
De niño, cuando, pasada la excitación de la novedad, los juguetes eran arrinconados pero las ganas de jugar seguían vivas, pocas compañías resultaban tan apreciadas como mi prima Valeria. Nos bastaban unas sillas, nuestra imaginación y la inspiración que nos facilitaban los programas de televisión que bebíamos de un receptor en blanco y negro que presidía la sala de la casa de los abuelos en la que nuestras familias se reunían las tardes de sábados y domingos. Podíamos ser viajeros por el espacio, tripulantes de un submarino o pioneros del salvaje Oeste. Un rincón, nuestro juego y la merienda a media tarde. No éramos difíciles de contentar.
Llegaron días en que nuestros juegos se hicieron cosa del pasado. Perdonábamos la merienda a cambio de un poco de privacidad. Las inquietudes de la adolescencia recién amanecida nos soltaban la lengua, y las horas se nos pasaban en concienzudos y prolijos conciliábulos. Era increíble el rendimiento que se le podía sacar a unas pocas ideas que parecían flamantes revelaciones aunque hubieran sido procesadas por docenas de miles de mentes con anterioridad. Descubrir un mundo que de pronto parecía haber desbordado sus límites conocidos, y reescribir una Historia que se nos antojaba incompleta y tendenciosa. Conciencia firme de nosotros mismos, tan diferentes de un día a otro como para dudar de que siguiéramos siendo quienes fuimos.
A medida que expandíamos el conocimiento de las cosas en nuestras conversaciones, la curiosidad nos prestaba alas y ayudaba a derribar barreras. La mente de cada uno era territorio conocido para el otro, acostumbrados como estábamos a la sinceridad y la franqueza.
Puestos a indagar sobre los grandes misterios de la vida, nos quedaba una última frontera, un límite donde el pudor y el tabú se habían impuesto a la curiosidad hasta entonces. Sin embargo, una tarde de sábado alcanzamos un punto sin retorno. La achicharrante proximidad de nuestros cuerpos púberes condujo al primer beso, a las primeras caricias torpes. Y, superadas la vergüenza y el sofoco de los momentos posteriores, a la convicción de que nadie sería más idóneo que nosotros para asumir el papel de guías en el desafío de la exploración de esta nueva parcela de nuestra intimidad, como descubrimos pasado el fugaz paréntesis de estupefacción culposa. ¿A qué mejores manos encomendarse que a las del otro, conocidas y familiares?
Quizá habíamos llegado un poco tarde a la curiosidad que subyace en el popular jugar a los médicos de la infancia, pero sin duda nuestro empeño en ponernos al día fue ciertamente notable, y, fuese por profilaxis o por hipocondría, nos hicimos devotos de las visitas al dispensario. Como vivíamos a pocas paradas de autobús de distancia, la ausencia de unos padres u otros era puntualmente aprovechada por nosotros para cuidarnos de nuestra salud.
Ya no nos valía cualquier rincón para jugar.
Establecimos un sistema sanitario que funcionaba bajo parámetros de democracia e igualdad. Pactábamos roles y malestares para poder dotar a nuestro juego de un amplio rango exploratorio. Galenos entusiastas, pero poco versados, no era raro que terminásemos por conducir nuestros reconocimientos a zonas no necesariamente afectadas por la dolencia pretextada, hacia las que el paciente demostraba una especial sensibilidad, sin embargo.
El juego creció con nosotros. Nuevas etiologías, cuadros clínicos más sofisticados nos reclamaban de vez en cuando, aunque otras parejas ocupasen un lugar a nuestra vera. Aquel modo de actuar se había hecho tan consustancial a nuestras personas como los besos en las mejillas con que nos saludábamos en las raras ocasiones en que nos veíamos al margen de la praxis médica.
Nadie imponía nada a nadie. Nadie se sentía obligado a participar en el juego, sino estimulado. Valeria y yo habíamos colonizado una parcela común de nuestras vidas en la que regía una fidelidad absoluta del uno al otro, sin injerencias de lo que sucediese en el exterior. Nuestros cuerpos nos pertenecían a título individual, y éramos muy dueños de hacer con ellos lo que gustásemos con quien deseásemos.
Hasta que la puerta de la consulta se cerraba a nuestras espaldas. Entonces solo existíamos el uno para el otro.
En uno de esos escarceos individuales, en la boda de unos amigos, conocí a una chica que me llamó poderosamente la atención. Se llamaba Soledad, y era muy diferente a las mujeres que había conocido hasta entonces. De familia de corte tradicional, en su inocencia y candor encontré promesas de alicientes que me apetecía tantear, una aventura distinta que vivir: poner a prueba mi capacidad de seducción.
Se lo comentaba a Valeria una tarde en que una otalgia requirió de una vigorosa estimulación clitoriana para su sanación.
—O sea, que te me haces formal —ronroneó quejumbrosa mientras cubría mi pecho de besos—. ¿Y quién va a curarme de mis males, entonces?
