Del cielo a Madrid: las precuelas. Y 2

Y, tratándose de precuelas, ¿cómo iba a faltarnos esta historia? Con este « A-Marte» se pusieron los cimientos para la maravillosa colaboración con Carmen Villarejo (en plan «tanto monta…»), que eclosionó en el Sainete.

Carmen: esta balsa es tu casa. Siempre tendrás tu hueco, y yo la idea de que contigo «lo mejor está por llegar».

Muchas gracias por acompañarnos hasta aquí. Y para quienes conozcáis el texto de una publicación en otro foro: esta es una remezcla de lo que leisteis entonces. Otra forma de contarlo.

A-MARTE

Una carretera en el bosque

Descripción generada automáticamente

«Oso». Mi Centro Holístico Unitario de Procesamiento de Información (C.H.U.P.I.) me dijo que ese ser vivo peludo de aspecto feroz se llama así en la Tierra.  Menos mal que se salvó del choque, mi C.H.U.P.I. Sin él estaría perdido.

Pues bien, un oso me había tenido toda la noche subido a ese «árbol» —así clasificó mi procesador a la entidad vegetal inanimada que me sostenía en alto—. ¡Vaya comienzo de expedición de contacto! Colgado de una «rama». Que viene a ser un brazo del árbol; ¡cúanto sabe C.H.U.P.I.! 

Tenía que haber aterrizado mucho más al este, pero se estropeó el sistema de frenado, y no tenía ni idea de dónde había ido a parar. ¡Vaya papelón! Un explorador del planeta Pochol-O atrapado y perdido en la Tierra.

Ya había amanecido, y el oso seguía al pie del árbol. Yo estaba entumecido. Decidí probar a hacer unos ejercicios para tonificar brazos y piernas. Entonces…

¡Crack!

Todo sucedió en un parpadeo. La rama se rompió con un crujido seco y grave, que resonó como un trueno por el paisaje solitario, y caí al suelo con estrépito. El oso, asustado por el movimiento brusco y por el sonido inesperado, volvió grupas, y echó a trotar hacia una zona donde la vegetación era más tupida. Yo…

Yo aproveché para perder el sentido a causa del susto y del impacto. Menos mal que un lecho de ramas y hojas amortiguó el golpe.

 (…)

Un perro en el exterior con las montañas como fondo

Hola, chicas

Perdonad la tardía respuesta a vuestros mensajes, pero es que he estado muy ocupada estos últimos días. No penséis que no me he acordado de vosotras, pero es que era tal la circunstancia que no pude ni sentarme a dedicaros un rato, espero me perdonéis.

No vais a creer lo que os voy a contar.  Sabéis que salgo siempre a pasear con Windsor por la carretera comarcal que rodea el bosque de mi cabaña. Hace tres días, durante el recorrido, Windsor comenzó a ladrar de forma nerviosa, como alertándome de algo no habitual. Pensé que sería un conejo o algo así. A mi chucho le privan, ya lo sabéis. Pero no, esta vez no vi nada moverse y ante su insistencia decidí adentrarme en la vegetación y caminar hacia unas retamas espesas que bordeaban un claro y quedé petrificada. Todo mi vello pelirrojo erizado, ya sabéis que no me depilo así que, imaginad el cuadro. Allí, entre la hojarasca, encontré un cuerpo en posición fetal. El estómago me dio un vuelco. Me agaché a comprobar sus constantes vitales, como suelo hacer siempre en la recepción de urgencias de mi hospital, cuando el médico de guardia ha salido a fumarse un piti y me toca a mi el cribado.  Todo un clásico, vamos:

«Pulso, positivo. 58 pulsaciones, algo decaído. Pupilas reactivas a la luz. Temperatura, algo baja. Respiración, lenta pero regular».

Estaba vivo, no cabía duda. lo moví un poco para ver si reaccionaba. Emitió un gemido leve, pero apenas recuperó la consciencia. Llevaba una vestimenta algo pasada de moda, pero su aspecto era bueno. Un tío de unos cuarenta y tantos, pelo castaño, algo lacio y ralo, fibroso y con unas piernas super largas. De esas que me gustan a mí, jeje.

Al lío: le desabroché el pantalón y la camisa. Necesitaba ver que no tenía alguna herida o daño físico en el abdomen. Nada, limpio, pero ¡atención chicas! Algo inaudito: ¡No tenía ombligo!

Retrocedí asustadísima. No podía ser. Es imposible, pensé, a la vez que observaba como el tipo se despertaba de su letargo, desorientado y desvalido. 

Me quité la chaqueta de lana que llevaba, porque el día no estaba muy apacible, y se la puse por encima. Sus ojos eran transparentemente azules. Que grima, chicas.  Sus manos estaban frías y se extendieron como para pedir auxilio. ¿Qué podía hacer? Como supondréis, le ayudé a levantarse y se abalanzó hacia mí, en un abrazo extremo.

Con esto del Covid hace mucho que no me como una rosca, lo sabéis. Y además me da un repelús tremendo los contactos con extraños. —natural ¿no?— Pero dejé que se apoyara en mi brazo y ante el olisqueo al que le sometió Windsor, se estrechó más a mi brazo. Vamos, que colocó su antebrazo en mi teta y pensé: ¡Joder el tío este…!

(…)

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Cuando recuperé la consciencia, pensé que mi misión en la Tierra había terminado, y me encontraba de vacaciones en la colonia venusina. Una criatura de aspecto pocholoide de una belleza deslumbrante me miraba y tocaba con dedos amables y seguros. Me hablaba, pero no conseguía entender su mensaje. Aún estaba atontado por el choque.  

Me ayudó a ponerme en pie, y a caminar apoyado en ella. La acompañaba un ser inquieto y escandaloso, que no dejaba de gruñir y chillar. ¡A ver si me había librado de una amenaza, y ahora me las tenía que ver con otra! Hice un esfuerzo para recordar las clases de fundamentos de lenguas terráqueas, y, en varias formas le pregunté qué era aquello. «Perro. Se llama Windsor. ¡Windsor, deja de ladrar!»

«Vinsor. Pero. Latra… ¿Peligro?» —pregunté.

La muchacha negó con la cabeza, y siguió hablando. Pasé un rato tenso entre que no cesaban los dolores del castañazo, ni la actividad frenética del pero. No las tenía conmigo. Vinsor no me daba buena espina, y yo me acerqué más a la humana. Noté que mi antebrazo rozaba una parte del cuerpo de la terrícola que era blandita y suave. Intenté recordar lo aprendido en clase de anatomía comparada. Y caí en la cuenta. Esa era una parte propia de las hembras, que las pocholitas tienen muy poco desarrollada, pero a las humanas les crece más. También me acordé de que tenía muchos nombres, y que el profe dijo que los terrícolas machos manifiestan cierto entusiasmo en tocarla y acariciarla. Empezaba a entender por qué. Tomándola en mi mano, con ánimo de comunicarme, le dije uno de los muchos nombres:

—Teta…

Tendría aspecto de delicada belleza venusina, pero el manotazo que me pegó en la cara parecía dado con la misma fuerza gravitacional de Júpiter. 

 (…)

Llegamos a mi choza, ya sabéis, todo manga por hombro. Los restos de la última cena, la ropa por las sillas, los cacharros sin fregar. ¡Como para recibir visitas! Pero bueno, como este hombre estaba medio mareado supuse que no repararía en mi desorden.

Le llevé a mi cama y le invité a tumbarse. Le quité los zapatos desgastados que llevaba y le tapé con la colcha, por si cogía frío. Más del que hubiera podido coger ya, quiero decir. Ya sé, ya sé, estáis que trináis por mi desatinada decisión de meter un tío desconocido en casa, pero ya sabéis como soy. Me va la marcha.

