Durante todo el vuelo fui conversando con un tipo muy abierto y locuaz, compañero de asiento. Su inglés no era muy fluido y mi español me permitía entender lo básico y nada más, aún así, no callamos en todo el trayecto. Me contó que volvía a su casa, a Madrid, tras una estancia de varios meses en el extranjero, por motivos laborales. Yo le confesé que la razón de mi viaje era restaurar la reputación familiar. Mis antepasados, españoles por parte materna, tenían una extraña historia a sus espaldas y una deuda que saldar para salvaguardar el honor de la familia. Y esa era mi misión, además de divertirme por unos días aprovechando las fiestas locales del 15 de mayo.
Ya en la terminal, el muchacho se despidió con un «bueno que te vaya bien, voy para mi keli que tengo mazo de cosas que hacer. Pásalo bien y que encuentres al fiambre. ¡Ah, no te olvides la chupa! que en Madrid hace biruji por las noches, y ten cuidado que en estos días de verbena todo el mundo va cocido».
Sinceramente no entendí nada. Busqué en mi smartphone y “mazo” era algo así como un martillo… y tanta mención gastronómica tampoco me pareció muy normal. Lo olvidé mientras esperaba en la larga fila para coger un taxi que me llevara al centro de la ciudad. Tenía reservada una habitación en un hotel con buenos comentarios en TripAdvisor.
Tras el checking en la recepción del hotel subí hasta la octava planta y llegué a la 869: tarjeta, testigo verde y adentro. Deshice el equipaje y me dejé caer en la cama King size; estaba cansada. Miré el WhatsApp por si mis amigas, de tour por Europa, habían dejado algún mensaje; nos encontraríamos aquí.
Estaba anocheciendo, decidí salir a tomar algo. Camisa de raso roja abotonada y con amplio escote que marcaba mi busto, jeans desgastados y botas. Unas gotas de perfume, mascarilla, bolso en bandolera y el receptor que un querido amigo, tristemente desaparecido, me había legado. Siempre lo llevaba a mano desde que descubrí que podía escuchar mis playlists de Spotify sin conexión a red, todo un lujo.
Siguiendo el Maps llegue hasta una plaza cuadrangular y porticada, ‘Plaza Mayor», y me senté en una mesa de uno de los muchos restaurantes que rodeaban la plaza:
—¿Qué vas a tomar, prenda? ¿Una caña? ¿Bocata calamares? 一Sin entender, asentí—. «¡Vaya gachís nos visitan, que no?» 一gritó al aire según volvía al local para ordenar la comanda, mientras guiñaba el ojo a un colega que recogía las mesas que se iban desocupando.
Desprendí la mascarilla de una oreja y vi frente a mí un emparedado crujiente de forma alargada con unos aros rebozados como de cebolla, grasientos, y un vaso empañado por el frío, con cerveza helada, coronado de espuma que rápidamente dibujó un mostacho blanco sobre mi labio superior. Mientras que con la punta de la lengua intentaba eliminar el bigotillo vi que alguien se apresuraba hacia mi mesa mirándome al escote.
Y yo con la lengua en plena exhibición…
—-ΟΟΟΟΟΟ—-
Lo que había venido a buscar estaba ahí, sobre la mesa. El mismísimo aparato, conectado a los oídos de una hembra humana por unos auriculares de cable ¡Qué cosa tan arcaica!
Tendría que haber puesto toda mi atención en el dispositivo, pero no pude resistir la llamada de la curiosidad hacia unas formas carnosas curvas que se asomaban por el escote en v de su camisa, desabrochada con displicencia.
El transustanciador me había dejado en un cercado habitado por animales. No eran fauna local, según el procesador de datos implantado en mi cuero cabelludo. Los clasificó como especies del continente africano. Mamíferos llamados «cebras» y «jirafas». Y unas aves enormes, oscuras, —«avestruces»—, irritables y muy agresivas. Me obligaron a huir a la carrera, y trepar por la cerca como pude. Por fortuna, en ese momento del día ya no había humanos por los alrededores —al parecer, era un lugar al que niños y mayores acudían por motivos de ocio—, y toda la escena había pasado desapercibida.
Desde allí tuve que andar durante algo más de una hora, en unidades de tiempo terrestres, hasta esta «Plaza Mayor de Madrid». Me ha guiado el pitido de un buscador que me implantaron en el oído antes de salir para mi misión.
