Un tipo peculiar

A Santos Gómez, in memoriam. Padre, maestro, amigo.

«Un cigarrito, y subo», se dijo Fabián, recién regurgitado de las entrañas del hospital.

Se fumó tres,  encendiendo cada uno con la brasa del anterior.

Según pisaba la colilla del último sobre la gravilla del suelo, todavía rebuscó dentro de la cajetilla aplastada de su bolsillo, a la desesperada, por si se le había escapado alguno.

Calculó que tenía que estar vacía, y vacía la encontró. Recogió las colillas del suelo, y las metió en la cajetilla. Fueron a parar a una  papelera al lado del banco que ocupaba. No tuvo que levantarse para alcanzarla.

Tendría que subir ya. Con los cigarrillos se le habían acabado las excusas para seguir ahí sentado. Su padre descansaba en una habitación de la cuarta planta tras una yincana de pruebas, de acá para allá, por todo el hospital, durante toda la noche. Un vial de lorazepam, sumado al cansancio de la excitación nerviosa pasada, lo habían puesto fuera de la circulación por unas horas.

A medida que la noche avanzaba y la camilla de su padre era transportada por las entrañas del recinto, los diagnósticos que Fabián recibía acerca de lo que pasaba no dejaban de empeorar. Desde la primera hipótesis, una bronquitis mal curada, se había llegado a un cáncer de pulmón, cuya gravedad definitiva estaba por determinar, pero que tenía un mal pronóstico.

La interminable noche se batía por fin en retirada en el patio ajardinado que lo acogía. El cielo se aclaraba y se llenaba de vuelos y trinos de aves por momentos. Rumor creciente de tráfico zumbaba tras el muro que cerraba el patio por el lado más alejado. De algún campanario cercano, llegó el sonido de ocho campanadas. 

Le habían dicho que los médicos visitarían a los pacientes a partir de las ocho y cuarto. Quería estar al lado de su padre cuando le comunicasen el diagnóstico provisional que él ya conocía.

Pero, por mucho que intentase impulsarse para levantarse del banco, las piernas parecían negarle el apoyo necesario para tenerse en pie.

—¿Una noche larga? —preguntó una voz masculina, de tono amigable, a su lado.

—¡Muy larga! —respondió Fabián, con la mirada perdida en el vacío.

—¿Tiene fuego?

Se volvió para pasar el encendedor a su interlocutor. Le sorprendió ver que era un interno, un hombre que parecía algo mayor que su padre, descalzo y vestido tan solo con el pijama hospitalario, sentado en el mismo banco que él, sosteniendo un cigarrillo entre dos dedos. Se sorprendió Fabián de hasta qué punto debía de estar abismado en sus pensamientos para no haberse apercibido de su llegada.

—Gracias —El desconocido prendió su cigarrillo, y dio una larga calada—. ¿Fuma usted? —Puso una cajetilla prácticamente llena ante las narices de Fabián.

—Sí. Muchas gracias —Cogió uno con gesto automático, sin mirar. Lo encendió y aspiró con avidez—. ¿Los dejan salir a fumar?

El paciente se encogió de hombros.

—La verdad es que no. Puede decirse que me he escapado.

—¿Es usted muy fumador? —hablar con su compañero de banco lo aliviaba de los momentos de tensión vividos en soledad durante la noche.

—Lo he sido, lo he sido… Aquí lo he pasado mal. Llevo mucho tiempo, ¿sabe? Y esas ganas de fumar un pitillo en determinados momentos… Usted me entiende, ¿verdad?

—¡Y tanto que sí! ¿No le dejaban hacer una excepción de vez en cuando?

—¡Nada de nada! Unos déspotas todos. Pero me he dicho que este me lo tenía que fumar, y aquí estoy.

»¿Tiene a alguien ingresado?».

—Mi padre. Vinimos anoche por urgencias. Le hicieron algunas pruebas, pero tendrá que quedarse unos días para que le hagan más.

—¿Alguna cosa seria?

—Los médicos hablan de cáncer de pulmón. Invasivo. Aunque falta por concretar de qué tipo es, y hasta dónde puede llegar la metástasis, si la hay.

—¡Vaya, hombre! ¿Mal pronóstico, entonces?

No sabría explicar por qué, pero hablar con ese hombre disipaba el desasosiego que la palabra cáncer despertaba en Fabián. Algo en su presencia, en su voz suave, tenía un efecto balsámico. A su lado el tiempo parecía detenerse en una calma chicha. Solo desmentida por la longitud decreciente de los cigarrillos que fumaban.

—Eso me temo —respondió Fabián—. Cosa de meses, dicen.

—¡Jo…! Lo siento mucho.

—Gracias.

Siguió un silencio pastoso. Ni coches, ni pájaros. El único sonido que Fabián percibía era el crepitar de la brasa de los cigarrillos al quemarse. Le recordó a un buen fuego en la chimenea de una casa de campo, tiempo atrás. Lo invadió una sensación de pausa, de tregua. Como si alguien hubiese insertado unos puntos suspensivos en el relato de la acción.

Su contertulio rompió el impasse al tirar la consumida colilla del cigarrillo al suelo y aclararse la garganta con una tosecilla antes de volver a hablar.

—Tengo que irme ya. Tenga, quédese el tabaco —Pasó la cajetilla a Fabián—. Le hace más falta a usted que a mí, y yo ya no puedo fumar más.

»Siento lo de su padre. Pero no desesperen. Parece un salto al vacío tan tremendo cuando llega la… la hora Pero nunca estamos del todo solos, ni quien marcha, ni quien queda. Y no crea que le hablo de cosas de religión. Lo entenderán perfectamente en su momento.

»Adiós. No dejen de disfrutar de la vida hasta el final. Es el mejor homenaje que se puede rendir a quien se va».

Unas campanadas cercanas sobresaltaron a Fabián, arrancándolo de un estado de relajada estupefacción. Las contó, de forma inconsciente. Ocho. ¿Ocho, otra vez? Recordaba haber oído las mismas unos minutos atrás. Comprobó la hora en el reloj de su teléfono móvil. Las ocho, en efecto. Debía de tratarse de dos relojes distintos, dedujo, uno de los cuales se adelantaba unos minutos.

Se levantó, recogió las dos colillas, y las tiró a la misma papelera donde habían ido a parar las anteriores. Entró en el edificio central del hospital, camino de los ascensores. Según subía, se sentía invadido de una sensación de ingrávida calidez.

Llegó a la habitación a la par que la visita médica. Mientras el doctor principal anunciaba el diagnóstico, Fabián mantuvo estrechada la mano a su padre para darle ánimo con una energía de la que no se suponía capaz. Era un momento muy duro, pero no podía flaquear. Por su padre.

Una voz lo sobresaltó a sus espaldas. Uno de los médicos auxiliares al pie de la cama del compañero de habitación.

—Parece que este paciente no respira, doctor Orozco. 

Sin soltar la mano de su padre, Fabián volvió la cabeza hacia la voz. El anciano de la cama contigua era un perfecto desconocido. No lo había visto hasta ese momento. Sin embargo, no podía decir que fuese un extraño, en toda la extensión del término. Una sensación rara…

El mentado doctor Orozco se acercó a examinarlo, y, tras una rápida comprobación, emitió su dictamen:

—Este hombre debe de llevar fallecido unas horas ya. Tres o cuatro.

