo.
Le daba un mes.
«¿Qué hago?», se preguntaba, vencido el plazo. Otra madrugada lo sorprendía en la cocina. Una taza de café, y en la radio la valoración del discurso presidencial de la noche anterior. Misiles rusos en Cuba, otra decisión difícil.
Había perdido la cuenta. De tazas de café, de noches sin sueño, de los días transcurridos desde que recibió la carta. De los momentos en que se había forzado en vano a tomar una decisión.
Betty Sullivan y la UCLA, reverdecer junto al Pacífico, en una mano. En la otra, Frances y los chicos. Pavesas del viejo amor de High School, responsabilidad de cabeza de familia, la aburrida Iowa.
Decisiones. Juegos perversos de su padre, artificiero del FBI. La maqueta de bomba de tiempo en el sótano. Haces de cables que conectaban destinos: vida o muerte.
—¡Vamos, Don! Córtalo.
Tic, tac… el reloj que espantaba la vida y traía la muerte.
—Concéntrate. Lo has hecho otras veces.
¿Cable rojo, o cable negro? ¿Amarillo, o verde?
—¡Vamos, hijo! No dejes que ganen los malos.
Un cable elegido a ciegas. El timbre. Error.
Los malos ganaron muchas veces. Desesperaba su padre.
—No le echas lo que hay que echarle, Donald. Así no se toman decisiones.
No era hombre de grandes decisiones, concluyó mientras apuraba los últimos sorbos de un café helado frente a la primera claridad del alba.
Entre ser el hijo que su adorado padre soñaba, o la respuesta a las dudas que asediaban su espíritu, ganó la Filosofía.
Victoria pírrica que los distanció, llenó a Don de remordimiento y lo obligó a aceptar trabajos inmundos para pagarse unos estudios que su padre no sufragaría.
Ganó la Filosofía. Profesor lleno de preguntas, escaso de certidumbres, que enamoraba a sus estudiantes a fuerza de larguísimas discusiones que raramente alcanzaban un consenso.
A Betty. Alumna predilecta. Almas gemelas solo separadas por veinte años y domicilios distintos. El uno en brazos del otro, búsqueda incesante de verdades incontrovertibles en escenarios improbables. Senderos sin destino fijo, ni vuelta atrás. Nunca se sintió más cerca de la certidumbre que cuando lo asaltaba el desasosiego de la culpa al volver a la casa familiar tras una tarde con ella.
Y ahora, la exigencia de una nueva decisión.
¿Cable rojo, o cable negro? ¿Frances, o Betty? ¿Compromiso, o felicidad?
Unos días más. La noción del tiempo aniquilada por las dudas, todo era un hoy sin horas ni fechas. Atardecer. Sentado en su lado de la cama recordó el talismán guardado en el cajón de la mesilla. El Morgan de 1921, un dólar de plata, regalo de su abuelo Tom.
Lo apretó en su mano con fuerza, como si de ese trozo de metal precioso pudiese exprimir las gotas de determinación que su ánimo turbado le negaba.
No le dio solución la moneda, mas sí una inspiración. Si él no podía resolver, que corriese el azar con la tarea.
A cara, o cruz
La acomodó en el hueco entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha. Cara, Frances y los chicos; el deber. Cruz, Betty y Los Ángeles. El deseo.
Contuvo la respiración mientras la moneda, impulsada por el pulgar, subía por el aire girando sobre su eje. La luz del ocaso teñía alternativamente sus lados de luz dorada según ascendía.
Un destello intenso, de sol miniaturizado, marcó su apogeo. A partir del cual, cara y cruz se ensombrecieron, voluntad de mantener la incertidumbre del resultado, mientras el dólar iniciaba su descenso hacia la mano tendida de Don.
Capricho del destino, el canto del Morgan rebotó sobre su palma abierta, y continuó cayendo hacia el enlosado. Al que saludó con un tintineo amable, apagado de golpe por una detonación seca.
La bala golpeó a Donald en el hombro izquierdo. La fuerza del impacto lo impulsó a girarse hacia el lado contrario, y hacia atrás. De la boca del cañón de su Colt calibre 38, en una mano de una llorosa Frances, brotaba una tenue columna de humo.
Dio dos pasos hacia ella; dos detonaciones más interrumpieron su caminar. Picotazos de plomo en el vientre y el pecho.
En un parpadeo, el mundo se hizo torbellino, salvo las cuartillas en la otra mano de Frances. Caligrafía de Betty, la temida confesión de sus amoríos.