También os diré que un poco de compañía no viene mal. Desde nuestra última merienda conjunta, na de na. No sé cómo andaréis vosotras, que sois muy putitas jajajaja, pero yo…

(…)

Estos son los 9 secretos de las personas que siempre huelen bien

Me gustó, su casa. Me recordó la época en que era cadete, y me iba de exploración con los compañeros. Montábamos unas juergas tremendas, y bebíamos mucho zumo de frutos espinosos sintéticos, que tenía efectos euforizantes. Aquello era casi igual al panorama después de una fiesta, menos el olor. 

Yo tengo el olfato muy sensible, y bien entrenado, pero no reconocí aquel aroma. Debía de ser algo propio de la Tierra. Flotaba por toda la estancia, como si fuese una nube. Cuando la humana se paró a mi lado, descubrí que ella era la fuente de ese olor. Venía de su pelo, de su cuello, de su ropa. Era tan intenso, tan embriagador, que sentí que me caía otra vez…

 (…)

«Pues bien y… ¿ahora qué hacemos?» me dije.  Aproveché para recoger un poco el salón y el baño.  Miré la nevera, no había mucho que ofrecer. Una tortilla de patata en un táper, algo de caldo en un tarro de cristal, cervezas, queso y leche.  El caldo no tenía buena pinta, debería haber hecho más, pero es que no encontré por el congelador ningún hueso que me pudiera dar sustancia. Hasta que no cogiera la pickup y fuera al supermarket no podría hacer más.

Preparé en una bandeja las viandas que consideré y las dejé en la mesa del salón. Cuando llegué al dormitorio, el individuo estaba desperezándose y aparentemente estaba más despabilado.

—Hola —le dije. Pero el solo me miraba con esos ojos que me daban una grima que… Insistí en provocar una conversación. Le pregunté de dónde era, qué le había pasado, qué hacía por esta zona y todas esas cosas, ya sabéis, pero nada, sin respuesta.

—Anda vamos a comer algo —le dije ayudándole a levantarse. Estaba un poco sucio, pero pensé que lo mejor sería que repusiera fuerzas y luego le invitaría a tomar una ducha. Pobre hombre.

(…)

Dónde comer las mejores tortillas de patata de España

Desperté tumbado en uno de esos elementos raros que ponen los humanos en su casa. «Muebles», se llaman. Este era de tipo «cama». La humana estaba sentada a mis pies. Me hizo un gesto para que me levantase, y me llevó a otra estancia. 

Sobre una mesa, otro «mueble» terrestre, había varios «platos» —los llaman así, sí—, que contenían porciones de aspecto orgánico, animal y vegetal. Me hizo gestos de que me llevase aquello a la boca.  Una invitación a comer. Eso funciona igual en todas las especies.

La comida de la Tierra me pareció muy sabrosa. Mucho más que las gelatinas y las cremas que tomamos en Pochol-O. Además, hay que usar los dientes para reducirla a piezas pequeñas que se puedan tragar, Me pareció muy divertido, y comí con muchas ganas. Llevaba muchas horas sin alimentarme. 

 (…)

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¡Chicas que manera de comer! Devoraba. No sé cuántos días haría que no echaba algo al estómago, pero fue visto y no visto, el plato vacío en un santiamén. Mientras que le limpiaba la boca llena de migas, porque ya me estaba dando grima verle cerdear así, me miraba fijamente. De repente articuló algunas palabras: «po-cho, po-cho» y se echó mano al bolsillo, extrayendo un pequeño aparato, tipo móvil, mientras lo señalaba y decía: «chupi, chupi»… Me estaba poniendo de los nervios.

(…)

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La hembra humana me miraba mientras comía, y yo quería aprovechar para establecer comunicación con ella. Quise hablar en su lengua, pero no me salían las palabras. Lo único que podía decirle con seguridad era el nombre de mi planeta, pero no reaccionaba. No debía de conocerlo. 

Pensé que a lo mejor el C.H.U.P.I. tenía alguna función de traductor cósmico. Confieso que no me he leído las instrucciones completas. Lo saqué de un bolsillo, y vi que se alarmaba. Lo mismo pensaba que era un arma. Tenía que hacerle comprender que no quería hacerle daño. Así que le dije el nombre del dispositivo, pensando que todo el mundo sabe qué es un C.H.U.P.I. Pero no pareció hacerle mucha gracia. Me lo quitó de las manos, y lo dejó en un rincón.

 (…)

—¡A ver, moñas, que coño dices! —Ya me estaba calentando—. Tanta ch…  ¡Mira que eres un tipo raro, joder! 

Chicas, de verdad, lo que sigue es un poco fuerte. Pero como sé que os gustan las situaciones bizarras, pues sigo.

—Venga, ¿qué te parece si te das una ducha? No sé por qué has aparecido por aquí y a dónde vas, pero a donde sea, por lo menos limpio.

Me lo llevé otra vez al dormitorio. Tenía que arreglármelas para animarle a que se desvistiera.  Le pedí que se quitara la ropa mientras yo preparaba la bañera de hidromasaje, esa tan guay que instalé hace unos meses y que os dije que sería la bomba, por todas las combinaciones posibles de intensidades de presión y temperaturas.

(…)

✓ Imagen de Pies de hombre desnudo en la foto de cama Fotografía de Stock

En cambio me llevó otra vez a la sala donde estaba la «cama», y me hizo señas para que me quitase la ropa de humano… ¿Sería un ritual local de bienvenida? Obedecí, y me la quité. Mientras me desvestía, la vi  cómo llenaba un recipiente enorme con agua. Me acordé de la clase de sociología terrícola. El baño, esa costumbre que tienen los habitantes de la tierra para quitarse la suciedad de encima con agua, en vez de exfoliarse la piel con piedras como hacemos nosotros. A lo mejor era buena idea probarlo…

 (…)

Cuando volví a la habitación… ¡joder! Y no lo digo por la ausencia de ombligo. Lo que vi era digno de exclamación. ¡Increíble, tías! Y además aun estando en reposo era, bueno, ya sabéis… como a mí me gustan  (y a vosotras, guarras). Jajajaja.

«Carolina, trátame bien o al final te tendré que comer». Esa canción me encanta y se me vino de repente a la cabeza, no sé por qué (ji ji).

—¿A dónde irás tú con eso que tienes? —le pregunté en un tono alto como si fuera sordo o extranjero. Lo mismo era de la estepa rusa, con su aspecto transparente…

(…)

No me dejó pensármelo. Me tomó de la mano, y me ayudó a entrar en el recipiente. Como no tenía mi procesador a mano, no supe cómo se llamaba. Sí que el líquido estaba tibio, y que el cuerpo se sentía bien dentro.

Pero no podía olvidarme de mis obligaciones. Tenía prisa por comunicarme con los míos.

Si no conocía el nombre de mi planeta, quizá sí supiera de la existencia de la base de Marte. Así que probé a decirle que quería ir allí. «A Marte, A Marte». Total, muy lejos de la Tierra no está, seguro que había una manera de que pudiese viajar allí.

 (…)

«A-marte, A-marte. A-marte, A-marte».

¿Qué queréis? ¿Qué creéis que hice, conociéndome como me conocéis, y lo golosa que soy? jajajajaja.

Lo metí en la bañera. El agua estaba deliciosa. Se dejó llevar y se sentó. Aquello con la temperatura tibia estaba todavía más prometedor.  —¿Amarte? ¡A comerte, cabrón, que estás buenísimo! —me dije por lo bajini mientras me ponía de rodillas para dejar que mi mano navegase en el agua, con una tentación irremediable a jugar a buzo explorador…

(…)

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Pero ella me dice palabras que no entiendo, y mete una mano en el agua que va a parar precisamente… ahí. Noto un estremecimiento. Por muy humana que sea, no deja de ser hembra.

Dicen que estar sin ropa con una hembra de la colonia venusina da gustito. A lo mejor con una terrícola también funciona. ¡Ay, si pudiese hablar su idioma con soltura!

