Al protagonista de esta historia ya lo hemos visto en otra. No me hace gracia repetir personajes, pero me han dicho que cuente esto, que es relevante.
Entonces, voy yo, y lo cuento.
Hablo de Moisés, el que consiguió que el faraón de Egipto liberase al pueblo elegido, y le diese a él un todoterreno y una tarjeta para gasolina, para no cansarse en la peregrinación por el desierto del Sinaí. Cuarenta años, dicen que duró. ¡Ya debió de gastar gasolina a cuenta del faraón, ya!
A la marcha de los hebreos por el desierto, y algunos episodios más, se le llama «Éxodo». Que es una palabra que viene del latín y el griego, y significa «salida» —a saber cómo lo llamarían los propios hebreos — . Bueno, pues al parecer, en un momento de ese éxodo, el Jefe —es conocido que los hebreos no podían decir a las claras el nombre de Dios, etcétera—, convocó a Moisés a lo alto de un monte que se llamaba igual que el desierto, porque le dijo en un sueño que tenía que darle un mensaje importante. De haber tenido dispositivos, a lo mejor le habría puesto un guasap, un correo electrónico, o algo. Pero aún faltaba para eso. Así que recurrían a los sueños. Lo que es chuli, y pone su puntito de misterio.
Por mucho Toyota que hubiese pillado en Egipto el guía de Israel, al monte solo pudo subir en el coche de San Fernando —un ratito a pie…—. Lo que seguramente le llevó tiempo, porque el montecito tiene casi dos mil trescientos metros de altura, y él ya no era un zagal. Si a eso le sumamos que una entrevista con el dios de todo — no como esos diosecillos de otros pueblos que si el rayo, que si la Luna. No. Éste era el fetén, el de verdad— es una solemnidad, y esas cosas llevan su tiempo y su protocolo. El asunto es que el pueblo elegido pensó que sería coser y cantar, y fue que no.
En estos casos, siempre hay algún avisadillo que dice: «Este dios es un poco flojo, ¿no? ¡Hagamos otro dios!». Y fueron los tíos, y se pusieron a fundir todo el oro que llevaban, y construyeron un becerro, al que muchos adoraban.
Bajó Moisés del monte Sinaí, y se tomaría su tiempo para hacerlo —bajar un monte es más jodido que subirlo—. Cuando llega al campamento, cargado con unas tablas de piedra que le había entregado Yahvé, en la que se recogían las leyes por las que debían gobernarse los hebreos, se encuentra todo el jolgorio, y le da un yuyu. ¡No iba a darle, si la primera norma venía a decir que «alabí, alabá; alabín bom bán, Yahvé, Yahvé, y nadie más»! Y los otros gansos ahí, haciendo el pagano. Ya se les había olvidado quién les abrió las aguas del mar Rojo para que cruzasen, les dio el maná para que no se muriesen de hambre, y les puso la columna de humo o llamas para guiarlos —bueno, esto último, si en ese momento hubiesen sabido que la tournée iba para largo, lo mismo que no se lo apuntan a Yahvé en el haber—, los muy desagradecidos.
Total que Moisés hizo pedazos las tablas —la broma le costó tener que volver a subir por unas nuevas—, ordenó fundir el becerro, reducir el oro a polvo, mezclarlo con agua y se lo hizo beber a los israelitas como penitencia, cosa nada recomendada por la OMS. No quedó ahí la cosa, pues hizo que apiolaran a dos o tres mil idólatras. No se andaban con chiquitas en aquellos tiempos, no.
¿La moraleja de este episodio? Pues depende. Si eres creyente, mucho ojito con desviarte un milímetro de los que decían esas tablas, y la literatura que han generado posteriormente. Si no lo eres, mejor sé discretito, y que no se te note mucho, que los hay muy brutos.
Ilustración Charlton Heston como Moisés en “Los diez mandamientos” (Cecil B. DeMille. 1956).
No puede ser que no haya más episodios…noooo
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