«Debí, debí…» Una flojera extrema se apoderó de su cuerpo, y cortó de raíz su pensamiento. Cayó aovillado al lado de la moneda. Sus ojos, a punto de opacarse para siempre, aún pudieron dirigir una mirada a esta.
Había salido cruz.
¡Perra suerte! Enseñar a Frances a disparar había sido una pésima decisión.
Hubo cena con vino y muchos brindis, sí. Sobremesa con chupitos de crema de orujo, y una euforia por los resultados alcanzados que desembocó en gin-tonics hasta la madrugada.
De modo que, al salir el sol, la mitad de Yahvé que más había currado estaba que se caía de cansancio, y decidió marcarse una espléndida sesión de sueño hasta la hora de comer. Una señora siesta del carnero mientras su complemento se tomaba con una calma muy notable la preparación de la tradicional paella dominical (1).
Estaba el durmiente entre dos sueños, regodeándose en la pereza de quien no tiene qué hacer, cuando se oyó el zumbador del telefonillo. Sin incorporarse del todo en el lecho se dio una voz:
—¿Puedes atenderlo? Estoy muy cansado, y necesito dormir un poquito más.
—Sí, ya voy.
«¿Quién será a estas horas, un domingo? Los hay desconsiderados. Casi que voy a replantearme la política de accesibilidad para un futuro.»
En medio de estas disquisiciones, le sobrevino el sopor, y ya estaba gozando del placer de desconectar del mundo, cuando una mano lo agarró del hombro, y le dio unas sacudidas.
—Despierta yo. Tienes visita.
—¿Cómo? ¿No puedes atenderlos, yo?
—No. Insisten en que tienen que ver al responsable directo de la creación.
—¿Tienen? ¿Cuántos son? ¿Y qué son?
—Son dos humanos, varón y mujer. Que dicen venir en nombre de la SGAE y del Registro de la Propiedad Intelectual, respectivamente.
»Al parecer en nuestro afán de dar nombres a las cosas que creamos, tú has violado alguna patente, o algo así. Vienen a negociar una compensación económica a cambio de no llevarnos ante la Justicia».
—Bueno. Diles que esperen un momento. Me acicalo un poco, y voy con ellos. A ver si negociamos una salida honrosa.
—Vale. Pero date prisa. Al arroz le falta nada y menos. Además, dentro de media hora ponen «Pretty Woman» en Tele5 y me apetece verla otra vez.
Y con esas palabras se despidió, y salió de su habitación.
Él, por su parte, se dio aún unos instantes para valorar la situación.
«¡Humanos! «Y los creé a mi imagen y semejanza. Hombre y mujer los creé…» Voy a tener que revisar mi plan original con respecto a la humanidad. Mezquinos y molestos… ¡se van a enterar estos!»
Se apresuró a levantarse, echarse una túnica por encima, y chapuzarse la cara con agua. Los despacharía con rapidez. No soportaba el arroz pasado, y tenía la costumbre de no perderse ninguna reposición de «Pretty Woman», él tampoco.
(1)N. del A. Sí, ya sé que según la versión hebrea de la biblia esto sería un sacrilegio, porque el Sabbath, el día de descanso semanal, es sagrado, y no se pega chapa. Pero mi espíritu castizo me dicta que recurra a la paella, como signo de identidad del día de fiesta. Ruego disculpas a los lectores más concienciados o rigoristas. Tienen toda la razón al torcer el gesto.
A falta de fuentes históricas fiables —o de la pericia y paciencia para buscarlas—, pongamos que los hechos sucedieran de este modo.
Cercanías de un poblado indigete —la actual Ampurias—. Tibia mañana de primavera. Año 218 antes del nacimiento de un tal Cristo —desconocido entonces, aunque muy popular con el tiempo—. Aunia refunfuñaba mientras recogía fresas silvestres. Ella quería ir a cazar con su padre y hermanos, pero a su madre le daba canguis que su niña, al trastear con piedras y jabalinas, pudiese hacerse daño. Como todos tenían que arrimar el hombro para la subsistencia familiar, la había mandado a recoger las bayas para un postre que quería preparar.
—Ve donde las piedras viejas, que hay muchas.
Y ahí estaba. Había llenado de fresas un hatillo de tela burda, y se había sentado a descansar a la sombra de un enorme panel de mármol. Grabados sobre él, caracteres raros, desconocidos para Aunia, anunciaban la construcción del nuevo ágora de Emporion. Tenía guasa el anuncio. Llevaba puesto la tira de años, y las obras, apenas empezadas, se pararon por falta de dracmas. Los foceos, unos griegos que se habían instalado allí, necesitaron todos sus recursos para financiar una guerra contra unos tipos que tenían fama de chulos y malencarados, llamados púnicos, por un quítame allá esas pajas por asuntos comerciales —la economía siempre dando por el saco—. Todo se resolvería con un empate técnico, y el reparto de zonas de influencia. Como siempre. Y las ambiciosas obras de Emporion, abandonadas a medio hacer, otra costumbre antigua.