Le pediría que se quitase la ropa ella también, y…
¡Anda! ¿Qué hace con la mano? ¡Uy! Pues sí que da gustito, sí
Es una gozada esta costumbre terrestre. El calorcito, el gustito de que te toquen… Se me cierran los ojos… Hummm qué placer…

 (…)

Manipulé el mando para ajustar la temperatura… mmmmm

Lentamente, a fuego lento, tu mirada, como dice Rosanna…

Mi dieta proteica me lo agradecerá. En su jugo. Y me dejé la parte más exquisita para el final… no sin antes jugar con mi lengua un poco. 

Al pobre le hubiese gustado MU-CHO, estoy segura.

Cuando queráis me hacéis una visita. Tengo caldo para varias semanas, recién hecho. Nuestra Nebraska está triste sin vosotras, golfas. A ver si levantan las restricciones y nos podemos ir de caza juntas, como la última vez que fuimos a España.

Guapas, os quiero

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. V

Volvía Esaú del trabajo, todo cansado y sudoroso. Solo quería darse una buena ducha, y sentarse a cenar frente al rollo de pergamino que un esclavo hacía girar lentamente. Enterarse de las noticias, leer alguna historieta que lo ayudase a evadirse, pasar el rato hasta irse al sobre.

Según entraba en el patio de la casa familiar, un jinete a caballo estuvo a punto de arrollarlo. En su espalda, una mochila térmica en forma de cubo.

«¡Carajo con los riders estos! Van a toda pastilla, y sin mirar».
Al entrar en la vivienda, los inconfundibles aromas de la comida india se le colaron por la nariz, haciéndolo salivar.

«¡Jo, qué bien huele! ¡Qué comida tan rica! ¿Para quién será?».

—Hola, Esaú. ¿Qué tal en el curro hoy?

Su hermano Jacob. Sentado a una mesa llena de platillos de aspecto y aroma deliciosos.

Esaú se cogió un globo de los de no te menees. Él estaba a régimen. Esa noche le tocaban judías verdes y filete de perca del Jordán para cenar. Lo mismo que su hermano, vaya. Encima, no le apetecía ni tanto así pelar y cocer las vainas, hacerse la perca a la plancha y tener que fregarlo todo después.

Se quedó de muestra ante su hermano. Jacob se regodeaba probando porciones minúsculas, y emitiendo gruñiditos de satisfacción.

«No me preguntará que si gusto, el capullo éste».

No se le veía intención, no.

La salivación de Esaú ya era como la de un San Bernardo. No pudo más:

—Jacob…

—¿Qué quieres, hermano?

—Tu cena.

—¿Mi cena? Y tú, ¿qué me das a cambio?

—Tú pide.

—¿Lo que quiera?

—Sí, lo que quieras.

—¿Seguro?

—¡Que sí, joder! Lo que quieras.

Una sonrisa pícara se pintó en el rostro de Jacob. «¡Qué contenta se va a poner Miryam cuando le diga que tenemos la casita del Mar Muerto para nosotros solos la primera quincena de agosto! ¡Yupi!»

Ilustración: «Esaú y Jacob. El cambio de la primogenitura». Luca Giordano. c. 1696.

Del cielo a Madrid: las precuelas. 1

No, las cosas no suceden porque sí. Ni los pesonajes de pronto aparecen en una historia como caídos del cielo. Bueno, Pocho-late un poco sí, la verdad…

El caso es que ya habían pasado cosas antes de que Barbara y el extraterrestre se conociesen en la Plaza Mayor de Madrid en vísperas de San Isidro. En algún lugar del centro de Estados Unidos, por ejemplo…

FRENTE AL MAIZAL

Un cincuentón George Martin, conduciendo por el verano polvoriento de Nebraska,  parpadeó varias veces. Un sueño forjado en la calentura de la adolescencia parecía hacerse realidad, de pronto, en las afueras de una pequeña población, a unas dos horas de Lincoln, su destino. Tres jovencitas de aspecto virginal, a cual más bella, prendas escuetas y cargadas con mochilas, se le ponían a tiro mientras hacían autostop a la puerta de un café de carretera.

Verlas y que en su mente empezase a representarse una fantasía sexual de alto voltaje, fue todo uno. Una rubia, una pelirroja, una morena. ¡Toda la gama!

Detuvo el coche a su lado, sin pensárselo dos veces, y, bajando el cristal de la ventanilla del acompañante, les preguntó a dónde iban.

—A Lincoln —le respondió la rubia, rostro angelical y cuerpo voluptuoso enfundado en una camiseta escotada y unos ceñidos pantalones cortos de tela vaquera.

Sus compañeras —los mismos cuerpos bien modelados, la misma incitante escasez de ropa—, asintieron en silencio.

—Yo también. Dejad las mochilas en el maletero, y subid.

—¿Vienes de Wyoming? —preguntó la pelirroja al ver la matrícula del coche—. Mis abuelos eran de Wyoming. Los padres de mi mami. De Cheyenne.

—Yo vengo de Laramie. ¿Conoces Wyoming? —la chica negó con la cabeza—. Bueno, ¿nos ponemos en marcha? —La ansiedad por la inminencia de lo que pudiera pasar se lo comía por los pies.

Las tres se montaron en el coche. La rubia angelical se sentó a su lado. La morena y la pelirroja ocuparon el asiento trasero. La atención de George iba de la carretera a las piernas de la chica rubia. De ahí, a las caras de las pasajeras en el retrovisor interior, y vuelta a empezar. Una y otra vez. Ideas tórridas bullían en su mente.

Durante un tiempo reinó un silencio espeso y recalentado en el interior del auto, hasta que en la emisora de música country sintonizada en la radio, empezó a sonar Tammy Wynette cantando Stand by your man, un clásico. Las tres empezaron a corear:

Stand by your man / Give him two arms to cling to / And somethin’ warm to come to / When nights are cold and lonely

(Quédate con tu hombre / Dale dos brazos a los que aferrarse / Y algo cálido a donde dirigirse / Cuando las noches sean frías y solitarias…)

Mientras cantaban, la mano izquierda de la chica rubia, de pronto posada sobre el  muslo de George, recorría, curiosa, el camino que llevaba a su entrepierna. Por el retrovisor interior veía a las otras dos muchachas cantar enfrentadas, como si compartiesen un micrófono, mientras se acariciaban los pechos mutuamente. Su temperatura corporal no fue lo único que creció de golpe.

Una oportuna señal informaba de la existencia de un motel a una milla de distancia. Su propuesta para hacer una paradita fue recibida por un estallido de risitas cómplices.

George detuvo el auto a la puerta de la recepción, y alquiló una habitación. Discreta, alejada de la carretera… Le dieron una en el extremo de un ala desocupada del edificio, enfrente de un extenso y solitario maizal.

Al apearse, la chica morena se dejó caer sobre su cuerpo, y le plantó un besazo —su lengua buscando la de un George, desmayado en éxtasis—, para pedirle:

—¿Me abres el maletero para coger mi mochila, cielo? Llevo bourbon. Y juguetitos

¡Priva y juguetes sexuales en compañía de tres pibones! Si aquello no era el paraíso…

Nada más cerrarse la puerta de la  habitación tras ellos cuatro, la botella, recién desprecintada, empezó a circular con prodigalidad. Mientras bebían, las chicas se alternaban para besarlo y desvestirlo, y quitarse la ropa ellas mismas, un tórrido estriptís casero, amenizado con los escarceos lésbicos que se prodigaban de dos en dos, mientras la tercera se ocupaba de él. Su corazón amenazaba con saltar fuera de su pecho con cada latido.

—¿Qué echas ahí? —preguntó a la muchacha morena mientras esta volcaba el contenido de un sobrecito en la menguada  botella.

—Unas vitaminas para… —con el mentón señaló su verga erecta, mientras le guiñaba un ojo cómplice.

—¡Vamos, machote! ¿A que te animas con el culito que queda? —le retó zalamera una pelirroja con curvas de vértigo que solo conservaba encima un sucinto sujetador y un tanga.

—¡Venga!

El culito eran casi dos dedos de licor vitaminado. Las chicas empezaron a jalearle según acercaba la botella a los labios:

—¡Bebe, bebe, bebe…!