Me crucé con muchos humanos y vehículos de varios tipos en mi camino. Todo me llamaba la atención, me parecía curioso, pero no dejé que me distrajera nada que pudiera comprometer el éxito de la tarea que tenía encomendada.
Y ahora, por fin, había alcanzado mi objetivo. Solo tenía que extender el brazo, recuperar el aparato que había sobre la mesa para descargar los informes que contuviera, y volver por donde había venido. Sin más pérdida de tiempo. Parecía sencillo de hacer, ¿no?
Pues no.
Me había quedado paralizado, y no podía quitar la vista de esos volúmenes redondeados de la humana. Eran tan…
—-ΟΟΟΟΟΟ—-
Ahí estaba: un individuo espingardo, rubio panocha, de ojos muy claros, que me miraba fijamente. Llevaba una camiseta blanca con una naranja y un balón, y la leyenda ESPAÑA 82 me pareció una prenda vintage que completaba una sobrecamisa Levis algo pasada y unos vaqueros pesqueros con vuelta bastante trasnochados. El me miraba y yo miraba las posibilidades de un zumo recién exprimido…
一Is everything fine, amigou?
Sin respuesta y sin pestañear seguía de pie frente a mi mesa. Con un gesto le invité a la silla libre frente a mí y él sin mediar palabra obedeció. Fue inútil. Con el smartphone de traductor improvisado le pregunté de dónde era, si era español o no, si me entendía en inglés o … Solo pude escuchar algo así como «Udos» .
ーEstá bien, Udos, ¿tienes hambre? Te invito. ¿Sandwich o lo que sea esto? ¿Cerveza? ¡Camarero, otra servesa plis!. Y bien, ¿qué miras?
Eso… Lo mismo de antes.
Antes de que el camarero llegase con la bebida, el tipo alargó la mano y cogió mi vaso, acercándolo a su boca. En principio con gesto torcido de desagrado pero el siguiente sorbo pareció agradarle y lo engulló de golpe, hasta dejarlo vacío. «En tiempos de virus, y sin mascarilla…»
Tras un buen rato intentando entenderme con el tipo, decidí pedir la cuenta: «yo no sé tú, pero yo me voy a tomar una copa o lo que sea, por ahí. Si te vienes…»
Salimos de la plaza atravesando uno de los arcos y, deambulando de acá para allá, llegamos a un angosto callejón en recodo donde había un bar abarrotado de turistas y lugareños: Chocolatería San Ginés, Año 1894. «En Madrid parece que todos son santos»
一¿Entramos? ーle dije a Udosー. Dócil como corderito me siguió. «Chocoleit, ¿te gusta? —No respondía—. «Cho-co-la-te, que si te gusta…»
一Po-cho… Po-cho… late.
一Ahhh ok, jajaja, ¡Vamos Pocho-late! Sentémonos en una mesa y pidamos un par de tazas.
一»De-ta-zas» —repitió—.
«La bofetada que se va a llevar este a poco que se pase, va a ser monumental, como la plaza de bulls, que vi en un flyer del hotel».
Se quedó mirando a la taza humeante. Observó como yo la asía e intentó hacer lo mismo pero al posar la taza en sus labios su nariz llegó antes que su boca al caliente y espeso elemento. Con un gruñido soltó la taza de golpe, salpicando y derramándose el contenido por encima, y su camiseta quedó absolutamente sombreada de marrón.
Decidí entrar en la tienda más cercana para que Pocho-late pudiera tener otro aspecto, al menos que pudiera cambiarse de camiseta. De los estantes seleccioné una cualquiera, blanca, talla M «I❤Madrid». Le sugerí que se cambiara y antes de que le hubiera podido indicar el probador, en un segundo, cruzó los brazos y se sacó la camiseta manchada. Sus abdominales estaban marcados uno a uno. Hacían honor al nombre con el que le había bautizado. Su torso era una tableta de chocolate con todas sus onzas contables… Un escalofrío recorrió mi espalda. «¡No tiene ombligo! ¡Este tampoco tiene ombligo! Entonces…»
El vértigo me hizo cerrar los ojos y tambalearme ligeramente.
Carmen Villarejo y Miguel Gómez. Mayo 2021.