Pero volvamos a Aunia. Dejaba vagar la vista por el azul del mar, cuando empezó a ver que el horizonte se poblaba de manchitas oscuras. Puntos que fueron creciendo de tamaño hasta revelar las formas de una escuadra de trirremes con las velas desplegadas al viento y los remos batiendo con energía las aguas.
Aquello parecía importante, aunque su mente infantil no supiese valorar el alcance de lo que veía. Corrió a informar a su madre.
—Escolta, mare! He visto un montón de barcos en el mar. Vienen hacia aquí.
—¡Hosti, tú! ¿Barcos? La mare que ens va parir! ¡Guiris! —dijo la madre poniendo los ojos en blanco.
No hacía mucha gracia a Nisunin la llegada de forasteros. La memoria ancestral de los pueblos que habitaban lo que algunos llamaban Hispania, en general amables y acogedores, ya atesoraba una buena nómina de visitantes. Como en botica, había de todo en las experiencias de los encuentros. Quienes fueron amigables, o quienes no habían dejado un recuerdo grato. Los púnicos antes mencionados habían sido los últimos en llegar. Unos primos de Nisunin que vivían en la misma costa, pero bastante más al sur, se quejaban de que los habían desalojado de su casa en Mastia —ahora llamada Qart Hadasht—, y que tenían a todo el mundo agobiado venga a buscar plata, abundante por allí. De ahí, sus reticencias.
Al igual que la niña, otros habitantes habían sido testigos de la llegada de las embarcaciones. Como era de esperar en una comunidad pequeña, la noticia había corrido como… No, como la pólvora, no, porque aún no se había inventado. Como la Tramontana, un viento propio de la zona. A mediodía, la práctica totalidad de la población se agolpaba a la puerta de la cabaña de Abiskar, el caudillo local, en una asamblea espontánea que demandaba noticias e instrucciones sobre qué postura adoptar ante los extranjeros. El jefe había destacado a un grupo de guerreros para que vigilase a la flota, e informasen de sus maniobras. Los últimos datos tranquilizaron el ánimo de la colectividad. Los navíos habían detenido su marcha. La marea había comenzado a bajar, y los comandantes parecían no querer arriesgarse a encallar en una costa plagada de escollos y bajíos. Eso daba a los indigetes un respiro hasta la siguiente pleamar.
A base de gritos y golpes sobre la mesa a la que se sentaba, Abiskar consiguió imponer la calma en la inquieta comunidad, y conducir la asamblea por unos cauces aceptablemente ordenados. Las propuestas de sus convecinos se polarizaban en torno a dos opciones: los que querían plantarse en la playa armados hasta los dientes con el ánimo de disuadir cualquier tentación de desembarco, y los que preferían un recibimiento pacífico. Aunque las posturas estaban muy enconadas, el jefe, que a su valor y fortaleza unía una notable sagacidad, desarrolló una mediación eficaz, hasta alcanzar una solución de consenso. El poblado enviaría una nutrida representación a la costa. En son de paz y vestidos con sus mejores galas. Los guerreros, pertrechados para el combate, no andarían lejos, preparados, por si pintaban bastos. Además, entre rocas y matojos cercanos a la comitiva de recepción, esconderían venablos, hondas y falcatas para todos, por si la cosa se torcía de veras. Por las buenas, lo que quisieran. A las malas, los extraños se enterarían de lo que valía un peine. La noche en el asentamiento se repartió entre quienes tejían guirnaldas de flores y quienes afilaban las armas.
A bordo de las naves romanas, mientras, cundía la inquietud. Tantas horas frente a una costa sin decidirse a desembarcar. No era ese el proceder habitual del comandante de la expedición. Ni siquiera había escuchado la sugerencia de los capitanes de las trirremes para explorar lugares alternativos donde tocar tierra, ante las dificultades que ofrecía el enclave de Emporion. Estaban deseosos de tomarse un vermú con anchoas en las playas de L´Escala antes de ponerse a masacrar cartagineses. Pero Cneo Cornelio Escipión estaba encerrado en su cámara, con el ánimo mezclado de ira y melancolía. El Senado había impuesto su criterio de desembarcar en ese punto de la costa, contra su deseo de hacerlo a muchos milia passuum al surde allí. Albergaba la secreta esperanza de cortejar a una legendaria mujer hispana residente en la Bética. Un bardo galo, llamado Bizetix, le había hablado maravillas de ella entre vasos de vino. ¡A ver si se le iba a adelantar un maldito cartaginés!