Rompieron a aplaudir y se echaron encima de él cuando la última gota pasó de la botella a su garganta.

Entre un torbellino de bocas que besar y que lo besaban a él, caricias dadas y recibidas, y últimas prendas arrancadas, George creyó desvanecerse de placer. Se dejó ir, cerrando los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, lo primero que vio fue que en el plafón de tres focos insertado en un ventilador de cuatro aspas de madera colgado del techo faltaba una bombilla. Estaba completamente desnudo,  tumbado boca arriba, brazos y piernas estirados y atados a la cama. Sentía un sabor amargo en la boca. Las tres autoestopistas, igualmente desnudas, lo miraban desde los pies del lecho. Su erección no había remitido ni un milímetro.

—¡Qué tontería! ¿Pues no me he quedado traspuesto?

»¿Ya hemos empezado a jugar?».

—Sí. Puede decirse que sí… —le dijo la chica rubia, mientras se acercaba al cabecero con una tira de tela en la mano. Le gustaban todas, pero esta era su favorita. Tenía debilidad por las rubias.

—Y yo, ¿cómo juego? No puedo moverme.

—Tú déjanos a nosotras, —le murmuró al oído, mientras con la tela improvisaba una mordaza. El balanceo de sus pechos tenía a George hipnotizado.

De su mochila, la morena sacó un estuche, y lo abrió con un «¡tachán!» triunfal. Las hojas de acero de un juego de enormes cuchillos de carnicero relucieron  amenazantes a la luz del mediodía que se colaba desde el maizal.

—Tú déjanos a nosotras, querido, —repitió la rubia en la que George fijaba unos ojos desorbitados por el terror, al ver que cogía un cuchillo, al igual que sus compañeras. Sus ojos azules eran ahora puro hielo—. ¿Qué pasa, que en Wyoming no veis la tele, ni leéis periódicos?

»¿No estáis informados de las terroríficas andanzas  del caníbal de Nebraska? Pues…».

Y dirigiéndose a las otras dos:

—¡Hermanas! El almuerzo está servido…

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. IV

Estaba Eva en el paritorio, pasando las de Caín propiamente dichas con los dolores del parto de su primogénito —aún no había anestesia epidural—, acordándose de la serpiente, la manzana y la madre que las parió.

—Hijita: intenta relajarte un poco, que el crío saldrá más fácilmente—, le decía la comadrona.

—Vamos, Eva. Haz caso a esta señora, que te lo dice por tu bien—, le bisbiseó Adán al oído, mientras le cogía una mano.

—¡Que se relajen tus muertos! ¡No te jode!—. Le clavó las uñas hasta hacerlo sangrar.

»¿Por qué demonios sabe la bruja esta que es un niño, si no me han hecho ni una puñetera ecografía?

 »Y tú. Tú, calzonazos, ¿por qué me dejaste comer de la manzana de las narices? Tenías que haberle pegado un buen mandoble, y quitármela de la mano. Como un hombre hecho y derecho».

—Mujer… Parecía que te hacía tanta ilusión. ¿Cómo negarte nada?

—¡Pichafloja!—. Le clavó aún más las uñas; la sangre le corría a chorros al pobre Adán, que se sentía a punto de desvanecerse.

—Mira, Adán, bonito. Tal y como te veo, mejor que esperes fuera, porque si te pones así por un poco de sangre…—. La comadrona le pasó una gasa para que restañase las heridas de las uñas—. Bueno, Eva. Ahora tú y yo, de mujer a mujer. Que empiece la fiesta.

Según salía de la sala, entre los gritos y juramentos de Eva, Adán se cruzó con el obstetra.

—Tiene carácter la moza, ¿no?

—No crea. Antes del desahucio era bastante tranquila y dulce. Pero le ha cambiado el genio.

—¿Y eso? —El médico señaló la gasa que rezumaba sangre—. ¿Qué te ha pasado?

—Sus uñas… Está muy tensa.

—¡Caray! Mucho debes de quererla para dejar que te haga eso sin dar ni una voz.

—Como si fuese carne de mi carne, doctor.

Ilustración: «Adán y Eva en el Paraíso Terrenal» (Tiziano, c. 1550).

Del cielo a Madrid. Cuatro.

Resumen del capítulo anterior.

Una jornada muy productiva para nuestros personajes. Verbena y siesta —nadie advirtió al bueno de Pocho-late de los riesgos de la limoná—, y tarde de misión cumplida para Barbara, y un recogimiento muy peculiar en un recinto sagrado. 

Mas aún queda San Isidro por delante… ¡Y llegan refuerzos!

—¡Vaya una rubia guapa, y una morena que quita el hipo! Y una panochita que no está nada mal! Pero que nada, nada…

»Venirse conmigo, guapas, que nos lo vamos a pasar chipén de la chachi los cuatro por ahí.

»Y tú, pájaro, vente tú también. Muy arrimao te veo a esta pollita pelirroja ¿Es tu novia?»

Yo estaba perdido con aquel tipo. No entendía nada del español que hablaba. Ni de las palabras que decía, ni de cómo las decía. Mi traductor se volvía loco, en vano. Debía de ser alguna jerga local…

—¿Tu noovia, entonces, perillán? ¡Tú sí que sabes, macho! Esas tetitas, ese culete… ¡De un bocao me la zampaba entera, chaval!

»Pero tú, de cristiano, ni papa, ¿eh? Tú, guiri como estas».

Y se me echaba encima, me daba golpes con el codo en el pecho y se reía en mi cara, atufándome con su aliento a alcohol. No dejaba de hablar de  cosas que yo no…

—Llevo un ciego guapo, ¿sabes coleguita? El Pringui, mi camello, me ha pasado un perico de puta madre esta vez. Colombiana de pura cepa. Poco cortada.

»Y bar que he visto abierto por el camino, parada y fonda. Ballantine’s con Coca Cola p’a mi cuerpo serrano. ¡Joder, si he perdido la cuenta de cuántos llevo! Menos mal que los meo bien».

Y yo, claro, sin enterarme de nada. ¿Qué tendría que ver su madre con una mujer que vende sus favores sexuales por dinero? ¿Y un perico, o sea, un pájaro, con Colombia, que es un país? ¿Y un camello en medio de Madrid? Lo del ciego guapo tampoco me lo explicaba. No identificaba a ningún invidente alrededor.

—Pues mira que me lo hacía con las tres. Sí, señor. Un helado al corte de tres gustos, como cuando era chaval, qué rico. 

»Pero oye, no me lo tomes a mal, ¿eh? Que esto que te digo es de hombre a hombre. Tú tranquilo, que Hilario Sotomayor —o sea, menda— es un caballero. A tu chati, ni tocarla. Ahora, que a las otras dos les tiro los tejos, fijo. ¡Que hoy mojo, chaval! Que voy como una moto». 

Me pegó un manotazo en la espalda que por poco no me tiró al suelo. Llamé a Barbara para pedir ayuda.

Yo estaba tan a gusto con Carrie y Miranda, charlando de nuestras cosas, cuando oí a Pocho decir mi nombre, y de reojo vi que el tipo que estaba hablando con él le sacudía un manotazo en la espalda que lo hacía tambalearse. Salté como un muelle:

—¡Hey, mister! ¡Tú no toca a mi novio!

Me sentí confortado cuando vi a Barbara que se nos echaba encima toda digna y feroz. Y sus amigas con ella. Me recordó imágenes formativas de las conductas defensivas con las que las hembras del planeta Tierra defienden a sus proles.

—¡Haiga paz, prenda, que toíto p´a ti!

«¡Anda, coño! Americanas… ¡De puta madre! A ver si consigo que se les baje el cabreo, que muy encendidas las veo. A ver si con unas copas…»

Easy, ladies, easy! —Mira qué bien va a venirme el inglés que aprendí en Georgetown en mis tiempos de universitario— Que sois lo más bonito de Madrid…

»Me llamo Hilario, Hilario Sotomayor, para serviros».

—¿Jilario?