Fue en ese momento cuando Fabián tuvo plena conciencia del bulto de un paquete de cigarrillos en un bolsillo del pantalón.

«¿Y esto? ¿No había tirado la cajetilla vacía?».

Enfocó la vista en el rostro del difunto con mayor atención. Esta vez apreció el rictus que torcía su boca en una especie de sonrisa bonachona. Un sol lejano en alguna parte rasgó la cortina de incertidumbre en que Fabián se sentía envuelto.

Se sentó al borde de la cama de su padre para acompañarlo mientras desayunaba. Una campana dio las nueve. Solo una. 

EPÍLOGO

Mi padre falleció al cabo de nueve meses. Le costó unas semanas aceptar su situación, hasta que, según me contó un día, empezó a soñar con mi madre, muerta ocho años antes. Aquello lo ayudó a serenarse.

Se vino a vivir conmigo. Fueron unos meses muy especiales, que nos devolvieron a la camaradería y a la complicidad que nos unían cuando yo era niño o adolescente.

Reaccionó bien a los tratamientos paliativos que recibía, y en todo momento tuvo una calidad de vida decente. Algunos fines de semana nos escapábamos para visitar ciudades o lugares que habían significado algo en su vida.

Un sábado fuimos al pueblo de la provincia de Ávila donde mi madre y él se conocieron —allí veraneaban las familias de ambos—. Me señaló unas rocas en un altozano. «A esas peñas íbamos de excursión, con la merienda. Quiero subir».

Poniendo a prueba la suspensión de mi coche, conduje campo a través hasta allá. Mi padre solo podía caminar distancias cortas. Me pidió que lo dejase solo un momento. Trepó hasta lo más alto, con una agilidad y una seguridad que me sorprendieron. Desde la base del roquedal pude verlo mover los labios e inclinarse hacia adelante, como si escuchase a alguien.

En el camino de vuelta, me explicó que había estado hablando con mi madre. No con la de los sueños, sino con la real —puso mucho énfasis en el adjetivo—. Le había dicho que se encontrarían pronto. La sonrisa le duró todo el camino de vuelta a casa.

Mientras cenábamos, puso un gesto serio, y me dijo:

—Tengo que pedirte un favor. Que saques las cenizas de mamá del columbario, y aventes las de los dos juntos en esas peñas. Es lo que queremos. ¿Lo harás?

Por supuesto, prometí hacerlo.

La noche del martes al miércoles de la siguiente semana, mi padre murió en su sueño. Una parada cardiorrespiratoria.  No se enteró.

El día de su cremación, una tarde gris de otoño, vi un rostro familiar al final de la fila de gente que esperaba para darme el pésame. 

Nos estrechamos la mano. La suya era paradigma de frío.

—Ahora lo entiendo todo. Muchas gracias —le dije.

—¿Su padre ha tenido un buen tránsito? —asentí con la cabeza—. Ya se lo dije. Aplíquese el cuento cuando le llegue a usted.

—¿Está cerca, ese momento? —pregunté con más curiosidad que aprensión.

—No lo sé con seguridad. Nadie lo sabe. 

»Pero ya sabe que merece la pena tomarse tiempo para reflexionar sobre ello, y hacer por disfrutar todo lo posible de la vida. ¿Me permite una pregunta?»

—Dígame.

—¿Sigue fumando?

—Sí. Me temo que estoy muy enganchado.

—¿Me invitaría a un cigarrillo? 

Todos los asistentes se habían ido ya. Nos quedamos los dos solos fumando en silencio. Una niebla densa crecía a nuestro alrededor.

No había nadie conmigo cuando terminé de fumar. No me extrañó. Me agaché para recoger las dos colillas pisoteadas del suelo, y las tiré a un contenedor, entre coronas de flores marchitas. Me habría gustado saber algo más de esa figura que me había acompañado y ayudado. Quién era, de dónde venía. Imaginé que tendría que esperar para saberlo. «Un tipo muy peculiar, éste», me dije mientras caminaba hacia el coche, aparcado a la puerta del cementerio, sin sentirme solo del todo. 

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. X

Al protagonista de esta historia ya lo hemos visto en otra. No me hace gracia repetir personajes, pero me han dicho que cuente esto, que es relevante.

Entonces, voy yo, y lo cuento.

Hablo de Moisés, el que consiguió que el faraón de Egipto liberase al pueblo elegido, y le diese a él un todoterreno y una tarjeta para gasolina, para no cansarse en la peregrinación por el desierto del Sinaí. Cuarenta años, dicen que duró. ¡Ya debió de gastar gasolina a cuenta del faraón, ya!

A la marcha de los hebreos por el desierto, y algunos episodios más, se le llama «Éxodo». Que es una palabra que viene del latín y el griego, y significa «salida» —a saber cómo lo llamarían los propios hebreos — . Bueno, pues al parecer, en un momento de ese éxodo, el Jefe —es conocido que los hebreos no podían decir a las claras el nombre de Dios, etcétera—, convocó a Moisés a lo alto de un monte que se llamaba igual que el desierto, porque le dijo en un sueño que tenía que darle un mensaje importante. De haber tenido dispositivos, a lo mejor le habría puesto un guasap, un correo electrónico, o algo. Pero aún faltaba para eso. Así que recurrían a los sueños. Lo que es chuli, y pone su puntito de misterio.

Por mucho Toyota que hubiese pillado en Egipto el guía de Israel, al monte solo pudo subir en el coche de San Fernando —un ratito a pie…—. Lo que seguramente le llevó tiempo, porque el montecito tiene casi dos mil trescientos metros de altura, y él ya no era un zagal. Si a eso le sumamos que una entrevista con el dios de todo — no como esos diosecillos de otros pueblos que si el rayo, que si la Luna. No. Éste era el fetén, el de verdad— es una solemnidad, y esas cosas llevan su tiempo y su protocolo. El asunto es que el pueblo elegido pensó que sería coser y cantar, y fue que no.

En estos casos, siempre hay algún avisadillo que dice: «Este dios es un poco flojo, ¿no? ¡Hagamos otro dios!». Y fueron los tíos, y se pusieron a fundir todo el oro que llevaban, y construyeron un becerro, al que muchos adoraban.

Bajó Moisés del monte Sinaí, y se tomaría su tiempo para hacerlo —bajar un monte es más jodido que subirlo—. Cuando llega al campamento, cargado con unas tablas de piedra que le había entregado Yahvé, en la que se recogían las leyes por las que debían gobernarse los hebreos, se encuentra todo el jolgorio, y le da un yuyu. ¡No iba a darle, si la primera norma venía a decir que «alabí, alabá; alabín bom bán, Yahvé, Yahvé, y nadie más»! Y los otros gansos ahí, haciendo el pagano. Ya se les había olvidado quién les abrió las aguas del mar Rojo para que cruzasen, les dio el maná para que no se muriesen de hambre, y les puso la columna de humo o llamas para guiarlos —bueno, esto último, si en ese momento hubiesen sabido que la tournée iba para largo, lo mismo que no se lo apuntan a Yahvé en el haber—, los muy desagradecidos.