«Un coche que de pronto se te cruza desde una calle lateral, y te obliga a frenar en seco», reflexionaba Teresa Luengo con la mirada fija en el monitor de su ordenador. Mariano Quintana había llegado así, por un costado, de refilón. Se había colado en su vida de forma accidental e inesperada.
Un viudo de mediana edad, sin unos rasgos marcados en ningún sentido. Ni feo ni guapo, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco. Reservado y taciturno se las había ingeniado para zafarse de la irrelevancia a la que parecía destinado, y hacerse un hueco en sus inquietudes y en su agenda diaria. Mariano esto, Mariano aquello… Desearle buenas noches y un buen descanso al apagar la lámpara de la mesilla. Pequeñeces de poco fuste, que sin embargo ponían de manifiesto una presencia continuada y creciente de ese hombre en su vida.
—Te veo distinta, mejor. ¿Estás con alguien? —la fusiló a bocajarro su amiga Marta Folgado, siempre tan directa, mientras tomaban un café que se debían desde hacía meses.
—No —se apresuró a responder Teresa—. No hay nadie.
Nada más decirlo, se dio cuenta de que había respondido con la boca pequeña y un pensamiento cargado de duda en el ánimo. Hasta el punto de que al despedirse de su amiga un rato después, lo hizo con la conciencia culpable del mentiroso a su pesar. Un sentimiento pegajoso que no la abandonaría en el camino de vuelta al hogar. La duda, vuelta contra sí misma: ¿acaso era ella la destinataria de su propia mentira?
Tintineo de llaves en la cerradura de la puerta. «Ya estoy en casa». Los andares silenciosos y distinguidos de Haiku por el pasillo le dieron la bienvenida. Nada más. Como había sido desde que rompiese con Héctor, un par de años atrás. Silencio y soledad enseñoreados de sus cuatro paredes. Nada justificaba su pálpito de que las cosas podrían haber sido distintas ese día. No obstante, preguntó con voz suave «¿Mariano?», como si eso pudiese conjurar una respuesta en tono amable nacida del vacío. Que él se hubiese decidido a instalarse en su piso, y fuese una presencia que la esperase acomodado en un rincón discreto.
Mariano no era como Haiku. Teresa podía anticipar las conductas de su siamés castrado a fuerza de verlas repetirse. Apocado y acomodaticio, era fiel al lugar donde se le ofreciesen alimento, agua para beber y un rato de carantoñas a demanda de vez en cuando. ¿Agradecía Mariano las atenciones que ella le dispensaba? Haiku ronroneaba en su regazo; el hombre callaba. ¡Podía ser tan taciturno e impredecible!
Fijar una cita con él entrañaba el riesgo de que no apareciese. Compartir una mesa en un restaurante podía convertirse en la contemplación de un ser abismado en sus pensamientos y la vista fija en su plato. No era un elemento asocial. Sabía convivir con los demás si se presentaba la ocasión. Pero tenía un poso huraño, reservado, que lo marcaba. A menudo Teresa intentaba tirarle de la lengua, despertar en él la inquietud por comunicarse. Buscar que fuese más locuaz, más participativo. En ocasiones —pocas—, Mariano respondía a medias a los estímulos. La mayoría, suspiraba y se encogía de hombros, fijaba en sus ojos una mirada verde luminosa, que era paciencia, pureza, sinceridad, y le decía que él era así cuando lo conoció, que nadie la obligó a acercarse a él. Y volvía a su mutismo.
En ese humor melancólico y desconcertante que lo acercaba y lo alejaba simultáneamente, terminó Teresa por explicarse el atractivo que ese hombre ejercía sobre ella. Mirado con los ojos con los que lo vio por primera vez, era transparente como el cristal. Un tipo simplón, sin relieve. Plano. Pero si se la colocaba bajo una luz que lo iluminase en un cierto ángulo, la estructura vítrea empezaba a opacarse en sombras, a desdibujarse en perfiles imprevisibles. Era otro; podía ser muchos más. Un asesino en serie, un pederasta, un místico al borde del éxtasis.
«Un ser poliédrico».
Lástima que en el proceso de intimar, a la cima misma de su ascenso sucediese un declive pronunciado. Y lástima que este tuviese de apresurado lo que aquel de trabajoso.