Jilario o lo que tú quieras, morenaza, ¡Faltaría más!

»¿Y vosotras? What are your names, please?

—Yo soy Carrie. Mi amiga rubia es Miranda. La otra, Barbara, y el chico que está con ella…

—Sí, a ese ya le conozco. Nos hemos hecho amigos antes, ¿a que sí, colegui? Muy ocupado está con su chochete.

»Y ahora que nos conocemos…Want some fun? ¡Venga, sí! Vamos a pasarlo de vicio.

»Y tú tranqui, panochita… Aquí tienes a tu chavalote, entero y verdadero.

»¿Unas cervecitas para regar el patio? ¿Y unos güisquitos para quitarles la inocencia, ya me entendeís?»

¿Regar un patio con cerveza? Estos humanos tienen unas ideas… Bueno, ellos sabrán. Yo aquí, del brazo de Barbara, a donde me digan.

—Es aquí cerca. Un sitio muy chulo. A ver monadas, ¿cómo os llamabais? Tú, rubita, eras Carrie, ¿no? Ah, que no. ¿Miranda, entonces? Pues venga, Carrie y Miranda, enhebrando que es gerundio.

Sí que es bonito el sitio. Una taberna de estilo antiguo con la fachada de madera roja y negra, y azulejos por todas partes. Y es un bar de estilo irlandés. ¡Qué curioso! ¿Te gusta, Pocho-late?. Nada, este está alucinando con los dibujos de los azulejos.

—A ver, ¿qué cerveza queréis? ¿Negra o roja? ¿Roja para todos, entonces? Y los chupitos, ¿no?

»Voy a pedir dos rondas, porque falta poco para la hora de cerrar, y no vamos a quedarnos colgados, ¿verdad?»

Y aquí estamos, bebiendo cerveza y whiskey (una sorpresa; está muy rico) en unas mesas al aire libre a la puerta de la taberna, con unos taburetes altos en los que se sientan Miranda, Carrie y este tipo raro que se nos ha unido. Yo estoy recostado contra la fachada de la taberna, y Barbara recostada sobre mí, cara a cara, sin dejar de besarme y pasarme la lengua por el cuello entre trago y trago de cerveza y chupitos de whiskey. Carrie, Miranda y Jil hablan animadamente. Yo no tomo parte en sus conversaciones. Si no es la lengua de Barbara dentro de mi boca son sus dedos remojados en licor. Así no puedo hablar bien. Ni español, ni inglés. Ni siquiera pocholiano. Las amigas de Barbara sí que están animadas con ese hombre que dice que se llama Hilario. 

—¿Qué es ese sombrero que llevas, Jilario? Deja que me lo pruebe

—Es un sombrero de Don Hilarión, mi tocayo de “La Verbena de la Paloma”. ¿No conocéis esa zarzuela, monerías? Muy típica de Madrid. Hay unas coplas que se sabe todo el mundo: “Una morena y una rubia…” ¡Mira! Como vosotras.

»Y el gorro… he pasado al lado de un puesto, y tenían sombreros como estos y parpusas, las gorras como la que lleva el chavalote que va con vosotras. Me he comprado un sombrero porque me ha parecido más original. ¡Aquí todo el mudo va con la misma gorrita!

»¡Oye, qué bien te sienta, con ese pelazo moreno! Así de lado, con picardía. Y ese ojito que me guiñas… ¡Que me pierdo, Carrie, que me conozco y me pierdo!

—Hombre guapo y elegante. Me gusta estar pegada a ti. Así.

«¡Joder! La tía se me refriega como una gata en celo. ¡Está que arde! Un par de copas más, y a saco.

—Carrie, no lo sobes tanto, que acabamos de conocerlo, tía

—Es que me gusta, Miranda… Mira, mira qué mentón tiene… mmmm.

—Eso es porque no te has fijado en lo que hay por aquí…

«¡Jo con la rubia! ¡Qué escote, madre mía! Me ha plantado las tetas bajo las mismas narices! ¡Y vaya par!

»¿Qué hace con la priva?»

—Este whiskey está realmente rico. ¿Quieres probar, Jil? toma, toma… De un trago… ¡Buen chico!

«¡Que no puedo tragarlo, leche!»

—¡Uy! Se te sale de la boquita. Menos mal que estoy aquí para que no se desperdicie.

«Está de la olla la rubia. Menudos lametones me pega. Un poquito más, Miranda querida, que si me tocas los labios con tu lengua, yo…»Y ahora, la tal Carrie que se pone a tocarme por todo el cuerpo… ¡Chicas, por favor!»

—¡Miranda, Miranda, mira qué pectorales!.. Dinos Jil, ¿qué te gustaría que hiciéramos esta noche?  A mi amiga y a mí nos encanta jugar, y no nos importa nada compartir juguetes… Es más, gozamos mucho.

«Aquí hay material suficiente para dos chicas. Esas tetillas, con esos pezoncitos ricos. ¡Mira! Les gusta que los pellizquen. Prueba, Miranda.

—¡Hummm! Estas muy rico, tio, muy bueno … ¿Sabes que pensar en tenerte tumbado y jugar contigo me pone mojadita. Si no fuese por los vaqueros ajustados te lo enseñaba… Esos muslazos macizos, todo ese músculo. Me empapo, Jil, me empapo.

—Barbara cariño, no sé qué vais a hacer vosotros, pero a Carrie y a mi este tipo nos está poniendo muy malitas… ya sabes. 

«¡Malitas! ¡Qué jeta tienen estas amigas mías! Míralas, ahí tan pegadas al tal Jil que parece que no dejan pasar el aire. Y sin dejar de sobarlo y meterle mano.

«Bueno, yo porque tengo a Pocho, que si no, a saber.

«¡Anda, la hos…! Tímidas, lo que se dice tímidas, no son. ¡Joder con las prójimas! 

»Hilario, tú esta noche, doble de pastillita azul. Si hay que morir, se muere. Pero con las botas puestas. ¡Al lío!»

—Chicas, ejem… Yo… Si queréis… —«¡deja de sudar, hombre!»— Bu, bueno, que podemos seguirla en mi casa. Tengo una casa grande en un sitio muy tranquilo. En la Moraleja, en las afueras. Para nosotros solos.

Con piscina climatizada, por si os apetece bañaros , y una bodega con más de mil botellas de vino… Tengo el coche aparcado aquí cerca. ¿Os animáis?

—¡Ay, sí, por favor! Cuídanos, Jil, que nos estamos poniendo muy malitas…¡Fíjate qué caliente me he puesto de repente. Con la mano, así por debajo de la camiseta… ¿A que se me nota un montón?

—¡Grave, muy grave! Al coche ahora mismo, y cagando leches para casa. ¿Vosotros, tortolitos?

—Eso. ¿Vosotros?

—¿Nosotros? Nosotros nada, Miranda. Pocho y yo nos vamos al hotel. Mañana el vuelo sale muy temprano y hacer la maleta me llevará un rato.

—Bye, entonces, Barbie.

—Bye, Carrie. A ver, paso un momento al servicio y nos marchamos. ¿Pocho-late me acompañas? Se me va un poco la cabeza ya…

—Barbara, ¿por qué se frotaban Carrie y Miranda la tripa? ¿Les duele el estómago?

—Ya te explicaré. ¡Venga, mueve el culo, que no tenemos todos el día!

Barbara me lleva de la mano al aseo de señoras. Las chicas de la Tierra usan colonia, pero sus baños huelen igual de mal que los de los machos. También están sucios. Igual.

Mi humana me conduce hacia dos puertas que hay al fondo: dos reservados con inodoro. Escoge una, y nos metemos dentro. Me lanza contra una pared. No deja de besarme mientras se desabrocha la blusa. ¿Sexo otra vez? ¡Qué bien!

—¡Muérdeme, Pocho, que estás de dulce! Vamos, cómeme la boca…

Yo, que ya le voy cogiendo el gusto a esto, le como la boca, la oreja, el cuello y los hombros, mientras le acaricio el cuerpo con las manos. Sobre todo, los pechos. ¡Mira que me gusta tocarlos!