Total que Moisés hizo pedazos las tablas —la broma le costó tener que volver a subir por unas nuevas—, ordenó fundir el becerro, reducir el oro a polvo, mezclarlo con agua y se lo hizo beber a los israelitas como penitencia, cosa nada recomendada por la OMS. No quedó ahí la cosa, pues hizo que apiolaran a dos o tres mil idólatras. No se andaban con chiquitas en aquellos tiempos, no.

¿La moraleja de este episodio? Pues depende. Si eres creyente, mucho ojito con desviarte un milímetro de los que decían esas tablas, y la literatura que han generado posteriormente. Si no lo eres, mejor sé discretito, y que no se te note mucho, que los hay muy brutos.

Ilustración Charlton Heston como Moisés en “Los diez mandamientos” (Cecil B. DeMille. 1956).

Casa López

(Para «los López» que han sido, y son. Y para quienes nos han acompañado).

He dejado atrás el frío de la calle, cristales de hielo nimbando la luz blanca de las farolas, para entrar en la relativa tibieza de un portal que es tiniebla densa, solo atenuada por los destellos de la memoria. Una atmósfera que se hace sustancia, y ofrece resistencia al avance.

Siento reparo a usar el ascensor. Se me antoja una caja cuyas puertas, una vez se cierren tras de mí, lo convertirán en un féretro, una suerte de claustrofobia permanente. 

Subiré por la escalera. 

Solo es una planta, pero nada será sencillo esta noche. Todo se torna amenazador. 

Un ballet de sombras espectrales, oscuridad movediza intuida sobre un lienzo de vacío negro, escolta mi ascenso, me apresura en mi camino. Seres de nada, nacidos de mi imaginación para amedrentarme. Apenas se insinúan, individualidades fantasmagóricas, se volatilizan y dejan su lugar a un nuevo destacamento. Peldaño a peldaño, hasta alcanzar el primer piso.

Por un ventanal ciego de paisaje, abierto de par en par, la noche insufla su gelidez a un rellano en el que cuento cinco puertas. Cerradas las cinco, en apariencia, aunque sé que una me franqueará el paso.

De izquierda a derecha, una, dos y tres. La tercera. La empujo. Se abre sin hacer ruido. Poso un pie en el umbral, y miro hacia el interior. Sé que me estás esperando.

Me muevo en una penumbra que permite distinguir detalles desvaídos, trazos borrosos.  No sé si será porque mi memoria suple la ausencia de luz, o porque mis ojos, en una pirueta inverosímil de la evolución, han desarrollado, en un tiempo récord, la facultad de proyectar una luminosidad propia. Como los órganos especializados de ciertos peces que pueblan las profundidades abisales.

Un pasillo corto, y una encrucijada. Tres rumbos posibles.

A la izquierda, otro pasillo conduce a los dormitorios —territorio tabú; lo sé a conciencia— y a un cuarto de baño. 

De frente un comedor que nunca se usa y una pared en la que está colgado un teléfono. Repito de memoria las cifras que identifican el número de la línea, como me las enseñaste: treinta y tres, noventa y nueve, uno, dos, siete. No las he olvidado, fíjate.

¿Que te siga? Voy. 

Tomamos el pasillo de la derecha. Pasamos de largo una cocina agobiante, en la que se afanan las esclavas manumitidas de la familia, encadenadas por la devoción y la costumbre. La abuela Juliana —tu madre—, y su hermana. La viuda de la Guerra, cuyo tratamiento de «tía» ha trascendido una generación. 

Tía Cheche, cuando era un crío, y le pedía mi vaso de leche. Tía María, después. Telesfora, desde que vi su carné de identidad, después de que hubiese fallecido. ¿Dónde fueron a parar tus huesos, tía? Nunca visité una sepultura con tu nombre. 

Las dos hermanas. Recuerdo sus vidas como un trajinar constante de preparar platos y más platos para varios turnos de cenas: litros de salsa de tomate, quintales de patatas fritas, centenares de tortillas francesas. Y las croquetas, por miles. 

No las ha cambiado mucho la eternidad.

Un paso más, y estoy en el centro neurálgico de la casa. La sala capitular. La tía Encarna, y tú —¿cómo lo has hecho para estar ahí sentada, y acompañarme, a la vez?—, en un rincón discreto, cosiendo y cuchicheando de vuestras cosas. El abuelo Antonio, vuestro padre, patriarca y pontífice indiscutido, arrastrando a papá y al marido de la tía —el Antonio de San Sebastián— a una partida de cartas que lleva años celebrándose sin parar. Tres temperamentos tensos en torno a una mesa camilla, bajo cuyos faldones un brasero eléctrico está permanentemente encendido. El abuelo tiene mala circulación, y sus pies siempre están fríos dentro de unas zapatillas de felpa que ya son una segunda piel.

Barajar, cortar, repartir. Envites de a perra chica o a perra gorda. Discusiones subidas de tono, como si el monto sobre la mesa fuese de muchos miles de pesetas.

Aún me queda otro tío Antonio —Tonino, El Chico…—, tu hermano, que, eterno joven, se asoma a una ventana tapiada que da al recuerdo de una calle corta. A su frente, la pendiente por la que subíamos en un acelerón de su moto, yo agarrado al manillar con brazos y piernas, como un cangrejo, camino del garaje donde la encerraba cada tarde, al volver del trabajo. Su alegría habitual, empañada por una vaga tristeza. ¡Qué feliz era sintiendo el viento en la cara mientras cabalgaba sus dos ruedas! ¡Cómo lo echa de menos!

Vistos todos; todos conocidos.

Te busco con la mirada, interrogando por mi destino: 

«¿Cuál es mi sitio?». 

Tus ojos me señalan un sillón de orejas al lado de una televisión antediluviana, encendida sin sintonizar. Ruido blanco en la pantalla y el altavoz.

«¿Ahí?», te pregunto sin despegar los labios. 

Con los ojos brillantes que tenías de joven, esa mirada de Paulette Goddard que encandilaba a los chicos, me dictas tu respuesta. «Sí. Pero aún no».

Dejas la costura, te levantas y me acompañas a la puerta. Atrás quedan las faenas de la cocina, la partida de cartas y la melancolía de mi tío. Me asalta la impresión de que echo en falta algo, según caminamos pasillo adelante, y te pregunto: «¿Y la tía Olvido? ¿Y los primos?»

«Todos llegarán. Pero todavía, no», me dices sin palabras.

En la puerta, la hoja entreabierta, me das un beso que me quema la mejilla como hielo, y me despides con unas palabras apenas inteligibles que aún resuenan en mis oídos al despertar, muchas mañanas después. 

Juraría que el paso del tiempo ha convertido un «Adiós» de sonoridad remota en un «Hasta pronto» inquietante.

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. IX

Lo tengo crudo.

El último encargo que he recibido es escribir una biografía novelada de Daniel. Pero no del Daniel que hace de James Bond, Daniel Craig. Eso sería sencillo. La que me piden es la del profeta Daniel.

Me entra la tembladera cuando tengo que documentarme en la Biblia para hacer mi trabajo. Es imposible ponerse de acuerdo sobre el valor real de esa colección de libros, la primera obra en fascículos de la que se tiene noticia. ¿Hasta qué punto tiene valor historiográfico? Yo tengo mi idea, y la veo como un conjunto de relatos míticos que contiene una moraleja: cuidadito con Yahvé, y su pueblo elegido. Pero para otros es historia, pura y dura. Que sus contenidos, nunca mejor dicho, van a misa.