Semanas para conocer a alguien, horas de lectura minuciosa para descodificar sus rasgos, entender sus motivaciones. Acercarse al conocimiento. Prenderse de él. Pisar en sus huellas. Inspirar su hálito para exhalar porciones de su singularidad. Empaparse de su esencia para verla, al fin, deshacerse en hilillos de bruma evaporada por el calor del sol.
Si las despedidas turbaban a Teresa, esta se le hacía particularmente difícil. Desde el papel que le correspondía jugar, Mariano había conseguido reivindicarse y lanzado un desafío que ella pocas veces hubiese aceptado en condiciones normales. Él había dotado su relación de excepcionalidad a fuerza de mostrarse como era. Sin artificios, ni palabras rimbombantes, sin torcer su brazo un centímetro, la había colocado ante una elección que la dejaría marcada, fuese cual fuese el resultado.
Pese a todo, Teresa no podía dejar que imprevistos sobrevenidos distrajesen su atención. Mariano Quintana había aparecido a su lado como una revelación. Una figura que había adquirido una relevancia insospechada cuando se cruzó con ella por primera vez. Tendría un plan, sin duda —¿quién no lo tiene, aunque sea matarse?—, pero al entrelazarse las tramas de ambos, algo lo había desviado de sus propósitos iniciales. Como de algún modo le había ocurrido a ella. Se había sentido atraída —«tentada», habría sido la expresión exacta— por aquel hombre demasiado lacónico para exprimir todo el potencial que intuía en él. Si había influido en ella de forma tan notable, sin desbordar unos límites precisos y rígidos, ¿hasta dónde la habría conducido si hubiera querido implicarse más en la relación?
La torturaba la idea de que su curiosidad fuese a quedar insatisfecha. No podía resignarse a no volver a tener acceso a contenidos que intuía en aquel espíritu, que, con seguridad, la habrían enriquecido en áreas que no sabía precisar. Aportaciones que, en muy poco tiempo más, quedarían en preguntas retóricas: ¿y si…?
Pero el plan de Teresa era exigente. Lo había librado de una muerte triste y sin grandeza, envenenado de somníferos, que parecía su destino inevitable. Lo había acogido hasta quizá más allá de lo que aconsejaba la prudencia. Sin embargo, necesitaba alejarlo. No podía seguir alrededor de ella mucho tiempo más. Un traslado por asuntos de trabajo, un largo viaje persiguiendo un antiguo amor… Alguna opción creíble que tuviese gancho, que provocase una reacción en el lector, sin desvirtuar la progresión establecida en su novela.
Fue el mismo Mariano quien le resolvió la papeleta mediante una nota manuscrita en la que celebraba haberla conocido, le agradecía haberle concedido voz y espacio, y la posibilidad de emprender un rumbo distinto cuando temía que sus pasos en la vida estuviesen llegando a su final. Sin informar de sus propósitos, circunspecto siempre. Concluía diciéndole que le gustaría mantener un cierto contacto con ella, pero que, atendiendo a las circunstancias, comprendía que a un personaje menor en su narración no le correspondían prerrogativas tales.
«Una salida ingeniosa», admitió Teresa. «Un tipo curioso, este Mariano», pensó mientras hacia una bola con su nota y la tiraba a la papelera. El siguiente capítulo demandaba ya su atención.
En fin, que allí estaba Yahvé con avestruces, gallinas, delfines, cachalotes y un considerable etcétera, que le ponían los cielos hechos una pena con sus deposiciones. Además, que se veía que los animalitos no estaban a gusto. Aquello no era su medio, y bien que se les notaba. De nuevo, un documental le dio la clave: animales terrestres, mamíferos marinos. Le daba grima lo de los animales terrestres, visto el documental, porque se imaginaba a las cabras comiéndose el césped del jardín del Edén tan primorosamente diseñado, a los monos arrancando las frutas de los árboles. Y cuando se pusiesen a cazar los depredadores… Los montones de carroña en mitad de las praderas.
—Pero lo hemos hecho para eso, no te engañes. Si hay que crearlos y repartirlos por esos mundos de yo, se hace, y aquí, primero paz y después gloria.
—No, si tienes razón. Con todo, crear el mundo para luego dejarlo a su suerte me da un poco de palo.
»¡Ah, mira! Se me ha ocurrido una idea».
—A ver. Cuenta, cuenta.
—Puedo crear un ser que me controle un poco el cotarro.
—¿Un delegado de la divinidad?
—Algo así, sí.
—Pues venga. Hazlo ya, que tengo curiosidad.
