Blues del ascensor

El estridente contraste entre el estilo Art déco de la decoración de este edificio en el que trabajo con las vestimentas y actitudes de las personas que por él transitan, hace que cada día se incremente mi sensación de ser un dinosaurio en un ecosistema equivocado.

Ascensorista en estos tiempos. Si no soy el único superviviente, poco debe faltar. Todos mis antiguos colegas han sido jubilados, despedidos o reconvertidos a otras tareas cuando los edificios en los que prestaban sus servicios han pasado por remodelaciones y los ascensores originales han sido sustituidos por piezas modernas, automáticas, asépticas, que cualquiera puede manejar.

Si yo sigo al pie del cañón es gracias a la terquedad del señor M, propietario del edificio, que se resiste a los cambios como si en la conservación de las cosas en su estado original radicase el secreto que frenara los estragos de su edad. Pero mis días están contados, lo sé. Tanto como los suyos. El morirá, habrá un nuevo propietario más permeable a las voces que piden reformas y yo seré… Bueno, ya veremos qué pasa conmigo.

Mientras, vigilo que el número de viajeros no sobrepase el máximo indicado por el fabricante —lo que me cuesta alguna discusión en las horas punta— y los llevo arriba y abajo en unas larguísimas jornadas. Cada uno con su historia, de la que a veces no puedo evitar hacerme partícipe, a pesar de lo poco profesional que es esa conducta.

Hace unos días me ocurrió un episodio con una mujer. Joven, de unos veinticinco años. Y guapa, debo decir. Una chica morena, discreta en la forma de vestir, maquillaje y arreglo personal, pero con una elegancia y un atractivo naturales. Entró en el elevador apenas abrí la puerta, y se colocó en un rincón de la caja, sin dejar de hablar con su teléfono móvil.

No se apeó en ninguna de las plantas, ni a la subida, ni a la bajada. Ni levantó la vista del suelo mientras hablaba.

Ni lo hizo en los siguientes viajes, mientras mi ascensor recogía a los trabajadores a pie de calle y los repartía por sus oficinas durante el horario de entrada al trabajo.

Ni dejó de hablar y mirar al suelo cuando, pasado el frenesí inicial de la mañana, sobrevinieron las horas de aburrimiento, sentado en el taburete al lado del ascensor, en la planta baja, mientras esperaba nuevos viajeros.

A mi pesar, captaba palabras o frases sueltas de su conversación. Los años de profesión me han enseñado a oír sin escuchar. Soy un elemento más del ascensor, como la botonadura o los plafones del techo que mantienen la misma luminosidad mortecina a cualquier hora del día. Pero con esta mujer no supe reprimir del todo mi curiosidad. Quizá fuese su tono —quejoso, suplicante, atormentado— lo que me hizo empezar a hilar su discurso.

Todo apuntaba a una tentativa desesperada por buscar una reconciliación con un tal Will —repitió su nombre numerosas veces—, con expresiones que iban desde reproches, de los que se retractaba a los pocos segundos, a ofrecimientos de rendición ocasional. Con pasajes marcadamente íntimos por medio de los que, ustedes perdonarán, no podré dar detalle como caballero que soy.

Pasaron los ajetreos de la hora del almuerzo —salidas y regresos— y la vorágine del final de jornada, y ella seguía ahí, intentando ablandar el corazón de piedra de Will.

Ya había caído la tarde y solo quedaban algunos rezagados esperando mis servicios, cuando su teléfono empezó a emitir los pitidos que indicaban que se agotaba la carga de la batería. Eso hizo que su tono se volviese más perentorio. Hablaba más rápido, y sus argumentos se hacían más y más desgarrados.

Hasta que una sucesión de pitidos cortos anunció el fin de la batería.

La joven se quedó mirando estupefacta al terminal, ahora inservible, como si no pudiese dar crédito a lo que sucedía. Mientras, su voz articulaba «Will, Will, Will…» en tono descendente hasta apagarse, y quedar todo en un movimiento de sus labios mudos.

En un momento, levantó la mirada del suelo, y la dejó vagar por el espacio del ascensor, con una mezcla de terror y desorientación. Le pregunté si estaba bien, o necesitaba ayuda de algún tipo. Con el sonido de mi voz pareció volver a asomarse a la realidad.

—Sí… No… Sí… Ya, ya… —dijo mientras superaba el espacio que la separaba de la puerta, tres pasos apenas.

Pero, al llegar a mi altura, se derrumbó. Se arrojó a mis brazos, y hundió la cabeza en mi pecho. Casi a la vez, daba rienda suelta a su dolor con un llanto feroz y sincopado, repitiendo, entre hipidos: «¡Me ha dejado, me ha dejado!»

Poco pude hacer por aliviar su pena, más que murmurar algunas palabras amables en tono suave cerca de su oído y darle algunas palmaditas cariñosas en la espalda. Si hubiese tenido mi teléfono móvil encima, se lo habría prestado para que hubiese insistido en su tentativa de hacer reconsiderar su postura al tal Will. Pero el aparato me esperaba, desconectado, con la ropa de calle en mi taquilla de los vestuarios de personal, en el sótano del edificio. ¿Qué sentido tiene cargar todo el día con un móvil, si en el interior del ascensor no hay cobertura?

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