Viene esta disgresión a cuenta de que, por mucha bibliografía que haya consultado, lo único que encuentro sobre este personaje remite a la Biblia. Corren por ahí textos de Flavio Josefo, dicen, pero me da un poco de pereza andar buscándolos. Si, al final, es una novela, pues haré lo que se hace en otras novelas: rellenar huecos con pasajes inventados que sean más o menos verosímiles.

Uno se lee lo que el Libro de los Profetas cuenta sobre Daniel, y la primera idea que surge es que estamos ante el Forrest Gump de Babilonia. Aparece al servicio de distintos reyes babilónicos, en un momento crucial —la caída de Babilonia a manos de los persas—, sigue presente con monarcas persas, y tiene un montón de anécdotas: lo metieran donde lo metieran, el tío se las arreglaba para salir vivo. Que si un horno ardiente, que si un foso de leones hambrientos. Nada, niquelao que salía el chaval de todos los sitios.

Luego, además, esa facilidad que parece que tenía para hacer profecías e interpretar sueños, que era un fenómeno que a los reyes a los que servía los tenía embobados.

¡Y ya está! Fíjate para qué poco da. ¡Madre, lo que voy a tener que inventar! 

Ya sé. Empezaré con una cosa que tenga su morbillo. ¿Lo hicieron eunuco como dicen algunas fuentes, o no? En cuanto lo ponga al lado de una princesa, o dama de la corte, ya tengo el principio. A partir de ahí…

Ilustración: “Daniel” (Capilla Sixtina). Michelangelo Buonarroti. 1511-12.

Medicina preventiva

De niño, cuando, pasada la excitación de la novedad, los juguetes eran arrinconados pero las ganas de jugar seguían vivas, pocas compañías resultaban tan apreciadas como mi prima Valeria. Nos bastaban unas sillas, nuestra imaginación y la inspiración que nos facilitaban los programas de televisión que bebíamos de un receptor en blanco y negro que presidía la sala de la casa de los abuelos en la que nuestras familias se reunían las tardes de sábados y domingos. Podíamos ser viajeros por el espacio, tripulantes de un submarino o pioneros del salvaje Oeste. Un rincón, nuestro juego y la merienda a media tarde. No éramos difíciles de contentar.

Llegaron días en que nuestros juegos se hicieron cosa del pasado. Perdonábamos la merienda a cambio de un poco de privacidad. Las inquietudes de la adolescencia recién amanecida nos soltaban la lengua, y las horas se nos pasaban en concienzudos y prolijos conciliábulos. Era increíble el rendimiento que se le podía sacar a unas pocas ideas que parecían flamantes revelaciones aunque hubieran sido procesadas por docenas de miles de mentes con anterioridad. Descubrir un mundo que de pronto parecía haber desbordado sus límites conocidos, y reescribir una Historia que se nos antojaba incompleta y tendenciosa. Conciencia firme de nosotros mismos, tan diferentes de un día a otro como para dudar de que siguiéramos siendo quienes fuimos.

A medida que expandíamos el conocimiento de las cosas en nuestras conversaciones, la curiosidad nos prestaba alas y ayudaba a derribar barreras. La mente de cada uno era territorio conocido para el otro, acostumbrados como estábamos a la sinceridad y la franqueza.

Puestos a indagar sobre los grandes misterios de la vida, nos quedaba una última frontera, un límite donde el pudor y el tabú se habían impuesto a la curiosidad hasta entonces. Sin embargo, una tarde de sábado alcanzamos un punto sin retorno. La achicharrante proximidad de nuestros cuerpos púberes condujo al primer beso, a las primeras caricias torpes. Y, superadas la vergüenza y el sofoco de los momentos posteriores, a la convicción de que nadie sería más idóneo que nosotros para asumir el papel de guías en el desafío de la exploración de esta nueva parcela de nuestra intimidad, como descubrimos pasado el fugaz paréntesis de estupefacción culposa. ¿A qué mejores manos encomendarse que a las del otro, conocidas y familiares?

 Quizá habíamos llegado un poco tarde a la curiosidad que subyace en el popular jugar a los médicos de la infancia, pero sin duda nuestro empeño en ponernos al día fue ciertamente notable, y, fuese por profilaxis o por hipocondría, nos hicimos devotos de las visitas al dispensario. Como vivíamos a pocas paradas de autobús de distancia, la ausencia de unos padres u otros era puntualmente aprovechada por nosotros para cuidarnos de nuestra salud.

Ya no nos valía cualquier rincón para jugar.

Establecimos un sistema sanitario que funcionaba bajo parámetros de democracia e igualdad. Pactábamos roles y malestares para poder dotar a nuestro juego de un amplio rango exploratorio. Galenos entusiastas, pero poco versados, no era raro que terminásemos por conducir nuestros reconocimientos a zonas no necesariamente afectadas por la dolencia pretextada, hacia las que el paciente demostraba una especial sensibilidad, sin embargo.

El juego creció con nosotros. Nuevas etiologías, cuadros clínicos más sofisticados nos reclamaban de vez en cuando, aunque otras parejas ocupasen un lugar a nuestra vera. Aquel modo de actuar se había hecho tan consustancial a nuestras personas como los besos en las mejillas con que nos saludábamos en las raras ocasiones en que nos veíamos al margen de la praxis médica.

Nadie imponía nada a nadie. Nadie se sentía obligado a participar en el juego, sino estimulado. Valeria y yo habíamos colonizado una parcela común de nuestras vidas en la que regía una fidelidad absoluta del uno al otro, sin injerencias de lo que sucediese en el exterior. Nuestros cuerpos nos pertenecían a título individual, y éramos muy dueños de hacer con ellos lo que gustásemos con quien deseásemos.

Hasta que la puerta de la consulta se cerraba a nuestras espaldas. Entonces solo existíamos el uno para el otro.

En uno de esos escarceos individuales, en la boda de unos amigos, conocí a una chica que me llamó poderosamente la atención. Se llamaba Soledad, y era muy diferente a las mujeres que había conocido hasta entonces. De familia de corte tradicional, en su inocencia y candor encontré promesas de alicientes que me apetecía tantear, una aventura distinta que vivir: poner a prueba mi capacidad de seducción.

Se lo comentaba a Valeria una tarde en que una otalgia requirió de una vigorosa estimulación clitoriana para su sanación.

—O sea, que te me haces formal —ronroneó quejumbrosa mientras cubría mi pecho de besos—. ¿Y quién va a curarme de mis males, entonces?

La tranquilicé. Dejar la Medicina no entraba en mis planes. No, por el momento, al menos. ¡Qué demonio! Por muy colado que llegase a estar por Sole, con Valeria me sentía estupendamente. Si a ella le ocurría lo mismo conmigo, no veía razón para cortar. Hablamos un rato más amparados en la complicidad del dormitorio de su piso de soltera —¡por fin un emplazamiento fijo para nuestra clínica!—, al que se había mudado, cansada de compartir ochenta metros cuadrados con sus padres y abuela, dos hermanos varones, perro y gato. En cuanto se consolidó en su puesto de trabajo, dio el paso. Era un pisito pequeño pero acogedor, con una vista muy romántica de los tejados del casco histórico de la ciudad. Yo, comodón y perezoso, seguía viviendo la regalada vida del hijo único, con derecho a pensión completa en el hogar paterno.