—Espera un momento, que saco toda la animalada de aquí, y miro un momento en Google. Porque tengo ideas, pero quiero concretar un poco. Voy a ver lo que han hecho otras deidades creadoras.
Y así fue que la tierra se plagó de bichos de todo tipo, y el mar, un poco más también, pese a lo cual aún distaba mucho de estar petado. Tan grande era.
La búsqueda fue un poco frustrante. Por el argumento “creación ser humano”, todas las referencias que aparecían eran de consultas de psicólogos, páginas esotéricas o talleres de escritura creativa.
—Me pregunto por qué pondrán estas chorradas, si no hay nadie que vaya a asistir a consultas o cursos. No han sido creados, aún.
—El dichoso algoritmo. Algo he oído, sí.
»Oye, ¿y si buscas “dioses creadores”?»
—Pruebo. Ah, pues sí. Parece que hay algo. A ver…
»Marduk de Babilonia. ¡Uf! Mucha letra, y enana. ¿Llevas las gafas de cerca?»
—No, me las he dejado en el cielo.
—Vaya, a ver otro. «Aruru de Sumeria». No nos vale. Necesita un suplemento, otro hombre del que copiarse.
—O sea, ¿lo del huevo y la gallina?
—Talmente. Aquí hay una diosa china que…
—¿China? No sé. ¿Y si hay que pedir recambios algún día? Pueden tardar una eternidad.
—¿Y Egipto?
—¡Hombre! Egipto mola. ¿Qué proponen?
—Un tal Jnum. Es un sistema inteligente. Haces los prototipos, y luego se reproducen ellos solos. Además, trae fotos del modelo. Mira.
En la pantalla del portátil una foto de Paul Newman.
—¡Ah, pues sí! mono es. Pero habrá que ponerle una titi, ¿no? El resto de animales son macho y hembra.
»Lee un poco más, a ver».
—Sí, claro. En las instrucciones dicen que viene con un kit generador de compañera.
—¡Pues venga, tío! ¡Manos a la obra, que tengo ganas de ver el resultado!
»Oye, y este, ¿también se crea de la nada, como los demás?»
—No, qué va. Aquí dice que se moldee con barro.
—¡Ahí va! Como en «Ghost».
—Sí, pero sin la canción de los Everly Brothers. A no ser que tú te la sepas, y la tararees mientras.
—No, no. Yo de Haydn aún no he pasado.
—Vale. Sin musiquitas, entonces.
»Sigo… «Se moldea al ser humano con barro, y luego se le insufla un soplo de aliento divino». No parece difícil».
Un rato después, el humano estaba modelado en barro.
—Oye, que esto se parece al original como un huevo a una castaña.
—Ya sabes que las fotos que se comparten en redes sociales van cargadas de filtros hasta las cejas.
»Además, aún falta el soplo. A veces me sorprende la poca confianza que tienes en nuestra divinidad».
—¡Yo no he dicho nada de eso! Claro que somos una divinidad. Pero es que eso tiene pinta de pegote.
»Venga, sopla a ver qué pasa».
Sopló el Yahvé alfarero, y en torno a la pella de arcilla se formó una neblina, que al desvanecerse reveló al Brick Pollitt de «La gata sobre un tejado de cinc caliente». En pelota picada.
—¡Tachán! ¿Qué te dije?
—¡Jo! Está guapo, el maromo.
»No dejas de sorprenderme. Me quitaría el sombrero ante ti, pero no he visto ninguno a mano.
»¿Y la chica? ¿Cómo sale la chica?»
—A ver. «Localice la última costilla del lado izquierdo en la caja torácica del sujeto. Presione con suavidad. Cuando oiga un «clic» tire. Vierta el contenido del sobre que encontrará en su interior en 250 cl de agua, y deje disolver. En pocos minutos tendrá una hembra humana perfectamente formada. Completado el proceso, devuelva la costilla a su lugar».
—¡Pues vamos, tira!
Echó los polvitos, con perdón, en un barreño con agua, pasaron unos minutos, la misma niebla de antes, y ¡zas! Una morena de ojos azules, clavadita a Angelina Jolie, pero sin tatuar, en traje de nacimiento en posición fetal. Poco a poco se desplegó, se puso en pie y caminó hacia el varón.
—Bueno, pues ahí la tienes. ¿Qué te parece?
—Que está buenorra. Al chico se le ha puesto una sonrisa y… Bueno, que parece que le gusta.
—Esa es la idea. «Creced, y multiplicaos». Mala cosa sería que no se gustasen.