—¡Muérdeme! ¡Vamos, muérdeme! Que esta noche…

De pronto se me vienen a la cabeza las palabras que nombran las partes que me gustan de un cuerpo femenino, y me entran unas ganas tremendas de empezar a recitarlas y morder las de Barbara allí mismo. Pero entran otras dos chicas en la cabina de al lado. Se las oye hablar a la vez que un chorro de orina borbotea sobre el agua del inodoro:

—¡No se lo están pasando bien, ni nada, aquí al lado!

—¡Ya te digo, colega! ¡Dale lo suyo, chaval!

Yo no entiendo muy bien qué dicen, pero a Barbara parece darle un poco de vergüenza, y se separa un poco de mí. Me pone un dedo sobre los labios, y empieza a abrocharse la blusa. Me dice en voz baja:

—Después, en el hotel, sigues…

—¿En el hotel? En el hotel te voy a morder lo que tú quieras. ¡Te voy a comer enterita, chavala!

En la cabina de al lado se oyeron aplausos, risas y gritos de «¡Bravo, machote!»

En esto de los vuelos oceánicos, no hay nada mejor que alcanzar la velocidad de crucero y dejarse ir durante varias horas mientras la aeronave te conduce de vuelta a tu origen. Hay una relajación profunda, un cierre de capítulo, un deseo de reencontrarse con los olores y colores de tu tierra, de tu gente, de tu casa.

Miro al asiento contiguo. Mi compañero, con antifaz, duerme descuidadamente. Piernas entreabiertas, relajadas, que le dan un aire de  indefensión casi infantil. Respiración profunda y laxitud en todo sus músculos, boca entreabierta… La noche fue corta. Tengo cuerpo de desierto infinito y no paro de pedir agua al auxiliar de vuelo. Mi cabeza no quiere pensar. Repaso visualmente a mi acompañante. Su antebrazo reposa y ocupa todo el reposabrazos. Dibujo un corazón con mi índice entre su vello y pienso que los pocholitas merecen una oportunidad. Esta vez sí. Comerme a su primo estuvo bien, pero a Pocho-Late prefiero conservarlo cerca de mí, dentro de mí, quién sabe por cuánto tiempo… Mis amigas lo entenderán.

Mis amigas… SMS de Carrie. «Jil tiene unos vinos estupendos para acompañar carnes. Nos quedamos con él hasta la cena… por lo menos».

Bueno, quizá no lo entiendan. Es igual. Ya lo pensaré mañana, como dijo Scarlett O´hara.

FIN

Carmen Villarejo y Miguel Gómez. Junio de 2021.

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. III

Sacrificio de Isaac. Caravaggio 1603

—¡Simeón, no puedes hacerme esto!

—Lo siento Abraham, pero ayer vendí el último. Si hubieses reservado…

—¡Y yo de qué iba a saber que el Señor se me aparecería en sueños esta noche, y me pediría que le ofreciese un sacrificio?

—Ya. Pues, solo puedo ofrecerte tórtolas, o conejos. Un novillo, si puedes esperar a mañana.

—¿Pero ni un cordero? ¿No queda ni uno?

—¡Qué quieres! Se ha acabado la temporada, y ya no hay nada que hacer. Cuando se descubra y colonice Nueva Zelanda, las cosas serán de otra manera. Pero, a día de hoy, es lo que hay.

—Pues me haces polvo, chico. Porque yo, en general, me llevo bien con Yahvé. Pero no sé cómo se pondrá cuando le diga que no hay cordero que sacrificarle.

—Sí, puede ser complicado. Tiene un genio muy vivo.

—Ahí, ahí. ¿Y qué otra cosa podría sacrificar en su honor que sea pura e inocente, y un poco presentable? Oye, que las tórtolas y los conejos pueden estar bien. Pero tengo que tener un detalle con él. No todos los días te hacen padre a los cien años.

—No, visto así, claro. No puede ser una ofrenda de chicha y nabo. Oye, ¿y tu hijo Isaac? ¿Qué puede haber más inocente y puro que él, que es un chiquillo? 

—¡Coño! Tienes razón, Simeón. Una vez desollado un cordero, ¿qué queda? Carne. Pues carne le daremos. ¡Isaac, Isaac! Ven para acá, hijo.

—Dime, padre.

—¿Tienes algo que hacer esta tarde?

—Pues no.

—Muy bien. Coge un haz de leña, que nos vamos de excursión, tú y yo. Lo vamos a pasar pirata.

Ilustración: «El sacrificio de Isaac» (Caravaggio, 1598).

Del cielo a Madrid. Tres.

Resumen del Capítulo Dos.

Tras compartir cervezas, tapas y chocolate con churros / porras, dos extraños, que ya no los son tanto, han compartido una cabina de ducha y una nochecita animada en un hotel del centro de Madrid. Era la víspera de San Isidro.

Hoy es el día del Santo, y la acción continúa.

Con una taza de café contemplaba a Pocho-late y su ávida forma de comer durante nuestro desayuno. La noche había sido intensa.  Mi cara lo delataba todo. Sonrisa y brillo en los ojos, luz en mi piel. Sí, un buen intercambio se nota. Se nota. Mi compañero de juegos era la criatura más inocente y desconcertante que había conocido hasta ahora. Sus ojos claros, casi transparentes, me miraban sin expresión, a pesar de todo lo que había ocurrido la jornada anterior.

Hoy, segunda jornada en Madrid, con una agenda algo saturada de tareas. Antes del disfrute verbenero  debíamos pasar por una tienda para comprar el typical spanish dressing code para la ocasión:  una gorra, una camisa blanca con nombre raro, un chaleco con nombre de arcángel y una flor roja, con pétalos de bordes dentados y desbaratá -todavía sigo buscando en Google qué significa-  todo esto, para ir a la verbena… Para mi compré una especie de pañuelo gigante con flecos, para echarse sobre los hombros —que decían que era… ¡de China!—, y otro más pequeño para la cabeza, y dos flores blancas, en mi caso, por ser soltera. Menos mal que esta mañana llevaba un shopping bag amplio para la ocasión. 

Ataviados al uso, llegamos a un recinto en medio de la nada, como tantos de Omaha, con múltiples pabellones y espacios abiertos. En una zona estaban las atracciones en la otra, puestos de comida que generaban un aroma mezclado a frito, cocido, dulce, salado… a pesar de nuestro desayuno todavía teníamos espacio para experimentar. En el primero de ellos tomamos algo que servían en vasos de plástico que ya no eran de un solo uso, conteniendo un líquido amarillo dulce que los lugareños llamaban ‘limonada», riquísima por cierto. Pocho no se contentó con una única ronda y se tomó varios. Su sonrisa cada vez era más amplia y me era más fácil llevarle de un puesto a otro probando las distintas delicatesen que me encantaron: gallinejas, entresijos, oreja, embutido de sangre, mmmm. Tengo que buscar la receta, es delicioso. Y de postre unos Donuts pero de difícil ingesta, nada tiernos, que llamaban tontas y listas. Busqué en el diccionario pero tonto… tonto es el que hace tonterías, como decía la madre de Forrest, y no algo comestible. No entiendo nada, mi español es como de otra galaxia. Mi profesor me dijo que podría defenderme in situ pero a estas alturas empezaba a dudarlo.

Pocho tropezó varias veces, y se enganchaba a mí con ganas. El calor ya se hacía evidente y en el taxi de vuelta al hotel tuve que sujetar a mi compañero de aventuras varias veces porque se desplomaba sobre mi regazo a cada curva.

Ya en la 869, desnudos en nuestra King size, contemplé a mi particular David, que casi se salía de la cama, con su longitud apolínea y marmórea. Estaba caliente y mareado, pero aún comestible. Me pegue a su cuerpo buscando algo más de diversión. Parecía que no todo estaba dormido, pero tras algún intento oí unos ronquidos siderales que me hicieron desistir de mi intención. Me fui dejando llevar por el silencio y Morfeo fue mi dueño, durante al menos dos horas, de siesta. En mi pueblo se llama nap, y es un sueñecito rápido en cualquier sitio. Pero aquí… ¡se meten en la cama!