Mientras estirábamos las sábanas y recogíamos la ropa desperdigada, mi prima me fusiló con una pregunta a bocajarro:

—¿Te imaginas que tuviésemos que dejar de vernos algún día?

Dolió como un golpe bajo. Cada vez que la sombra de ese riesgo se me venía a la mente, la descartaba con energía. No podía concebirlo, ni que estuviese en la gloria en brazos de Soledad. La forma en que entendía el vínculo que me unía a Valeria se equiparaba con la seguridad que al nadador exhausto brinda una boya, que, por mucho empeño que se ponga en sumergirla, siempre vuelve a la superficie.

Habíamos paseado esta aventura por los años de adolescencia, por la veintena, y ahora que los treinta asomaban por el horizonte, tras un par de repechos, ¿sería la edad la frontera, el temido Finis Terrae que separaría nuestras intimidades? ¿Estaba mi prima hablando de que se aproximaba un final?

La atosigué con preguntas cargadas de ansiedad, a las que me respondió con una carcajada, y una sacudida enérgica de su cabeza.

—Tranquilo. Era solo una idea peregrina que se me ha venido a la cabeza. Aunque todo tenga su final en esta vida, no quiero decir que ese día vaya a ser mañana —se afirmó, y calmó mis inquietudes—. No señor, no voy a dejar a mi primito en la estacada así como así. ¿Me ayudas con el cierre del sujetador, por favor?

El beso que me plantó en los labios disipó mis temores tanto o más que sus palabras.

En efecto, no hubo desenlace al día siguiente. Ni en semanas venideras, tampoco. Pero la ocasión terminaría por llegar en forma de una oferta irrechazable de trabajo para Valeria. En Brasil, donde tendría que residir durante tres años ininterrumpidos.

Siguiendo las recomendaciones de la OMS, le administré un cuidadoso protocolo de vacunación, con anterioridad a su marcha.

La despedí en el aeropuerto, tragando lágrimas de sal y amargura, con una aprensión tremenda por no enfermar. Tres años sin cobertura médica se me antojaban muy largos.

Por si acaso, suscribí una póliza de salud complementaria, y me casé con Soledad cuatro meses más tarde. Valeria bendijo nuestra unión desde la distancia, por medio de un correo electrónico. «No sé. Pienso que el matrimonio, salir de casa y todo eso, te va a venir bien».

Soledad resultó toda una revelación en su nuevo rol. Abandonado el cascarón familiar, soberana en su propio ecosistema, mi esposa, antaño un poco mojigata, se reveló leona fogosa y voraz, aprendiza entusiasta de los arcanos de la carne. La luna de miel duró más de dos años, hasta que un retraso y numerosas mañanas de náuseas, se transformaron en una impresión borrosa en papel ecográfico, en blanco y negro, de lo que la doctora nos dijo que era un embrión de unos cuatro milímetros de longitud. Nuestro primer hijo.

Los siguientes días, Soledad estaba exultante, acariciando amorosamente su tripa, y poniendo al corriente a una tropa de amigas y familiares.

Yo viví el acontecimiento a mi modo.

Quería a mi mujer, y su alegría era mi alegría, pero eso no quitaba para que fuese zarandeado por emociones encontradas. Mi pensamiento practicaba juegos perversos conmigo. Ideas con significados positivos eran inmediatamente enfrentadas por otras que me recordaban en qué berenjenal entraba. A felicidad se contraponía responsabilidad, por ejemplo. Familia se transformaba en ataduras, y así muchos otros pares siniestros. No me sentía muy preparado para ser padre.

Pasé unas semanas azarosas, que pusieron a prueba mi madurez y casi diría que mi cordura. Me parecía vivir desdoblado en dos realidades dramáticamente distintas, a caballo de dos mundos. Me salvó la vida una llamada de Valeria, nuestro primer contacto en muchos meses, anunciando su regreso anticipado para la siguiente quincena. Las cosas le habían ido como la seda. Se había ganado un ascenso importante, y una notable mejora de sus condiciones salariales.

Rompió a reír cuando la informé de mi futura paternidad, y se burló de mí al ponerla al corriente de mis dudas y reticencias. «Mi primito hecho un papi serio y consciente. Habrá que compensarle de tanto agobio». Me contó que de Brasil se traía un catálogo de enfermedades tropicales, plenas de síntomas desconocidos, sobre las que investigar. «Y unos cuantos remedios chamánicos para el estrés, que son mano de santo».

Exhalé un largo y sonoro suspiro de alivio. Para este paciente cauteloso, un poco hipocondriaco, aún quedaban esperanzas de curación a las que aferrarse.

La vida era bella, ¡qué caramba!

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. VIII

My, my, my Delilah

«¡Qué pesado! Todos los días, la misma cancioncita a todas horas. A él le parecerá muy romántico, pero es que todo el día con el mismo sonsonete, aburre.

»Se lo he dicho mil veces, y nada. Como quien oye llover. Delilah para arriba, Delilah para abajo… El caso es que no canta mal. Entona, no desafina y tiene un timbre de voz bonito. Yo lo único que le pido es que amplíe un poco el repertorio. Pero, don erre que erre, de Delilah no lo saco.

»Por lo demás, es el único defecto que le veo. Me encantan los desayunos que me prepara. Todo está muy rico, y no le falta detalle. Hasta flores hay en la bandeja que me trae a la cama cada día. Sale al campo de madrugada para cogerlas, y hacerme un ramillete. Todos los días.

»Me tiene la casa como los chorros del oro. Tiene muy buena mano en la cocina, y, como pareja, funciona muy bien. En la cama, y fuera de la cama. Me escucha, es atento, me da mi espacio. ¡Y está buenorro, el tío!

»Pero lo de la canción de marras es difícil de soportar. Me ataca los nervios la perspectiva de oírla una y otra vez durante los próximos meses. Hasta que vuelva a crecerle el pelo. ¡Pues no tiene el señorito la ocurrencia de raparse la cabeza para darme una sorpresa! ¡A mí, que duermo todas las noches con unas tijeras bajo la almohada! «¡Sorpresa!», dijo él. «¡Qué putada!», pensé yo cuando lo vi.

»En fin, Sansón, que no me perderás de vista en una temporada. Porque una servidora, aparte de los cuartos que van a soltarme los filisteos, está encaprichada con hacerse un postizo con tus guedejas. Y cuando a mí se me mete algo en la sesera…».

Ilustración: “Sansón y Dalila”. Peter Paul Rubens. C. 1609.

Cuestión de acostumbrarse

El paisaje. Tengo que aprender a reinterpretarlo. Lo que está, no a donde se va.

No ha cambiado. Los mismos árboles, el mismo perfil quebrado de la sierra. El embalse, la afloración triangular del cerro, el castillo. Incluso las nubes, que se desperezan con lentitud entre los collados antes de elevarse majestuosas para decorar de blancos vellones un cielo de azul pujante. Todo parece lo mismo de cualquier día.