—Bueno, con esto entonces, misión cumplida, ¿no?
—Casi. Tengo que enseñarles el sitio donde van a vivir, y contarles un par de cosillas.
—Te ha quedado un mundo niquelao.
—Bueno. Nos.
—Sí, claro. Nos. Lo celebraremos después, ¿no? ¿Cenita con vino?
—Nos la hemos ganado, sí señor.
»Adán, Eva, venid un momento conmigo, que tengo que daros unas instrucciones».
—Adán y Eva. Me gustan esos nombres. Tienen gancho.
Mientras paseaba por el monte de buena mañana, Ernesto había visto como una horda de nubes se había adueñado del horizonte. Enormes, de un blanco radiante que iluminaba un sol que todavía brillaba confiado a primera hora.
Impulsadas por un viento recio de brocha severa, habían corrido en una maniobra de guerra relámpago para salvar las llanuras mudas de cereal en barbecho y, oscuras como la nada, enquistarse contra los cerros que abrazaban al pueblo.
El mismo viento recio que trajo los truenos. Avisos lejanos de una tormenta timorata que anunciase su presencia con carraspeos, al principio, ahora eran explosiones ensordecedoras sobre el enjambre de casas de granito, salpicaduras de gris claro en los tonos pardos y rojos del otoño bajo un cielo convertido en plomo.
El mismo viento que había arrastrado las hojas del calendario, las horas y los minutos hasta poner a Ernesto ante la evidencia. Celia —promesa de primavera; luz de su verano— se marchaba hoy.
Tronaba, y el estallido de los truenos descomponía a Ernesto mientras preparaba la comida. Tenía un miedo cerval a las tormentas. De toda la vida. En cuanto empezaban los chispazos de los relámpagos y el bramido de los truenos se hacía próximo, tenía que buscar refugio. Habitaciones sin ventanas o los brazos de alguien que lo tranquilizase, que le ahorrase el espectáculo de la naturaleza desatada y le brindase la seguridad de que nada iba a sucederle.
—¡Celia! Ya está la comida.
—Voy.
Dos platos de loza vulgares sobre un hule estampado de limones. Una botella de vino tinto mediada y una jarra de vidrio llena de agua. Una barra de pan, servilletas de papel. Dos vasos desiguales, cubiertos para dos. Por última vez.
Celia da vueltas con la cuchara al estofado de lentejas precocinadas de su plato, aún humeante, para que se enfríe. La mirada de Ernesto, fija en el suyo, parece empeñada en contar las legumbres, una por una, mientras su atención bucea en el guiso en busca de algo. ¿Palabras? ¿Razones?
Rumor obsceno de tormenta despótica en el exterior. Percutir violento y fuera de compás de lluvia y granizo sobre el tejado. Atmósfera gélida en la estancia, donde la tempestad inclemente y silenciosa de una despedida agónica impone su ley. El miedo convertido en pánico callado que devora las entrañas.
Hielo y silencio. Electricidad en el ambiente. Celia intenta aliviar la tensión con charla ligera y amable. Lo bien que hornean el pan en la tahona del pueblo, lo prácticos que resultan los platos preparados, y cómo ha mejorado su calidad con el tiempo, la estupenda relación calidad-precio del vino. Ernesto responde con monosílabos o pequeños gruñidos, y rumia pensamientos de fracaso y llamadas desesperadas mientras tanto.
Un trueno.
«Quédate». Tintineo de la botella al chocar contra el vaso cuando va a servirse vino.
Otro.
«Por favor, no te vayas». Chirrido de la cuchara contra el fondo del plato mientras remueve el guiso distraídamente.
Y uno más.
«No me dejes». Crujido del pan que se queja de dolor cuando corta un trozo con las manos.
Silencio.
Termina la comida, amaina la tormenta. No hay espacio para postre. Ni talante para un último momento dulce.
—Bueno pues me voy, que parece que escampa.
—¿No quieres un café? Yo voy a tomar.
—¡Ah! Sí, por favor.
Lapso negro y amargo, penúltimo episodio de la despedida.
Silencio.
—Ahora sí me marcho. Gracias por la comida. Y por el café —Celia se levanta de la silla, estira su cuerpo con una elegancia felina, y la adosa a la mesa con una delicadeza acentuada, como si no tocase el suelo. Las dos tazas se suman a platos, cazos y demás menaje en el fregadero—. ¿Te ayudo con los cacharros?
—No, no te preocupes. Luego recogeré todo.