—-ΟΟΟΟΟΟ—-

Despertamos al atardecer. Miré el reloj y apremié a Pocho para que se vistiera y saliéramos a toda prisa antes de que cerraran la iglesia. Comenzaba la misión que tenía encomendada.  Nos dirigimos a la calle Toledo, a una iglesia donde según mi abuela, estaba la prueba de que mi familia tenía una larga historia en el arte que nos hacía especiales y diferentes.

Atravesando el frontispicio de una iglesia muy vieja, no como las de mi pueblo que parecen mobil homes,  el olor a cera y la oscuridad húmeda nos caló hasta los huesos. Pocho-late temblaba un poco, nunca antes había estado en un templo a juzgar por su gesto de asombro y descubrimiento.

En el fondo, rodeado de velas, un sepulcro cubierto por una urna de cristal y un cadáver seco, una momia, al que le faltaba uno de los  dedos de un pie ¡Exacto,  ahí estaba! Según me dijo mi abuela, se lo arrancó de un mordisco un ancestro. Una mujer de mi familia, que servía de personal assistant de una reina, Isabel, me dijo. La tradición había quebrado nuestra reputación atentando contra un santo de la fe católica.  Pero esto iba a solucionarse. 

En mi bolso llevaba, en una caja minúscula de joyería, una réplica en 3D de tejido conjuntivo del dedo perdido, que añadido de forma hábil al muñón, haría que pareciera que nunca hubiera ocurrido tal acto brutal de antropofagia o ira incontrolada. Pedí a mi acompañante que me ayudara con la urna y en una rápida maniobra, el dedo perdido había regresado a su lugar de origen. Me sentí tan satisfecha con la reparación que quise celebrarlo. Algo en mí me arrastraba a otro tipo de instintos que florecían con la atmósfera claustrofóbica del templo. Y allí, a oscuras, en ese silencio, se me hizo la boca agua. No pude evitarlo. Chocolate con churros… mmm

Tomé de la mano a mi criatura y lo llevé hasta una especie de cabina de madera oscura, con ventana de celosía y cortinilla púrpura. Con un gesto de mi índice en la boca le pedí silencio y con esa misma mano, mientras con la izquierda le asía de la cintura, me deslicé hasta la línea divisoria entre la cinturilla del pantalón y su vientre, mullido y caliente, palpitante: a dos centímetros de la gloria,  a veinte milímetros de mi,  Pocho hecho una flor caliente y acerada.  Le vi cerrar los ojos mientras yo descendía y de rodillas,  desabrochaba la cremallera de su pantalón. De nuevo ¡chist! Y allí estaba… Ante mis ojos y mi boca, ofreciéndose, su miembro aupado hasta el cielo, delicioso, y… despacio primero, mmmm, como un helado de Pocho-late, entre algodón de saliva, lasciva y glotona… me lo comí. Pocho apartó los mechones rojos de mi cabello enredado en el juego amoroso, con urgencia para contemplar mejor la escena. «Este espécimen no tiene fin» me dije, porque después de este asalto aún seguía de la misma guisa, retador. 

Le indique que se sentará en el abatible de la cabina —confesionario se llama, creo—, y, despojándome de los vaqueros, me quite las braguitas y le acaricie el rostro con ellas mientras le montaba como en los rodeos de mi pueblo, a pelo, con fuerza en el primer embiste, profundo, para cabalgarle hasta casi romper el arco de mi espalda en el afán de aprisionar más su verga con mi hueso púbico y así hacer gemir de nuevo a este ser maravilloso. Desabroché mi blusa y liberé mis pechos del sujetador dejándolos sobre el mismo.  Saltaban a ritmo y él los atrapó para succionarlos juntos, con fruición.  No pude más. Pocho late me tapó la boca para poner silenciador a mi garganta que emitía unos gemidos de fiera herida de muerte. Le empapé las piernas con mis fluidos, y me rompí en un estallido negro y brillante en el silencio del templo. 

Ya no quedaba tiempo para más. Mensaje de mis amigas;

  • Waiting 4u outside San Miguel’s market. 

¡Vamos, ricura, empieza la fiesta! Recompuse a mi Pocho en su indumentaria y salimos en busca de mis amigas. Era una cita muy esperada, tras el largo tiempo de aislamiento debido a la pandemia. 

Carmen Villarejo y Miguel Gómez. Junio 2021.

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO. II

Había sido una de esas noches de pasión que hacen estremecer el cosmos con los suspiros y los gritos de los amantes. Por un elemental sentido del pudor, los centinelas ante el pabellón del general, se alejaron unos pasos de sus puestos. Aunque fuese un incumplimiento de sus órdenes, les pareció de mayor gravedad la violación de la intimidad de su caudillo si permanecían en los lugares asignados.

La claridad del amanecer empezaba a filtrarse en el interior de la estancia, despertando a la muchacha de cabellos de azabache. Recordó el deber que la había traído hasta aquí, y se dispuso a cumplir con él, pero el corpachón del hombre a su lado la tenía constreñida a un rincón del lecho. Por mucho que se retorciese o intentase empujar a su amante, éste disfrutaba de un sueño profundo, y se mostraba insensible e inamovible. Tendría que recurrir a sus encantos para conseguir que se moviese.

Lo cubrió de besos, le mordisqueó el lóbulo de una oreja, sus manos se movieron ágiles bajo las sábanas, y el durmiente empezó a reaccionar, y seguirla en su juego de seducción. Por fin, ella pudo zafarse de su rincón de la cama, y sentarse a horcajadas sobre él. Este
abrazó el esbelto talle, y recorrió la blanca espalda con tacto delicado.

—¡Eres maravillosa, Judith! Por ti, cualquier hombre perdería la cabeza.

—¡Ay, Holofernes, qué cosas me dices. Me vas a sacar los colores—, le respondió mientras que con disimulo y la mano derecha sujetaba con firmeza la empuñadura de la afilada espada del invencible general asirio.

(Ilustración: Judith decapitando a Holofernes. Artemissia Gentileschi. c 1613)

Del cielo a Madrid. Dos.

Resumen del capítulo Uno.

Anochecer de la víspera de San Isidro, Madrid. Una pareja de forasteros se encuentra en la Plaza Mayor. Cada uno con una misión que cumplir. Cerveza y bocadillo de calamares,  chocolate con churros en San Ginés. Él se echa su taza por encima; ella le compra una camiseta en una tienda de souvenirs para que se cambie. Cuando se quita la sucia, hace un descubrimiento turbador: el fulano no tiene ombligo…

Hasta aquí puedo leer, amigos. Si queréis saber más, bienvenidos al capítulo DOS. (Por Carmen Villarejo y Miguel Gómez).

 Caminamos entre la muchedumbre enmascarada, a contracorriente, de la mano. Recepción, «869» —repaso mentalmente—, ascensor…

—Oh, my! Look at you!

Los focos LED del ascensor revelan que no es la bizarra camiseta de mi partner lo único manchado de chocolate. Vaqueros y zapatillas están moteados de marrón. Y por su pelo, tras las orejas, más restos a medio solidificar.

Ya en la puerta de la habitación, deslizo la tarjeta en su ranura, y con un clic, se abre. Entramos.

Le pido que me dé la ropa sucia para poder limpiarla en el lavabo mientras él se ducha para quitarse la suciedad de encima.

—¿Du-cha?

Abro la puerta del baño y señalo la cabina de ducha, repitiendo mi oferta. 

—Ducha. Shower, you know?

No parece entender nada, pobre.

—Fuera esa ropa, anda, y lávate. ¿Agua, jabón?

Lo de quitarse la ropa es lo único que el tipo parece entender de lo que le digo. Todas las prendas, menos una especie de taparrabos, han caído al suelo.