Pero, con ser el mismo paisaje, algo en su percepción es distinto. Hasta el punto de hacerme dudar de si es un paisaje en tiempo real, o recuerdo de un momento vivido.

La experiencia me dirá.

No ha sonado el despertador esta mañana. Ni en las últimas jornadas. ¿Qué sería ahora, sino una esclavitud sin sentido? Ponerse en marcha es un automatismo adquirido a fuerza de repeticiones. Ritmos y rutinas ejecutados cada día a lo largo de tantos años no se olvidan con facilidad.

Ni se va de la memoria de golpe el espectáculo de tantos amaneceres vividos en su totalidad. Desde el primer despunte de claridad hasta la exhibición de poderío del disco solar, camino de su trono del mediodía. 

Eso también sigue siendo igual, por ahora. La misma soledad compartida con el alba, el guiño de complicidad. No sé cómo sentiré cuando la vele el invierno, hecho norma de niebla o nubarrones en tropel.

Se me hace dura la ausencia del café. El toque amargo y revitalizante que da carta de naturaleza al inicio de una jornada. Supongo que, al igual que cuando dejé de fumar, las asociaciones se rompen con el paso del tiempo. Hoy, imprescindible. Mañana, una añoranza. Unos días, y será una anécdota más.

Todas estas cosas parecen manías de poca monta, pero es a través de ellas, de cómo se recuerdan u olvidan, como se superan los viejos hábitos, y se aceptan las nuevas realidades.

Y se alivian las despedidas…

 Frente a lo que pensé una vez, ayuda la sensación de ser ignorado, de sentirme invisible, que llegó a obsesionarme en tiempos recientes. Ellos siguen ahí, como ya estaban. Los veo actuar, los oigo hablar. Tan inevitables, y tan ajenos. Ahora, como hace unas semanas, unos meses. Ellos, que fueron mi familia. 

Admito que, después de todo, no es tan mala la sensación de sentirse cerca de ellos sin tener que dar explicaciones. Sin demandar nada. Sin nada que reprochar.

Los amigos, los viejos amores… Acompañaron al sol hacia su escondite tras el horizonte en el ocaso. Al borde mismo de una noche de la que creo guardar un recuerdo doloroso, aunque el dolor haya perdido casi todo su significado para mí.

Todo tan parecido, todo tan distinto.

Terminaré por acostumbrarme. Es una cuestión de tiempo, como siempre me ha ocurrido con los cambios.

Me habituaré a que los objetos no tengan tacto, ni consistencia. A que solo un resabio de pudor me impida atravesar puertas cerradas. A que los  aromas y sabores asociados a lo que veo carezcan de rasgos pertinentes. A que colores y sonidos se hagan indistintos. 

A fin de cuentas, nada de eso es necesario para mí, ahora. Ni me ayuda, ni me turba.

De momento me toca ver y escuchar, registrar e interpretar, clasificar.

Intentar comprender la vida desde este otro lado.

Y esperar.

HISTORIA SACRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. VII

Ruth llegó a casa con el alba. Esther calentaba leche de cabra en el fogón recién encendido.

—Hola, mi niña. ¿Qué tal la noche?

—Flojita.

—¿Cuántos?

—Ocho. Hasta he tenido tiempo de hacer algún descansito. Así no saldré de pobre en toda la vida.

—¿Alguno te ha pedido alguna cosa rara?

—Querida, ¿quién no tiene alguna rareza en esta ciudad? Aquí, todo bicho viviente te quiere entrar por la puerta de atrás. 

»Hoy, por suerte, no me ha pegado ninguno. Yo sí. A dos. Fusta y látigo».

—¿Y?

Ruth se encoge de hombros.

—Hecho un cesto, hecho ciento. A todo se acostumbra una. 

»Tu noche, ¿qué tal?»

—Bien. La ventaja de dedicarse a un hombre tan viejo como Josué en exclusiva es que pone mucho entusiasmo al principio, pero en seguida se cansa, y te deja en paz la mayor parte de la noche. Y, sobre todo, no se mete, ni te obliga a meterte, las porquerías que se estilan por ahí. Que si polvo de …, aceite de … ¡Menudas guarradas!

—¡Y que lo digas! La gente consume con mucha alegría. Pero seguro que buenas, no son. 

»A Josué, entonces, ¿te lo trajinas una vez, y se queda roque por el resto de la noche?»

—Casi. Como tiene el sueño ligero, se despierta alguna vez, le haces un par de arrumacos, echas uno rapidito, y se acabó. ¿Por qué no te buscas alguien así?

»¿Quieres desayunar? ¿Te pongo leche caliente a ti también?»

—Sí, por favor. ¿Quedan dátiles?

—Quedan, y queso tierno, si quieres.

—Bueno, pues un poquito de cada cosa, por favor. Gracias, cielo.

 »¿Echarme un noviete, dices, y dedicarme solo a él? Sí, lo he pensado alguna vez. Pero estas carnes, de momento, quieren ver mundo —se palmea el trasero con ambas manos—. Cuando sea un poco mayor y haya ahorrado algo, quizá. 

»También me da pereza que te toque un viciosillo de los que te piden algo todas las veces, y, como no te guste mucho, menudo rollo, ¿no? 

»Por ejemplo, a mí no me mola nada, pero nada, el temita ese moderno del sadomaso. Esas cosas extranjeras…

»Además, que lo de poner todos los huevos en el mismo cesto puede ser un riesgo, ¿no crees? Si a tu Josué le pasase algo, ¿qué sería de ti?»

—Tendría que buscarme otro, claro. O hacer la calle como tú. Aunque lo que me gustaría de verdad es encontrar marido. Tener hijos, una familia…

—¡Nos ha jodido, chocho! A ti y a cualquiera. Pero, ¿dónde vamos a encontrar marido unas perdularias como nosotras? 

»Oye, ¿y en tu pueblo? ¿Cómo está el negocio?»

—¿En Gomorra?

—Sí. Lo digo por pasar una temporadita allí. Por variar, y a ver qué tal. Total, muy lejos no pilla, y de Sodoma empiezo a estar hasta el gorro.

—Yo creo que por el estilo de esto. Pero, bueno, mira: yo voy para allá a pasar el Sabbat, y ya me quedo para el resto del finde. Puedo preguntar a mi prima Sephora, que también es del ramo.

»Y ahora, si no te importa, empiezo a preparar el equipaje, que no quiero que se me haga de noche en el camino».

—No, mujer, claro que no. Yo voy a sobar un ratillo hasta la hora de comer. Que lo pases bien.

—Gracias.

Aún no era la sexta hora (*), y ya Esther se echaba al camino cargando una alforja con ropa y efectos personales. Cuando llegó al cruce de caminos que conducía a su ciudad natal, vio aparecer una nube inmensa y oscura en el cielo, de bordes orlados de rojo fuego, como surgida de la nada. Clavadita al comienzo de Independence Day. Y la vio dividirse en dos, y cada una de las dos nubes resultantes tomaba un camino distinto. Una parecía seguir sus pasos camino de Gomorra. La otra se orientó hacia la ruta que conducía a Sodoma, que ella acababa de abandonar. 

En esta última ciudad, Lot metía prisa a su mujer —«Vámonos ya, chati, que nos va a coger la cólera del Altísimo»—, porque tardaba una eternidad en pintarse la raya del ojo.