»No dejes que se te haga de noche, sal ya» —miente Ernesto a todo su ser. A un corazón que se desangra al ver cómo siete años con Celia terminan de ese modo, con un par de tazas de café y culpas no dilucidadas—. ¿Necesitas que te ayude con las maletas?
—No hace falta. Ya está todo en el coche. Menos las cajas, claro.
—Sí, las cajas. Te las enviaré por SEUR en cuanto me digas tus nuevas señas.
—Sí, eso. Bueno, pues…
Ernesto se precipita a cerrar la puerta apenas Celia ha traspasado el umbral. El rugido del motor de su coche al arrancar le llega amortiguado, extraño. Como si viniese de un mundo diferente y remoto.
Ella ya es solo distancia. Recuerdo.
De este lado de la puerta cerrada, soledad. Silencio.
El pecho entero se le desgarra por el zarpazo de un rayo cuya llegada no supo predecir. Se tambalea un momento antes de dejarse caer al suelo y llorar con rabia, furia, dolor. Desesperación. La tormenta ha vuelto.
Con todo el follón del que se había ocupado la jornada anterior, creando y colocando las luces del firmamento, Yahvé se dijo que era momento de mostrarse lo que llevaba creado. Eso, y hacer una primera valoración, con la colaboración de yo, que hasta entonces había permanecido un poco en segundo plano.
Este atendió a sus explicaciones, miró y remiró todo con atención, y se felicitó.
—¡Enhorabuena! He hecho un trabajo excelente. Todo ordenado y colocado en su sitio, los ambientes perfectamente delimitados. La apuesta por separar tierras de aguas me parece muy acertada, y la parte seca está preciosa con la hierba, las plantas y los árboles. Me felicito, aunque…
—¿Aunque qué? ¡Mira que te gusta poner peros!
—Que falta vidilla, ¿no crees?
—¿Vidilla?
—Sí. Verás…
»Tú fíjate en esos cielos que hemos hecho. Tan azules, tan pintureros con esas nubes blancas. Pero están silenciosos, vacíos…
»Y echa un vistazo a las aguas. Transparentes, rumorosas. Pero no son la casa de nadie.
»Tú mira esto, y luego me dices».
En el iPad le puso fragmentos de documentales de National Geographic. Águilas, golondrinas, ruiseñores por los aires o en las ramas de sus apreciados árboles. Y en las aguas, majestuosos tiburones, enormes cardúmenes de peces… hasta las modestas sardinas, brillos de plata en el agua azul, eran llamativas.
Aquello impresionó grandemente a Yahvé, hasta el punto de reconocerse la sugerencia.
—Tienes razón. Eso de la vida mola mazo.
—¿Vas a hacer algo al respecto, entonces?
—Sí, sí. Me pongo a ello ahora mismo.
—¡Fenomenal! Te dejo, entonces.
»Voy a ver a Ahura Mazda, que me ha llamado con un calentón de narices. Voy a charlar un rato con él, a ver si se le bajan los humos».
—Vale. Dale recuerdos de mi parte. Ayó.
«Aves y peces… Voy a empezar por los peces. Que luego vendrán Darwin y sus seguidores, y quiero llevarme bien con ellos».
Las aguas fueron poblándose de peces. Desde minúsculos chanquetes al descomunal tiburón ballena. No faltaron atunes, caballas, peces espada… Yahvé había abierto el grifo de la creatividad, y dio rienda suelta a su fantasía.
Algo que le vino muy bien cuando le tocó encargarse de las aves. Empezó por los menudos gorriones llenos de desparpajo, y, poco a poco, se animó a introducir tamaños y colores. Nacieron abubillas, urracas, papagayos… Pero el silencio seguía. Y, bueno, que los peces estuviesen callados, viviendo en el agua, tenía un pase. Pero los pájaros silenciosos no tenían gracia.
Así que Yahvé decidió animarlos: un par de palmadas, un «¡vamos!» enérgico y un silbido fueron respondidos por una algarabía que duró, incesante, lo que la luz del día.
Terminaba este, y el hacedor consultó la check list que se había preparado sobre la marcha. Vio que le quedaban numerosas especies o nichos ecológicos por completar. Había creado aves para el cielo y peces para las aguas. Pero aún tenía en cartera un buen número de las primeras a las que dar suelta, aves que no podían volar, o que solo podían recorrer distancias cortas por aire. Por otro lado, el mar estaba tristón sin los cantos o la cháchara de los cetáceos.
«Aún queda faena», se dijo. Pero, al consultar el reloj, se percató de que la hora de la cena se echaba encima.
«Otro día», resolvió. La procrastinación acababa de ser creada de forma inadvertida.