Recojo pantalones y calzado, y los limpio al chorro del grifo, mientras sin remedio, no puedo evitar una mirada apreciativa a este macho, de la especie de la que demonios se trate. 

—¡Ducha, vamos!

Finalmente accede a mi petición, para mi regocijo. Si el trasero me parece digno de admiración, la vista de su falo, envuelto en un suspensorio, despierta mi más lasciva curiosidad, y en consecuencia, le pido que se lo quite todo y… «Jesuschrist!» Ante mis ojos un torpedo de diez o doce pulgadas de largo, y un grosor en proporción. 

Me digo que si necesita ayuda para ducharse, yo estoy encantada de colaborar.

Con rapidez me desprendo de las botas y de los jeans y procedo a desabrochar los botones de la blusa, uno a uno, con parsimonia, mientras noto que una sonrisa se dibuja en mi cara, mitad dulce, mitad golosa, viendo tan magnífico ejemplar. Es divertido ver la expresión que pone Pocho-late, los ojos como platos y pinta de que le cuesta tragar saliva, a medida que voy quitándome la ropa. A ese chico le falta un hervor, si lo sabré yo…

—Espero que te guste lo que ves… —le digo con picardía mientras me quito el sujetador y el tanga de encaje, las dos últimas prendas que me quedan encima

¿Qué si me gusta? ¡Pues claro! Terrícola no soy, pero tonto, tampoco. Las hembras de Pochol-O no tienen esas curvas, esos relieves. Ni ese triángulo de pelo cortito entre las piernas. ¡Qué curioso! Es del mismo color que el de la cabeza.

¡Qué diferente resulta el cuerpo de una mujer humana visto así, con los propios ojos! No tiene nada que ver con las imágenes que nos enseñaban en la formación de anatomía comparada interespecies. Además, puedo comprobar qué tacto tienen sus partes. A ver de cuántos nombres me acuerdo…

Labios… Los toco con mis dedos. Son carnosos y suaves.

Cuello… ¡qué fino! ¡Anda! Barbara se estremece cuando le paso la palma de la mano por encima.

¡Fíjate los pechos! Cómo bailan según Barbara se mueve, qué gracia… y qué gusto da sentirlos en las manos. Casi parece que flotan…

Y seguiría tocando, porque todo me parece muy llamativo, y me da mucho gusto hacerlo. Esa piel que tiene una textura cálida y un poco rugosa, no como las proyecciones de clase, que todo parecía liso como una hoja de papel. Pero Barbara se ríe, y tira de mí hacia la ducha, que es una cabina similar a mi transustanciador. Más ancha, porque cabemos los dos. Bien pegados, el uno al otro. Eso me permite, gracias a mi olfato, muy bien entrenado, darme cuenta de que, además de a una fragancia parecida a un bosque caducifolio al amanecer, con gotas de rocío y rosa silvestre —rosa canina—, el cuerpo de la humana huele a… No sé, es un aroma nuevo. Diré que es olor a mujer hasta que encuentre un registro más preciso.

Una vez dentro de la cabina, la humana mueve una palanca en la pared, y, desde lo alto, empiezan a caernos encima hilillos de agua templada. Es como la «lluvia» en la naturaleza, solo que esta parece que puede manejarse como se desee, y hacer que caiga más o menos cantidad, según se maneja la palanca.

—A ver, jaboncito para este niño…

¿Jabón? Sé qué es, pero nunca lo he usado. ¡A ver si va a dañarme la piel…!

Pues no, no la daña en absoluto. Al contrario, a medida que Barbara lo extiende por mi cuerpo, formando una espuma blanca, siento un gran bienestar. Un calorcillo tan agradable que…

Al contemplar el efecto del agua en Pocho, casi no puedo creer lo que está sucediendo. Aquello supera mis cálculos con creces, y a pesar de no tener ombligo, casi llega hasta esa altura en estos momentos.

Como me parece divertido, yo también aprieto el botón del depósito del líquido verde de la pared, cojo un poco en la mano, y empiezo a extenderlo sobre el cuerpo de Bárbara. Es un gustazo sentir sus formas redondeadas, que ahora se notan deslizantes por efecto de la espuma viscosa.  

»Marcar el contorno de sus músculos, la sensación esférica de sus senos —sorprendentemente placentero frotar sus pezones y ver cómo estos responden al tacto, endureciéndose—, recorrer su vientre y aventurarme por la cavidad húmeda y cálida que se abre bajo el triángulo de vello. De ese lugar solo conocía un nombre, tan aséptico como cualquier otro: vulva. Sin embargo, algo importante debe de cocerse en su interior, visto cómo reacciona Barbara a mis caricias en esa hoquedad».

«Un poco torpe y desmañado, pero voluntarioso… y eficaz». Me digo a mi misma mientras lo recorro con mis manos y lo guío hacia las zonas que para mí tienen más interés en momentos como este. A cada minuto lo noto más confiado, sin perder el entusiasmo del neófito. Y, cuando ha llegado ahí… he podido abrirme mentalmente al universo… A todo el jodido universo. ¡Dios mío, qué maravilla!

«Control clínico de emergencia. Situación de estrés físico. Pulso acelerado. Se sugieren ejercicios respiratorios según adiestramiento para mantener la respiración en parámetros tolerables. Presión sanguínea…»

¿Qué va a decirme el monitor médico implantado en una axila que no sepa? ¿Que mi sangre corre a lo loco camino de …?

¿Cómo se llamará esto que tengo entre las piernas en alguna lengua humana? Preguntaré a Barbara.

—¿Y a quién le importa el maldito nombre, ahora?

Cierro el grifo de la ducha, y arrastro a Pocho hacia el dormitorio. Sin miramientos. Con un tirón, arrojo colchas y sábana al suelo, y con una disimulada zancadilla dejo caer a mi presa sobre el colchón, conmigo encima.

—Ha llegado el momento de la verdad, marcianito… 

«Dos horitas bien aprovechadas con este chavalote, sí señor.

»Míralo, que majo. Qué plácido duerme el angelito. En eso, no se diferencia mucho de otros tíos. Termina el tema, y a sobar. Claro que con este no se puede hablar de mucho, no nos entendemos. Tampoco con los que tienen ombligo, es cierto.

»Se ha portado el muchacho. ¡Qué máquina! ¡Vaya macho!  Vamos, para que yo misma le dijera que se tomase un descansito después de tres ochomiles en un cuarto de hora…

»Es curioso, creo que no he notado su semen ni lo he paladeado… Me ha recordado a aquella vez que hace años en Nebraska me crucé con otro sin ombliguito. Tan rico y tierno como él y qué mal fin le di… pobrecillo. A lo mejor se conocían, y todo. ¡Qué cosas! 

»En fin, Pocho, descansa, que mañana también nos espera un día animado». 

Carmen Villarejo y Miguel Gómez. Junio de 2021.

HISTORIA SAGRADA CHUSCA SIN ORDEN NI CONCIERTO I.

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—Me transformas el agua en sangre. Me llenas el reino de ranas y bichos, y me matas el ganado. ¿Qué diablos quieres ahora?

—Que dejes a mi pueblo marchar. ¡Ah! Y un todoterreno, y pasta para gasofa, que ya estoy mayor para andar haciendo el cabra por el Sinaí.

—¿Y dejas de joderme con las plagas?

—Palabrita del niño Jesús, aunque aún falte un cacho para que nazca.

—Venga, va. ¡Tyaty! Dale a Moisés el Toyota negro, y una visa para gasolina —se vuelve a Moisés—. Y tú, piérdete con tu pueblo por el desierto, o haced lo que os plazca, pero ¡aire! Deja ya de dar la murga.

El faraón emérito dirigió una mirada reprobatoria al faraón en ejercicio. «Le faltan bemoles a este hijo mío para llevar los asuntos del Estado. Cualquier día nos invaden los asirios, los hititas o cualquier otro guiri, y ya verás tú qué divertido. A la que pueda, me abro para el reino de Saba».

Tyaty: cargo equivalente a un prime ministro en el Egipto faraónico.