(*) Las doce del mediodía, aproximadamente.

Ilustración: «Destrucción de Sodoma y Gomorra». John Martin. 1852.

Del cielo a Madrid. Cameo

El sainete, las precuelas… y un cameo. ¡Estas chicas de Nebraska son un filón!

Mis excusas a las buenas gentes de Cádiz por tomarme la libertad de entrar a saco en su habla. He intentado asesorarme en internet; espero que el resultado no ofenda a nadie.

Y mi agradecimiento a los lectores cero que, además de su opinión, me han facilitado las fotos que ilustran esta travesía.

FENÓMENOS GLOBALES 

El despecho guía el Audi de Mabel Galiana por las rectas interminables de la llanura manchega, vacío de tierras rojas en barbecho. Vuela sobre el asfalto, a unos cuantos kilómetros por hora por encima del límite de velocidad establecido. Con la distancia que la aleja del asqueroso de su marido, crece la determinación para decorar su frente con una cuerna de muchas puntas. Cinco, siete… Todas las que le permitan los días que pasará en Marbella. 

Una nota de despedida —«No me busques. ¡Que te jodan!»—, y su alianza se habían quedado sobre la mesilla de noche de Gerardo. En su bolso, las llaves del apartamento que su amiga Verónica Salas le había prestado —«Muy cuco, ya verás. Y al ladito mismo de la milla de oro»—, dos cajas de condones compradas el día anterior —«mejor que sobren, que no que falten»—, y una libreta con direcciones de bares y discotecas en lo que se ligaba «sí, o sí, te lo juro». 

Playa de día; noches de copas y desparrame. Morreos de adolescente, magreos en la arena. Sexo, a poco que la ocasión lo propicie. Lo que le pida el cuerpo para tomarse la revancha del lío de Gerardo con su secretaria. «¿Cómo se llamaba la muy…?».

Lleva dos horas al volante. Aún falta para Valdepeñas, donde pensaba hacer una parada, pero acaba de pasar al lado de una señal que anunciaba hotel, cafetería y restaurante. A un kilómetro. 

Le ruge el estómago. Salió de casa a toda prisa. No desayunó nada sólido, solo café. De pronto, la tentación por un pincho de tortilla, una Coca-Cola y otro café se le hace irresistible. 

«A quinientos metros, en vía de servicio». ¡Estupendo! No le hace ninguna gracia abandonar una autovía para hacer paradas. «Ahí mismo». 

Se detiene ante una casona de tres plantas con pinta de ser de construcción reciente, con una explanada para aparcar delante. La cafetería, el restaurante y una tienda de productos típicos de La Mancha en la planta baja; las dos plantas superiores para el hotel. Espacio bien aprovechado.

Muchos transeúntes han debido de tener la misma idea, y casi abarrotan el salón de la cafetería. Mabel ocupa la única mesa que queda libre en el local. Es una mesa para cuatro personas; las de dos plazas están ocupadas todas. 

La tortilla no es gran cosa. Demasiado cuajada para su gusto, y sin cebolla. Pero la exigencia del hambre le hace ser más benevolente de lo que sería en otras circunstancias. Además, el camarero le ha puesto un puñado de torreznos caseros con la tortilla, que están muy ricos, y agradece el detalle.

«Bueno, bueno, Mabel. Aquí estás. Lanzada de cabeza a la aventura», se dice. «Echaba yo de menos una escapada como esta, sin el cabrón de Gerar, que, además, es un pesado. Desde que los chicos no viajan con nosotros…»

«¿Qué? Desde que los chicos no viajan con nosotros, ¿qué?».

Ha perdido el hilo de su pensamiento al ver a un maromo que tiene estampa de escultura griega. Cara guapa, con esa belleza alegre, un poco descarada y soñadora asociada al sur. Alto, abdomen plano y culito respingón, es el resultado de su primer juicio. Continúa la observación por unas piernas robustas ceñidas por unos vaqueros ajustados, un paquete prometedor y unos brazos musculosos que asoman de una camiseta roja sin mangas, con una hoja de maría estampada en negro. Un rostro simpático, un poco aniñado, moreno de soles bajo una mata de cabello negro rizado domado con gomina. Es muy joven, no debe de pasar de los veinticinco, y deambula por la sala, con aire de cachorrillo desubicado, y una bandeja en las manos, buscando un sitio para sentarse.

Un bollito tierno.

«¿Y si empezase mis correrías aquí mismo?», se reta Mabel.

Alza una mano para llamar la atención del muchacho cuando pasa al lado de su mesa.

—Si quieres, puedes sentarte aquí…

En lo que el hombre ventila una cerveza sin alcohol, un bocadillo de jamón y una bandejita con torreznos como los que le han puesto a ella, se ha enterado de que es camionero, que va de camino a su Cádiz natal —«¡ese gracejo en el habla, ese ceceo!»—, de vuelta de un viaje a Hungría con un cargamento de vino de Jerez —«guzta musho por allí»—, y que la semana siguiente llevará otro camión al Reino Unido, al que ya ha viajado varias veces.

Y de poco más, porque, la verdad, no tiene intención de escribir su biografía.

Lo que sí ha hecho Mabel ha sido escudriñar a su compañero de mesa con todo cuidado, hasta el último detalle, para decidir si esa campanilla que toca a asamblea desde algún lugar de su vulva es una llamada fiable. Que tiene un polvo el buen mozo, es cosa evidente. Puede que hasta dos, de contar con tiempo. Su investigación ha ido encaminada a determinar si le merece la pena intentar hacer realidad la fantasía que empezó a crecer en su imaginación al ver un destello cándido en sus ojos pardos.

Evitando con cuidado cualquier atisbo de presentación, de escuchar un nombre que lo dotase de una personalidad propia, lo ha analizado con afán taxonómico y pericia de investigadora avezada. Una chispa de granujería en sus ojos cuando la mira de ese modo, la boca sensual de labios gruesos por la que de vez en cuando emerge la promesa de una lengua carnosa y rosada. El cuerpo bien moldeado que sugiere gimnasio. Sus modales, algo toscos, que le hablan de una forma primaria, instintiva casi, de actuar, sin gollerías superfluas. 

«¿Y para qué más?».

Solo le ha faltado una regla y acceso a su entrepierna para que su semáforo iluminase una luz verde rotunda. «Habrá que arriesgarse», se dice mientras un veredicto global favorable se abre paso en su mente. 

Un empotramiento, y a seguir camino.

—Oye —le dice mientras el joven se escarba los dientes con un palillo — , ¿te has fijado en que tenemos un hotel encima?

—¿? No, no m´abía cohcao

—¿Tú no duermes en hoteles de carretera cuando circulas por ahí con tu carga?

—No, qué va. Zon caro, por ahí fuera. Pazta que deharía de ganá. Yo uzo una litera en la cabina del camión. M´aparco en un área de zervicio, y ahí pazo la noshe.

«¿Una litera en la cabina de un camión, mientras coches que transportan familias y autocares de excursiones parroquiales llegan al aparcamiento, o se marchan de ahí? Podría tener su punto», piensa Mabel, antes de descartar la opción por incómoda y poco salubre

No. Será en una habitación, con una cama como Dios manda, y una ducha después de…

—Entonces, ¿nunca…?