La tranquilicé. Dejar la Medicina no entraba en mis planes. No, por el momento, al menos. ¡Qué demonio! Por muy colado que llegase a estar por Sole, con Valeria me sentía estupendamente. Si a ella le ocurría lo mismo conmigo, no veía razón para cortar. Hablamos un rato más amparados en la complicidad del dormitorio de su piso de soltera —¡por fin un emplazamiento fijo para nuestra clínica!—, al que se había mudado, cansada de compartir ochenta metros cuadrados con sus padres y abuela, dos hermanos varones, perro y gato. En cuanto se consolidó en su puesto de trabajo, dio el paso. Era un pisito pequeño pero acogedor, con una vista muy romántica de los tejados del casco histórico de la ciudad. Yo, comodón y perezoso, seguía viviendo la regalada vida del hijo único, con derecho a pensión completa en el hogar paterno.
Mientras estirábamos las sábanas y recogíamos la ropa desperdigada, mi prima me fusiló con una pregunta a bocajarro:
—¿Te imaginas que tuviésemos que dejar de vernos algún día?
Dolió como un golpe bajo. Cada vez que la sombra de ese riesgo se me venía a la mente, la descartaba con energía. No podía concebirlo, ni que estuviese en la gloria en brazos de Soledad. La forma en que entendía el vínculo que me unía a Valeria se equiparaba con la seguridad que al nadador exhausto brinda una boya, que, por mucho empeño que se ponga en sumergirla, siempre vuelve a la superficie.
Habíamos paseado esta aventura por los años de adolescencia, por la veintena, y ahora que los treinta asomaban por el horizonte, tras un par de repechos, ¿sería la edad la frontera, el temido Finis Terrae que separaría nuestras intimidades? ¿Estaba mi prima hablando de que se aproximaba un final?
La atosigué con preguntas cargadas de ansiedad, a las que me respondió con una carcajada, y una sacudida enérgica de su cabeza.
—Tranquilo. Era solo una idea peregrina que se me ha venido a la cabeza. Aunque todo tenga su final en esta vida, no quiero decir que ese día vaya a ser mañana —se afirmó, y calmó mis inquietudes—. No señor, no voy a dejar a mi primito en la estacada así como así. ¿Me ayudas con el cierre del sujetador, por favor?
El beso que me plantó en los labios disipó mis temores tanto o más que sus palabras.
En efecto, no hubo desenlace al día siguiente. Ni en semanas venideras, tampoco. Pero la ocasión terminaría por llegar en forma de una oferta irrechazable de trabajo para Valeria. En Brasil, donde tendría que residir durante tres años ininterrumpidos.
Siguiendo las recomendaciones de la OMS, le administré un cuidadoso protocolo de vacunación, con anterioridad a su marcha.
La despedí en el aeropuerto, tragando lágrimas de sal y amargura, con una aprensión tremenda por no enfermar. Tres años sin cobertura médica se me antojaban muy largos.
Por si acaso, suscribí una póliza de salud complementaria, y me casé con Soledad cuatro meses más tarde. Valeria bendijo nuestra unión desde la distancia, por medio de un correo electrónico. «No sé. Pienso que el matrimonio, salir de casa y todo eso, te va a venir bien».
Soledad resultó toda una revelación en su nuevo rol. Abandonado el cascarón familiar, soberana en su propio ecosistema, mi esposa, antaño un poco mojigata, se reveló leona fogosa y voraz, aprendiza entusiasta de los arcanos de la carne. La luna de miel duró más de dos años, hasta que un retraso y numerosas mañanas de náuseas, se transformaron en una impresión borrosa en papel ecográfico, en blanco y negro, de lo que la doctora nos dijo que era un embrión de unos cuatro milímetros de longitud. Nuestro primer hijo.
Los siguientes días, Soledad estaba exultante, acariciando amorosamente su tripa, y poniendo al corriente a una tropa de amigas y familiares.
Yo viví el acontecimiento a mi modo.
Quería a mi mujer, y su alegría era mi alegría, pero eso no quitaba para que fuese zarandeado por emociones encontradas. Mi pensamiento practicaba juegos perversos conmigo. Ideas con significados positivos eran inmediatamente enfrentadas por otras que me recordaban en qué berenjenal entraba. A felicidad se contraponía responsabilidad, por ejemplo. Familia se transformaba en ataduras, y así muchos otros pares siniestros. No me sentía muy preparado para ser padre.
Pasé unas semanas azarosas, que pusieron a prueba mi madurez y casi diría que mi cordura. Me parecía vivir desdoblado en dos realidades dramáticamente distintas, a caballo de dos mundos. Me salvó la vida una llamada de Valeria, nuestro primer contacto en muchos meses, anunciando su regreso anticipado para la siguiente quincena. Las cosas le habían ido como la seda. Se había ganado un ascenso importante, y una notable mejora de sus condiciones salariales.
Rompió a reír cuando la informé de mi futura paternidad, y se burló de mí al ponerla al corriente de mis dudas y reticencias. «Mi primito hecho un papi serio y consciente. Habrá que compensarle de tanto agobio». Me contó que de Brasil se traía un catálogo de enfermedades tropicales, plenas de síntomas desconocidos, sobre las que investigar. «Y unos cuantos remedios chamánicos para el estrés, que son mano de santo».
Exhalé un largo y sonoro suspiro de alivio. Para este paciente cauteloso, un poco hipocondriaco, aún quedaban esperanzas de curación a las que aferrarse.
La vida era bella, ¡qué caramba!