—Nunca, ¿qué? —«Muy despierto no parece. Ni falta que le hace».

—Que si nunca has pasado una noche en un hotel de estos.

—No.

—¿Ni una noche, ni…?

—No. —La mirada del chico trasluce una pregunta: «¿A dónde quiere llegar esta?».

—¿No tienes curiosidad por saber cómo son?

El chico se encoge de hombros.

—¿Te animas a conocer una? Yo te invito —y mientras susurra su propuesta, se desabrocha un botón de la blusa con toda la coquetería del mundo —«¡joder, Mabel, que solo era Coca-Cola!»—, lo que permite al camionero columbrar unos pechos blancos, semiesferas suculentas realzadas por encaje negro.

Está a punto de atragantarse con el último sorbo de cerveza sin alcohol ante el espectáculo. Es una tía mayor. De cuarenta, por lo menos. Vale. Pero está buena de cojones. Aunque…

—Oye, yo por ezta´ coza´ no pago…

Mabel se ríe con ganas ante el malentendido. En tiempos pasados, lo habría abofeteado y tirado el contenido del vaso por encima, antes de salir, ofendida y furiosa.

«Aguanta, Mabel».

—¿Quién ha hablado de pagar? He dicho que yo invito… —Pone, zalamera, una mano sobre el brazo del joven, que la mira de arriba a abajo. Por la intensidad de su mirada decide que, una de dos: o piensa «¡vaya puta!», o está valorando la oferta en términos de anatomía erótica. «Buenas tetas, buen culo…». Es lo que hay, y tiene que acostumbrarse a que así pueden ser las cosas por el camino que ha emprendido. Tampoco es que ella ande buscando príncipes azules, precisamente.

—Bueno. Zi invita´… —Una sonrisa que pretende ser maliciosa y queda en juguetona, trae a escena el chaval que ha sido hasta hace dos días, cuando se sacó el C1, y empezó a conducir camiones por las carreteras de Europa.

«Valor añadido», decide Mabel.

El camino que lleva desde la cafetería hasta el otro lado de la puerta de la habitación es un catálogo de torpezas e inseguridades, a pesar del aplomo que Mabel intenta impostar. Un par de veces el chico, al que se ve excitado como un verraco en celo, ha intentado catar la mercancía, y ella lo ha rechazado risueña —«Espera, espera un poco»—. Ha sentido la picardía en la mirada, entre reprobatoria y cómplice de la recepcionista, una mujer que podría ser de su edad, pero tiene el aire de una anciana prematura. Le han provocado cierto rubor los ojos cargados de reproches de un tipo vestido de clergyman, y la maniobra exagerada que ha realizado para evitar rozarse con ellos por el pasillo. El pulso un poco tembloroso al introducir la llave en la cerradura. La cama, perfectamente hecha, última frontera de este desafío a sí misma.

«Y ahora, ¿qué?»

Zi no t´impo´ta, voy a dushamme. Llevo do´ día´ que no… Dezde Alemania.

—Claro, claro.

«Que no me pida que me duche con él, por favor. Necesito ese tiempo para ponerme en situación».

Pero el joven no dice más que «vuervo enzeguida». Lo que Mabel aprovecha para desvestirse a toda prisa —solo se deja la braga y el sujetador puestos—, rociarse con una brisa de colonia del perfumador que lleva en el bolso, desprecintar una caja de condones, y abrir la cama para tumbarse encima en posición sugerente.

«Seguro que se me presenta en cueros, como su madre lo echó al mundo».

Y, sí. Desnudo aparece ante ella empujando la puerta del baño dentro del que se ha escuchado hace nada un golpe y un juramento ahogado. Con una mano intenta taparse los genitales —«a buenas horas le entra el pudor»—, y, con la otra, un tajo en el cuello por el que una arteria seccionada bombea sangre a raudales. Apenas da un par de pasos, con los ojos desorbitados de pánico, sin decir una palabra. De su boca solo salen un murmullo indefinido y un ruido de borboteo. Cae al suelo, temblando en shock.

Mabel es invadida por el pánico, Tan asustada está que ni chillar puede. De su glotis, bloqueada por un peñasco de terror, lo único que nace es la interjección «¡joder!», repetida varias veces.

Camina hacia el cuerpo, lo rodea para asomarse al baño a ver qué…

Un dolor agudo, intenso y fulminante, le desgarra el abdomen mientras la mano diestra de una silueta negra como la noche, vestida de ninja, guía la descomunal hoja triangular de un cuchillo profesional para inferir una herida de gran tamaño, por la que empieza a desparramarse lo que parece un surtido de casquería ensangrentada. Sus intestinos. 

En un movimiento reflejo, Mabel pone las dos manos sobre el corte que no deja de crecer y sangrar de forma escandalosa. Dos figuras más, con el mismo atuendo y armadas con cuchillos jamoneros, saltan de la bañera, y apuñalan su pecho y su cuello con firmeza. Desde las rendijas en las capuchas que dejan sus ojos a la vista, tres miradas gélidas en una gama de tonos que va del verde esmeralda al azul cielo la observan desfallecer, y caer al suelo. Un par de estertores, y está muerta. Tras chocar las manos en un sonoro high five acompañado de agudas risotadas triunfales, los ninjas retiran las capuchas de sus cabezas, dejando a la vista sus pobladas y despeinadas cabelleras de mujer. Rubia, morena y pelirroja.

La dueña de esta última, a la vez que limpia la hoja de su cuchillo con la cortina de la ducha, exclama con voz jovial:

Two for the price of one!. Isn´t it something? I think I´ll get to love Spain. Plenty of fine cheap food to scoff, here! (*)

Les había dado pereza abandonar su Nebraska natal, pero, dado el paso, empezaban a descubrir los alicientes del turismo gastronómico.

(*) «¡Dos por uno! ¿No es estupendo? Me parece que acabaré por enamorarme de España. ¡Aquí hay un montón de manduca buena y barata!».

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. VI

Fue todo una que Bob Marley hiciese un alto en Jerusalén, en su camino para rendir pleitesía al Ras Tafari en Etiopía, conociera al rey David y le regalara una guitarra eléctrica, para que este arrinconase el arpa, se acabaran los salmos, y el rock and roll y el reggae se pusieran de moda en todo Israel.

Se dice que en un fragmento de los pergaminos del Mar Muerto, habría noticias de una King David´s Band que, apadrinada por el músico jamaicano, habría sido el vehículo del que se sirvió el monarca para dar a conocer sus nuevas composiciones. El mismo texto parece recoger una breve historia de la banda, y las crónicas de una gira apoteósica por Judea, Samaria y Galilea. Algunos historiadores, no obstante,  consideran este relato absolutamente apócrifo.

Es una lástima que no se conserven grabaciones de aquella época. Se ha llegado a especular con que existiesen unos cilindros de cera que registrasen una antología de sus éxitos, que se habrían fundido cuando la destrucción del segundo templo de Jerusalén. Pero, una vez más, no hay acuerdo entre los expertos.

Nos encontramos, pues, ante una nueva leyenda del rock and roll.

Imagen: «El rey David tocando el arpa». Gerhard von Honthorst. 1622.